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Gene Wolfe: La Garra del Conciliador

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Gene Wolfe La Garra del Conciliador
  • Название:
    La Garra del Conciliador
  • Автор:
  • Издательство:
    Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1991
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7142-4
  • Рейтинг книги:
    3 / 5
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La Garra del Conciliador: краткое содержание, описание и аннотация

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Este segundo libro nos continua mostrando el mundo del Sol Nuevo, poco a poco, a medida que Severian va tomando contacto con él. Aprendemos alguna cosa nueva, sobre todo en lo que respecta a clases sociales y al Autarca, pero todavia no queda muy claro nada. Está claro que para descubrir lo que hay realmente, la autentica realidad que vive Severian, hay que leer toda la saga descubriendo sus secretos poco a poco. El hecho de que Severian nos esté contando sus recuerdos ya es una pista, y empieza a vislumbrarse en qué se convertirá Severian pues entre los recuerdos de su pasado, deja entrever algo de su presente.

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—Una vez más —dijo el alcalde.

Tenía razón. El siguiente impacto mandó al interior de la casa la piedra golpeada y abrió un agujero como la cabeza de un hombre. Después ya no hubo que molestarse en tomar impulso; los hombres del ariete lo manejaron en vaivén para derribar las demás piedras hasta que la apertura bastó para que un hombre pudiera entrar.

Alguien en quien antes no había reparado había traído antorchas, y un muchacho corrió a una casa próxima a encenderlas en el fuego de la cocina. Los hombres de los piletes y las estacas las cogieron de manos de él. Con más arrojo del que yo hubiera atribuido a esos ojos astutos, el alcalde sacó de su camisa una pequeña porra y fue el primero en entrar. Los espectadores nos agolpamos detrás de los hombres armados, y como nos encontrábamos en primera fila, Jonas y yo alcanzamos la apertura casi en seguida.

El ambiente era pestilente, mucho peor de lo que yo había previsto. Había muebles rotos por doquier, como si Barnoch hubiera cerrado con llave sus armarios y cofres cuando llegaron los encargados de cegar la casa y éstos los hubieran destrozado para llevarse lo que había dentro. Sobre una mesa desvencijada vi cera en forma de gotas, restos de una vela que había ardido hasta la madera. Detrás de mí, la gente empujaba para avanzar y yo, sorprendentemente, me encontré empujando hacia atrás.

Al fondo de la casa hubo una conmoción: pasos apresurados y confusos, un grito y, por fin, un lamento penetrante e inhumano.

—¡Ya lo tienen! —gritó alguien detrás de mí, y oí cómo la noticia pasaba a quienes estaban en el exterior.

Un hombre entrado en carnes, tal vez un pequeño propietario, vino corriendo de la oscuridad con una antorcha en una mano y un palo en la otra.

—¡Apartaos! ¡Atrás, todos! ¡Ya lo traen!

No sé qué había esperado ver… Tal vez una sucia criatura con el pelo enmarañado. En vez de eso salió un fantasma. Barnoch había sido alto; todavía lo era, pero ya encorvado y muy delgado, y con la piel tan pálida que parecía relucirle como madera podrida. No tenía pelo, cabello ni barba. Esa tarde sus guardianes me contaron que había adquirido el hábito de arrancarse los pelos. Lo peor eran sus ojos: protuberantes, ciegos en apariencia y oscuros como el negro absceso de su boca. Me aparté de él mientras hablaba, pero supe que la voz le pertenecía.

—Seré libre —decía la voz—. ¡Vodalus! ¡Vodalus acudirá!

Cuánto deseé entonces que jamás se me hubiera hecho prisionero, pues su voz trajo de nuevo hasta mí todos aquellos días sin aire mientras yo esperaba en la mazmorra bajo nuestra Torre Matachina. También yo había soñado con ser rescatado por Vodalus y con una revolución que barriera el hedor y degeneración bestiales de la era presente y restaurara la elevada y brillante cultura que antaño poseyó Urth.

Pero yo no fui salvado ni por Vodalus ni por su fantasmagórico ejército, sino merced a la intervención del maestro Palaemón (y sin duda de Drotte y de Roche y de otros cuantos amigos), que había convencido a los hermanos de que sería demasiado arriesgado matarme y demasiado desafortunado hacerme comparecer ante un tribunal.

Barnoch no sería salvado. Yo, que debía ser su compañero, habría de quemarlo, de descoyuntarlo en la rueda, y por último, cortarle la cabeza. Traté de decirme que quizás había actuado movido por el dinero; pero entonces un objeto metálico, sin duda el cabo de acero de un pilete, golpeó una piedra y me pareció oír el tintineo de la moneda que Vodalus me había dado, el tintineo que produjo cuando la dejé caer en el hueco bajo la piedra, en el suelo del mausoleo en ruinas.

Algunas veces, cuando concentramos de esta manera toda nuestra atención en el recuerdo, nuestros ojos, sin que nada los guíe, pueden distinguir un único objeto en una masa de detalles, exponiéndolo con una claridad que jamás se consigue mediante la concentración. Así sucedió conmigo. En la marea de rostros que se debatían más allá del marco de la puerta vi uno, levantado, que el sol iluminaba. Era el de Agia.

III — La tienda del vidente

Ese instante permaneció congelado como si nosotros dos, y todos aquellos que nos rodeaban, fuésemos parte de un cuadro. En medio de la nube de rústicos con sus atuendos de colores chillones y sus bultos, Agia permaneció con la cabeza levantada y yo con los ojos muy abiertos. Después me moví, pero ella ya se había ido. Si hubiera podido, habría corrido hacia ella; pero no pude más que abrirme paso a empujones entre los que miraban, y tal vez tardé cien latidos de corazón en alcanzar el punto donde ella había estado.

Para entonces ella había desaparecido completamente, y la muchedumbre se arremolinaba y alternaba como el agua bajo la proa de un barco. Se habían llevado a Barnoch, que se quejaba del sol. Cogí a un minero del hombro y le pregunté algo a gritos, pero él no se habían percatado de la joven que había estado junto a él y no tenía ni idea de a dónde podía haber ido. Seguí a la turba que iba detrás del prisionero hasta que estuve seguro de que ella no se encontraba allí; después, como no se me ocurría nada mejor, comencé a buscar por la feria, mirando en el interior de tiendas y casetas y preguntando a las campesinas que habían venido a vender un fragante pan de cardamomo y a los vendedores de carne caliente.

Mientras esto escribo, rizando pacientemente el hilo de tinta bermellón de la Casa Absoluta, todo parece tranquilo y metódico. Nada más alejado de la verdad. En aquel momento yo jadeaba y sudaba, preguntaba a gritos y apenas me detenía a obtener una respuesta. Como si lo hubiera visto en sueños, el rostro de Agia flotaba en mi imaginación; rostro ancho, de mejillas planas y barbilla delicadamente redondeada, piel morena y pecosa y ojos alargados, risueños y burlones. No podía imaginar por qué había venido. Sólo sabía que lo había hecho, y que al verla un instante se había avivado la angustia con que yo recordaba su lamento.

—¿Has visto una mujer alta, de pelo castaño? —Esta pregunta la repetí una y otra vez, como aquel contendiente que se hartó de repetir «Cádroe de las Diecisiete Piedras» hasta que la frase quedó tan vacía de significado como un canto de cigarra.

—Sí. Todas las campesinas que venimos aquí.

—¿Sabes cómo la llaman?

—¿Una mujer? ¡Claro que puedo conseguirte una mujer!

—¿Dónde la perdiste? No te preocupes, pronto volverás a encontrarla. La feria no es bastante grande como para que alguien se pierda por mucho tiempo. ¿No concertasteis un lugar para encontraron. Toma un poco de té, pareces muy cansado.

Busqué una moneda en el bolsillo.

—No tienes por qué pagar, yo ya vendo bastante. Bueno, si insistes. No es más que un aes. Aquí.

La vieja revolvió en el bolsillo de su delantal y sacó un montón de moneditas. De la tetera vertió el líquido hirviendo en una taza de barro y me ofreció una paja de metal tenuemente plateado que yo rechacé.

—Está limpia. La lavo cada vez que la utilizan.

—No estoy acostumbrado.

—Entonces ten cuidado al sorber. Estará muy caliente. ¿Has mirado en el lugar del juicio? Allí habrá mucha gente.

—¿Donde está el ganado? Sí. —El té era de mate, especiado y un poco amargo.

—¿Sabe ella que la buscas?

—No lo creo, y aunque me hubiera visto, no me habría reconocido. No… no voy vestido como acostumbro.

La vieja resopló y volvió a meterse bajo el pañuelo de la cabeza un extraviado mechón de cabello canoso.

—¿En la feria de Saltus? Por supuesto que no. En una feria todo el mundo se pone lo mejor, y cualquier muchacha con conocimiento lo sabría. ¿Y junto al agua? Allí donde tienen encadenado al prisionero.

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