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Ursula Le Guin: Un mago de Terramar

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Ursula Le Guin Un mago de Terramar

Un mago de Terramar: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.

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—Bien —dijo Ged hablándole a Jaspe, con una voz tan serena como la de antes—. ¿Qué harás ahora, Jaspe, para demostrar que eres superior?

—No es necesario que haga nada, cabrerizo. Sin embargo algo haré. Te daré una oportunidad… una posibilidad. La envidia te carcome como un gusano en una manzana. Hagamos salir al gusano. Una vez en el Collado de Roke te jactaste de que los hechiceros gontescos no hacen magias por juego. Vayamos allí al Collado, y muéstranos al qué hacen en verdad. Y quizá luego te haré una pequeña demostración de hechicería.

—Sí, me gustaría verlo —respondió Ged.

Los muchachos más jóvenes, acostumbrados a que la furia de Ged estallase al menor asomo de injuria o menosprecio, admiraban ahora su sangre fría. También Algarrobo lo observaba, pero no con admiración, sino con un miedo creciente. Trató de intervenir una vez más, pero Jaspe le dijo:

—Vamos, Algarrobo, no te metas. ¿Y qué harás tú, cabrerizo, con la oportunidad que te doy? ¿Nos mostrarás una ilusión, una bola de fuego, un ensalmo que cura la sarna de las cabras?

—¿Qué te gustaría a ti, Jaspe?

El otro se encogió de hombros.

—Llama a un espectro de entre los muertos, ¡por lo que a mí me importa!

—Lo haré.

—No lo harás. —Jaspe lo miró directamente a los ojos, con una furia que ardió de pronto como una llama por encima de un frío desdén.— No lo harás. No podrás hacerlo. Fanfarroneas…

—¡Por mi nombre, lo haré!

Durante un momento todos se quedaron completamente inmóviles.

Apartándose bruscamente de Algarrobo, que lo había retenido por la fuerza, Ged salió del patio a grandes trancos, sin volver la cabeza una sola vez. Las luces fatuas que danzaban en el aire se apagaron y cayeron. Jaspe vaciló un instante, luego echó. a andar detrás de Ged. Y los demás lo siguieron, en silencioso desorden, curiosos y atemorizados.

Aún no había salido la luna y los flancos sombríos del Collado de Roke trepaban hacia la oscuridad de la noche estival. La presencia de esa colina, en la que tantos portentos se habían obrado, gravitaba alrededor de ellos, era como un peso en el aire. Llegaron al pie de la colina, de raíces profundas, más profundas que el océano, y que se hundían hasta tocar los fuegos antiguos, ciegos y secretos que arden en el corazón del mundo. Se detuvieron en la ladera oriental. Más allá de las hierbas negras que coronaban la cresta, brillaban las estrellas. No había viento.

Ged siguió unos pasos ladera arriba alejándose de los otros, y al fin se volvió y dijo con voz clara:

—¡Jaspe! ¿Qué espectro he de llamar?

—Llama al que quieras. Ninguno te escuchará.

La voz de Jaspe temblaba ligeramente, tal vez de cólera. Ged le respondió con calma, burlón:

—¿Tienes miedo?

Pero ni siquiera escuchó la respuesta de Jaspe, si la hubo. Jaspe ya no le interesaba. Ahora que estaban allí, en el Collado, el odio y la furia se habían desvanecido, reemplazados por una absoluta certeza. No tenía por qué envidiar a nadie. Sabía que su poder, esa noche, en ese lugar oscuro y encantado, era más grande que nunca, tan enorme que la sensación de esa fuerza a duras penas retenida lo estremecía de pies a cabeza. Ahora sabía que Jaspe estaba muy por debajo de él, y acaso le había sido enviado para que lo llevara allí esa noche, no un rival, sino un simple servidor del destino de Ged. Sentía bajo los pies las raíces del cerro que se. hundían en la insondable oscuridad de la tierra, y veía en lo alto los fuegos secos y distantes de los astros. Todo cuanto había entre los fuegos del cielo y de la tierra estaba allí para que él ordenase, mandase, de pie en el centro del mundo.

—No tengas miedo —dijo, con una sonrisa—. Llamaré al espíritu de una mujer. No tienes por qué temer a una mujer. A Elfarran llamaré, la bella dama de la Gesta de Enlade.

—Mil años hace que está muerta, y sus huesos reposan lejos de aquí, bajo el Mar de Ea, y quizá nunca haya existido.

—¿Qué son los años y las distancias para los muertos? ¿Y acaso mienten los Cantares? —dijo Ged con la misma leve ironía, y luego añadió—: Observa el aire entre mis manos —y se apartó de los otros y se detuvo, inmóvil.

En un ademán amplio y lento abrió y extendió los brazos, el gesto de bienvenida que abre una invocación. Y empezó a hablar. Había leído las runas de ese sortilegio en el Libro de Ogión, hacía más de dos años, pero sólo esa vez. Las había leído entonces en la oscuridad. En esta oscuridad de ahora era como si volviese a leerlas otra vez en la página abierta de la noche. Y esta vez comprendía lo que leía, mientras recitaba en voz alta palabra tras palabra, y veía las acotaciones: cómo había que unir el sortilegio al sonido de la voz y los movimientos del cuerpo y de la mano.

Los otros muchachos lo observaban, mudos e inmóviles, aunque temblaban a veces, pues el gran sortilegio empezaba a operar. Ged seguía hablando con una voz dulce y queda, pero era distinta ahora, había en ella una entonación grave, y nadie entendía las palabras. De pronto calló. Y de súbito el viento se levantó rugiendo entre las hierbas. Ged cayó de rodillas y llamó. Luego se echó de bruces como si quisiera abarcar la tierra entre los brazos extendidos, y cuando se levantó tenía algo oscuro entre las manos y los brazos abiertos, algo tan pesado que el esfuerzo lo sacudió mientras trataba de levantarse. El viento caliente gemía entre las hierbas altas de la colina. Si en ese momento brillaban las estrellas, nadie las vio.

Los labios de Ged sisearon y musitaron las palabras y de pronto gritaron en voz alta y clara:

—¡Elfarran!

Una vez más gritó el nombre:

—¡Elfarran!

Una tercera vez:

—¡Elfarran!

La informe masa de oscuridad que había levantado se desprendió de él, y un pálido huso de luz brilló entre los brazos abiertos, un óvalo borroso que subía del suelo hacia las manos levantadas. En ese óvalo de luz una forma se movió un instante, una forma humana: una mujer alta que miraba hacia atrás por encima del hombro. El rostro era hermoso, y triste, y había miedo en él.

Un instante apenas centelleó allí el espectro. Luego el óvalo lívido se encendió entre los brazos de Ged, creció y se extendió, una fisura en la oscuridad de la tierra y la noche, una herida abierta en la urdimbre del mundo. En ella brillaba una luz incandescente y aterradora. Y por esa brecha informe y luminosa trepaba reptando una cosa semejante a un terrón de sombra negra: rápida y repugnante, se lanzó directamente a la cara de Ged.

Ged retrocedió, tambaleándose bajo el peso de la aparición, y dejó escapar un grito breve y ronco. El pequeño otak, el animal encaramado en el hombro de Algarrobo, que no tenía voz, gritó también y saltó como para atacar.

Ged cayó, luchando y debatiéndose, mientras por encima de él la grieta de luz en la oscuridad del mundo se ensanchaba y alargaba. Los muchachos que observaban la escena huyeron despavoridos y Jaspe se encorvó hasta el suelo para no ver el terrible resplandor de aquella luz . Sólo Algarrobo corrió a ayudar a su amigo, y sólo él vio el terrón de sombra que se prendía a Ged, desgarrándole la carne. Era como una alimaña negra, del tamaño de un niño pequeño, aunque parecía dilatarse y encogerse; y no tenía cabeza ni rostro, sólo las cuatro patas provistas de garras con que arañaba y despedazaba. Algarrobo lloraba de horror, y sin embargo extendió los brazos para tratar de arrancar de Ged aquella cosa. Antes que pudiera tocarla, quedó paralizado, incapaz de todo movimiento.

La intolerable luminosidad empezó a disiparse, y poco a poco los bordes desgarrados del mundo volvieron a unirse. En algún lugar cercano hablaba una voz, tan suave como los murmullos de un árbol o el canturreo de una fuente.

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