Gene Wolfe - La Ciudadela del Autarca

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La Ciudadela del Autarca: краткое содержание, описание и аннотация

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Severian interviene en la guerra contra el ejército ascio. Acompañado por un soldado herido viaja y oye historias extraordinarias, como la del cazador de focas, y encuentra una peregrina con quien discute las virtudes de la Garra. Huyendo de los terrores de los habitantes de las aguas profundas y de las voladoras astillas de la noche, continúa avanzando inexorablemente hacia el misterio final: el pronosticado advenimiento del Sol Nuevo. Al fin Severian regresa a la Ciudadela. Pronto habrá dos Severian: el aprendiz y el autarca.

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—Antes de que te vayas debería decirte ciertas cosas —dije—. Sobre ti mismo.

—Dijiste que no sabías quién era. Sacudí la cabeza.

—No, no lo dije. Dije que te encontré en un bosque hace dos días. En el sentido en que lo dices tú, no sé quién eres; pero en otro sentido creo que tal vez sí. Creo que eres dos personas, y que sólo conoces a una. —Nadie es dos personas.

—Yo lo soy. Yo ya soy dos personas. Acaso hay muchos otros que también son dos. Sin embargo, lo primero que quiero decirte es bastante más simple. Escúchame. —Le indiqué cómo podría volver al bosque, y cuando estuve seguro de que me había entendido, dije:— Es probable que aún esté tu mochila con las correas cortadas, así que si encuentras el lugar no puedes equivocarte. En la mochila había una carta. Yo la saqué y leí un fragmento. No llevaba el nombre de la persona a quien le estabas escribiendo; pero si la habías terminado y esperabas una ocasión de enviarla, al final tendría que leerse al menos una parte de tu nombre. La dejé en el suelo, voló un poco y quedó atrapada contra un árbol. Quizás aún puedas encontrarla.

Se le había estirado la cara. —No deberías haberla y no deberías haberla tirado.

—Creí que estabas muerto, ¿no te acuerdas? El caso es que en ese momento estaban pasando muchas cosas, la mayoría en mi cabeza. Tal vez empezaba a afiebrarme; no lo sé. Y ahora la otra parte. No me querrás creer, pero sería importante que escucharas. ¿Me oirás?

Asintió.

—Bien. ¿Has oído hablar de los espejos del padre Inire? ¿Sabes cómo funcionan?

—He oído hablar del Espejo del padre Inire, pero no sabría decirte dónde. Se supone que uno puede entrar, como entra en un umbral, y salir a una estrella. No creo que sea real.

—Los espejos son reales. Yo los he visto. Hasta ahora siempre los he imaginado como tú: como si fueran una nave, pero mucho más rápidos. Como sea, cierto amigo mío se metió entre esos espejos y desapareció. Yo lo estaba mirando. No fue ningún truco ni superstición; se fue adonde sea que los espejos lleven. Se fue porque amaba a cierta mujer, y no era un hombre entero. ¿Comprendes?

—¿Había tenido un accidente?

—El accidente lo había tenido a él, pero eso no importa. Me dijo que volvería. Dijo: «Volveré por ella cuando me hayan enmendado, cuando esté cuerdo y entero». En ese momento no supe bien qué pensar, pero ahora creo que ha regresado. Fui yo quien te revivió, y he estado deseando que regresara: tal vez eso tuvo algo que ver.

Hubo una pausa. El soldado miró la tierra apisonada donde se habían instalado los catres y luego se volvió hacia mí.

—Es posible que cuando un hombre pierde a su amigo y encuentra otro sienta que vuelve a tener al amigo de antes.

Jonas —se llamaba así— se había acostumbrado a hablar de una manera especial. Cada vez que tenía que decir algo desagradable lo ablandaba, lo convertía en chiste refiriéndolo a alguna situación cómica. Nuestra primera noche aquí, cuando te pregunté tu nombre, dijiste: «Lo perdí por el camino. Eso dijo el jaguar que había prometido guiar al carnero». ¿Te acuerdas?

Sacudió la cabeza. —Digo muchas tonterías.

—A mí me resultó extraño; porque era el tipo de cosa que decía Donas, pero él no la habría dicho así a menos que quisiera sugerir algo más. Pienso que él habría dicho: «Es la historia de la cesta que habían llenado con agua». Algo por el estilo.

Esperé en vano a que hablara.

—El jaguar, claro, se comió al carnero. En algún punto del camino quebró los huesos y se tragó la carne.

—¿Nunca se te ha ocurrido que podía ser una característica de cierta ciudad? Quizá tu amigo era del mismo lugar que yo.

—Me parece que era un tiempo y no un lugar —lije—. Hace mucho, alguien tuvo que desarmar al miedo: el miedo que los hombres de carne y hueso sienten al mirar un rostro de acero y vidrio. Donas, sé que estás escuchando. No tse culpo. Ese hombre estaba muerto, y tú sigues vivo. Eso lo entiendo. Pero Donas, Jolenta se ha ido: yo la miré morirse, e intenté traerla de nuevo con la Garra, pero fracasé. Tal vez era demasiado artificial, no puedo saberlo. Tendrás que encontrar otra.

El soldado se levantó. Ya no tenía la cara enfadada, sino vacía como la de un sonámbulo. Dio media vuelta y se fue sin una palabra más.

Durante alrededor de una guardia estuve en el catre con las manos bajo la cabeza, pensando en muchas cosas. Hallvard, Melito y Foila hablaban entre ellos, pero yo escuchaba lo que decían. Cuando una Peregrina trajo la comida del mediodía, Melito me llamó la atención con un golpecito de tenedor en el plato y anunció: —Severian, tenemos que pedirte un favor.

Yo deseaba dejar atrás mis especulaciones, y le dije que los ayudaría en todo lo que pudiese.

Foila, que tenía una de esas sonrisas radiantes que la naturaleza concede a ciertas mujeres, me sonrió de pronto.

—Así es. Estos dos se han pasado la mañana porfiando por mí. Si estuvieran bien podrían luchar, pero para que se recuperen falta mucho tiempo y yo no sé si podré aguantar tanto. Hoy estuve pensando en mi madre y mi padre, y en cómo solían sentarse ante el fuego en las largas noches de invierno. Si me caso con Hallvard, o con Melito, algún día haremos lo mismo. Así que he decidido casarme con el que cuente mejores historias. No me mires como si estuviera loca: es lo único sensato que he hecho en mi vida. Los dos me quieren, los dos son muy guapos, ninguno tiene propiedades, y si no zanjamos esto se matarán entre ellos o los mataré yo a los dos. Tú eres un hombre instruido: se ve por tu manera de hablar. Escucha y juzga. Empieza Hallvard, y las historias tienen que ser originales, no sacadas de los libros.

Hallvard, que podía caminar un poco, se levantó de su catre y fue a sentarse a los pies del de Melito.

VII — La historia de Hallvard: Los dos cazadores de focas

—Esta historia es verdadera. Conozco muchas historias. Algunas son inventadas, aunque tal vez las historias inventadas fueron verdaderas en tiempos ya olvidados. También conozco muchas verdaderas, porque en las islas del sur pasan cosas raras que vosotros los del sur ni siquiera soñáis. Elijo ésta porque estuve donde pasó y oí tanto como cualquiera.

»Vengo de la más oriental de las islas del sur, que se llama Glacies. En nuestra isla vivían un hombre y una mujer, mis abuelos, que tenían tres hijos. Se llamaban Anskar, Hallvard y Gundulf. Hallvard era mi padre, y cuando yo crecí y pude ayudarlo en la barca, dejó de cazar y pescar con sus hermanos. En vez de eso salíamos los dos para poder llevarlo todo a casa, donde esperaban mi madre, mis hermanas y mi hermano menor.

»Como mis tíos no se casaron nunca, siguieron compartiendo una barca. Lo que cazaban lo comían ellos o se lo daban a mis abuelos, que ya no eran fuertes. En verano trabajaban la tierra de mi abuelo. Tenía la mejor de la isla, el único valle donde nunca soplaba el viento helado. Allí se plantaban cosas que no maduraban en ningún otro lugar de la isla, pues en ese valle la estación de cultivo duraba dos semanas más.

»Cuando ya empezaba a brotarme la barba, mi abuelo reunió a los hombres de la familia: es decir, mi padre, mis dos tíos y yo. Cuando llegamos a la casa mi abuela había muerto y el sacerdote de la isla grande estaba amortajando el cadáver. Los hijos lloraron, y yo también.

»Aquella noche, sentados a la mesa con el sacerdote en un extremo y él en el otro, mi abuelo dijo: “Ha llegado el momento de que me libre de mis propiedades. Bega se ha ido. Su familia ya no tiene derechos y yo la seguiré dentro de poco. Hallvard está casado y conserva la parte que le vino de su mujer. Con eso provee a su familia, y aunque poco les sobra no pasan hambre. Tú, Ánskar, y tú, Gundulf: ¿os casaréis algún día?”.

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