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Ursula Le Guin: En el otro viento

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Ursula Le Guin En el otro viento

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Al hechicero Aliso le aterra conciliar el sueño, pues hacerlo significa trasladarse a la tierra de los muertos para encontrarse con su esposa. Ella falleció muy joven y desea tanto regresar a él que lo besó a través del bajo muro de piedra que separa nuestro mundo de la Tierra Seca, donde la hierba está marchita, las estrellas, siempre quedas, y los amantes se cruzan sin reconocerse. Cada noche, los muertos atraen a Aliso hacia ellos para, a través de él, liberarse e invador Terramar. Desesperado, Aliso acude al antiguo Archimago Gavilán, quien le indica que parta a Havnor en busca de Tenar, Tehanu y el joven Rey Lebannen. Todos juntos e Irian, el dragón de ojos color ámbar capaz de transformarse en una mujer, viajarán al Bosquecillo Inmanente, en Roke, pues la incursión de los muertos no es el único peligro que amenaza Terramar: los dragones han regresado y, después de siglos de paz, reclaman lo que creen les pertenece… La célebre saga iniciada con Un Mago de Terramar continúa en esta conmovedora historia de poderosa belleza repleta de magia, amor y fantasía.

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Se quedó de pie sin moverse, señalando la casa.

—¿Ninguno de ellos?

—Bueno, el viejo sí. Se llama Viejo Halcón.

El viajero siguió adelante. La niña se quedó allí de pie observándolo hasta que él llegó a la casa, giró en una esquina y lo perdió de vista. Dos cabras miraban fijamente al extraño desde un terreno bien cercado. Un grupo de gallinas y polluelos ya crecidos picoteaban y conversaban suavemente entre las altas hierbas bajo árboles de melocotones y de ciruelas. Había un hombre encaramado a una pequeña escalera apoyada contra el tronco de uno de los árboles; tenía la cabeza entre las hojas, y el viajero podía ver solamente sus largas piernas desnudas.

—Hola —dijo el viajero, y después de un rato lo repitió, un poco más fuerte.

Las hojas se agitaron y el hombre bajó rápidamente de la escalera. Tenía una mano llena de ciruelas, y, tras el último peldaño, ahuyentó a un par de abejas que se habían acercado atraídas por el zumo. Se acercó; era un hombrecillo de baja estatura, con la espalda recta, cabellos grises peinados hacia atrás encuadrando un rostro atractivo y marcado por el paso del tiempo. Parecía tener unos setenta años. Viejas cicatrices, cuatro costuras blancas, atravesaban un lado de su rostro bajando desde el pómulo izquierdo hasta la mandíbula. Su mirada era clara, directa, intensa. —Están maduras —dijo—, aunque mañana estarán aún mejor. —Tendió su mano llena de pequeñas ciruelas amarillas.

—Señor Gavilán —dijo el extraño con voz ronca—. Archimago…

El anciano hizo una breve inclinación de cabeza a modo de reconocimiento. —Ven a la sombra —le invitó.

El extraño lo siguió, e hizo lo que se le indicaba: se sentó sobre un banco de madera a la sombra de un árbol nudoso que había cerca de la casa; aceptó las ciruelas, que habían sido enjuagadas y servidas en una cesta de mimbre; comió una, luego otra, luego una tercera. Cuando el anciano se lo preguntó, admitió que no había comido nada en todo el día. Se quedó sentado mientras el dueño de la casa entraba en ella y salía al poco rato con pan, queso y cebolla; mientras comía, bebía del tazón de agua que su anfitrión le ofreció. Éste comía ciruelas para hacerle compañía.

—Pareces cansado. ¿Desde dónde has venido?

—Desde Roke.

La expresión en el rostro del anciano era difícil de leer. Simplemente dijo: —Nunca lo hubiera dicho.

—Soy de Taon, señor. Fui de Taon hasta Roke. Y allí el señor Maestro de las Formas me dijo que viniera hasta aquí. Que acudiera a usted.

—¿Por qué?

Fue una mirada formidable.

—Porque tú atravesaste la Tierra Oscura y regresaste con vida… —La voz ronca del extraño se fue desvaneciendo.

El anciano terminó la frase: —Y llegaste a las lejanas costas del día. Sí. Pero eso fue dicho como augurio antes de la llegada de nuestro rey, Lebannen.

—Tú estabas con él, señor.

—Así es. Y él ganó su reino allí. Pero yo en cambio dejé el mío allí. De modo que no me llames con ningún título. Halcón, o Gavilán, como más te guste. ¿Cómo deberé llamarte y o a ti?

El hombre murmuró su Nombre: —Aliso.

Estaba claro que la comida y la bebida, y la sombra y el hecho de sentarse lo habían relajado, pero todavía se veía exhausto. Había en él una fatigosa tristeza; una que le teñía todo el rostro.

El anciano le había hablado con una nota de dureza en la voz, pero ésta había desaparecido cuando le dijo: —Pospongamos un rato la charla. Has navegado casi mil millas y has caminado otras quince cuesta arriba. Y yo tengo que echar agua a las habichuelas y a la lechuga y a todo, puesto que mi esposa y mi hija me han dejado a cargo del jardín. Así que descansa un rato. Podremos hablar con el frescor del anochecer. O con el de la mañana. Pocas veces hay tanta prisa como yo solía pensar que había.

Cuando regresó media hora más tarde, su invitado estaba totalmente tendido sobre su espalda en la fresca hierba debajo de los árboles de melocotones.

El hombre que había sido Archimago de Terramar se detuvo con un cubo en una mano y un azadón en la otra y observó al extraño dormido.

—Aliso —dijo en voz baja—. ¿Cuál es el problema que traes contigo, Aliso?

Le pareció que si quería conocer el nombre verdadero de aquel hombre lo sabría simplemente pensando, concentrándose en ello, como podría haberlo hecho cuando era mago.

Pero no lo sabía, y el mero hecho de pensar no le daría la respuesta que buscaba; tampoco era un mago.

No sabía nada acerca de este Aliso y debía esperar a que él se lo contara. —Nunca compliques los problemas —se dijo, y se fue a echar agua a las habichuelas.

Tan pronto como la luz del sol fue bloqueada por un bajo muro de rocas que bajaba desde la cima del acantilado cerca de la casa, el frío de la sombra despertó al hombre. Se incorporó con un escalofrío, luego se puso de pie, un poco agarrotado y desconcertado, con trozos de hierba en los cabellos. Al ver a su anfitrión llenando cubos en el pozo y arrastrándolos con dificultad hasta el jardín, se acercó para ayudarle.

—Bastará con tres o cuatro más —dijo el ex Archimago, distribuyendo el agua entre las raíces de una hilera de jóvenes repollos. El aroma que desprendía la tierra húmeda era agradable en el aire seco y cálido. La luz de poniente llegaba dorada y rota sobre la tierra.

Se sentaron sobre un largo banco junto a la puerta de la casa para ver la puesta de sol. Gavilán había traído una botella y dos tazones gruesos y achaparrados de cristal verdoso. —Es el vino del hijo de mi esposa —dijo—. De la Granja de Roble, en el Valle Septentrional. Un buen año, siete años atrás. —Era un vino tinto, fuerte, que en seguida hizo entrar a Aliso en calor. El sol se puso en una tranquila claridad. El viento amainó. Los pájaros que estaban en las ramas de los árboles del huerto cantaron los últimos comentarios del día.

Aliso se había quedado pasmado al saber por boca del Maestro de las Formas de Roke que el Archimago Gavilán, ese hombre de leyenda, que había traído al Rey de regreso a su hogar desde el reino de la muerte y después se había alejado volando sobre el lomo de un dragón, todavía seguía con vida. —Sigue con vida —dijo el Maestro de las Formas—, y vive en su isla natal, Gont. Te digo lo que no muchos saben —había añadido—, porque creo que necesitas saberlo. Y creo que sabrás guardar su secreto.

—¡Pero entonces todavía es Archimago! —había exclamado Aliso, con una especie de regocijo: porque para todos los hombres del arte había sido un misterio y una preocupación el hecho de que los hombres sabios de la Isla de Roke, la escuela y el centro de la magia en el Archipiélago, no hubieran nombrado a un Archimago para que reemplazara a Gavilán en todos los años del reinado del Rey Lebannen.

—No —había dicho el Maestro de las Formas—. Él ni siquiera es ya un mago.

El Maestro de las Formas le había contado un poco la historia de cómo Gavilán había perdido su poder, y por qué; y Aliso había tenido tiempo para meditar al respecto. Pero aun así, al estar allí, en presencia de aquel hombre que había hablado con dragones, y había traído de regreso al Rey de Erreth-Akbé, y había atravesado el reino de los muertos, y había gobernado el Archipiélago antes que el Rey, todas aquellas historias y canciones estaban presentes en su mente. A pesar de verlo viejo, contento con su jardín, sin ninguna clase de poder en él o a su alrededor más que el de una alma formada por una larga vida de pensamientos y acciones, seguía viendo a un gran mago. Y por lo tanto le perturbaba terriblemente que Gavilán tuviera una esposa.

Una esposa, una hija, un hijastro… Los magos no tenían familia. Un hechicero común y corriente como Aliso podía casarse o no, pero los hombres de verdadero poder eran célibes. Aliso podía imaginarse a aquel hombre sobre el lomo de un dragón, eso era bastante fácil, pero pensar en él como esposo y padre era otra cuestión. No podía concebirlo. Lo intentó. Le preguntó: —Tu… esposa… ¿Está ella entonces con su hijo?

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