Simon Hawke - El peregrino
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– Mi oficina ambulante, tal y como es -explicó Ankhor, conduciéndolos hacia el aposento mayor situado en la parte posterior de la tienda. Apartó a un lado el tapiz-. Por favor, entrad y poneos cómodos. Estábamos a punto de cenar. Nos honraríais si os unieseis a nosotros.
Nada más pasar al otro lado del faldón del tapiz que Ankhor sostenía a un lado, Sorak y Ryana se detuvieron en seco y contemplaron sorprendidos lo que tenían delante. La parte posterior de la tienda era mucho mayor que la antecámara delantera, y el suelo estaba cubierto de elegantes y gruesas alfombras drajianas delicadamente bordadas. Varios braseros encendidos dispuestos alrededor de la estancia despedían un cálido e íntimo resplandor, en tanto que el humo que producían desaparecía en espiral por un respiradero abierto en el techo de la tienda. De los braseros surgía el dulce olor acre de flores luna ardiendo, que no sólo servía para perfumar el ambiente en la tienda, sino también para mantener alejados a insectos molestos. Por todo el interior había esparcidos cómodos almohadones, deliciosamente bordados, y también junto a la larga mesa baja del centro, que se alzaba apenas unos treinta centímetros del suelo de la tienda. La mesa estaba cubierta de una colección de platos que habrían podido rivalizar con los que se servían en el palacio de un rey-hechicero. Había botellas de vino, garrafas de agua, jarras de miel de kank y marmitas de humeante té caliente hecho con hierbas del desierto. Estaba claro que a lord Ankhor le gustaba viajar con considerable lujo. No obstante, a pesar de la opulencia del entorno, fueron los otros ocupantes de la estancia lo que atrajo inmediatamente su atención. Sentados sobre cojines ante la mesa había dos hombres y una mujer.
Uno de los hombres era bastante más viejo que los otros, con una cabellera gris que le llegaba hasta los hombros y una luenga aunque bien cuidada barba. El rostro, de aspecto demacrado, estaba surcado de arrugas, pero los brillantes ojos azules eran vigilantes y enérgicos en su mirada. Iba vestido con una túnica tan magnífica como la de Ankhor, aunque mucho menos llamativa, y sobre la cabeza lucía una fina diadema de plata batida, grabada con el símbolo de la casa de Ankhor.
El otro hombre era mucho más joven, entre los veinte y los veinticinco años, de cabellos oscuros que le llegaban por debajo de los hombros, y un pequeño y bien cuidado estrecho bigote negro acompañado de una perilla, cultivados sin duda para parecer mayor. Vestía un chaleco de piel de erdlu sobre el pecho desnudo y musculoso, muñequeras a juego, pantalones rayados de suave piel de kirre y botas altas. Sus joyas, si no lo hacía su porte, lo revelaban como un joven de considerable categoría social, como también lo demostraba la daga adornada con piedras preciosas que llevaba al cinto.
Pero la mujer era la más llamativa de los tres. Era joven, aproximadamente de la misma edad que Ryana, y muy rubia, de largos cabellos dorados extremadamente finos que le caían como una cascada por los hombros. Los ojos eran de un sorprendente tono añil, y la belleza de su rostro iba a la par con la perfección de su cuerpo. Apenas si llevaba ropa, a excepción de un corpiño de delicada seda azul adornado con ceñidores de oro y una falda a juego que descansaba muy baja sobre las amplias caderas e iba abierta por ambos costados, permitiendo la máxima libertad de movimientos y revelando las largas y exquisitas piernas. Sus pies desnudos eran finos y limpios, sin señales de callos, y los delicados tobillos estaban ceñidos por pulseras de oro, igual que sus muñecas y brazos.
– Esta noche tenemos invitados a cenar, amigos míos -anunció lord Ankhor- Permitid que os presente a Sorak el Nómada, de quien ya os he hablado, y a su compañera la sacerdotisa… perdonad, señora, pero tontamente descuidé preguntar vuestro nombre.
– Ryana.
– La sacerdotisa Ryana -siguió Ankhor, dedicándole una leve reverencia-. Mis disculpas. Dejad que os presente a Lyanus, administrador de cuentas de la casa de Ankhor… -El hombre de más edad les dedicó una inclinación de cabeza mientras Ankhor proseguía con las presentaciones-… el vizconde Torian, de la principal familia noble de Gulg… -el barbudo joven moreno agradeció sus inclinaciones con un gesto apenas perceptible de la cabeza-… y por último, aunque en absoluto menos importante, su alteza, la princesa Korahna, hija menor de la más joven de las reinas consortes de su muy real majestad, el Rey Espectro de Nibenay.
4
Impresionante como era el grupo allí reunido, la última presentación dejó a Ryana sin respiración. ¡Una princesa real de Nibenay, e hija de un rey-hechicero, viajando en una caravana comercial! Resultaba totalmente inaudito. Los miembros de las casas reales athasianas abandonaban muy pocas veces sus opulentos y bien protegidos recintos palaciegos, y aún menos sus ciudades, y encontrar a esta delicada y mimada flor de la nobleza en un largo viaje con una caravana a través de todo lo ancho de los altiplanos athasianos carecía por completo de precedentes. Su presencia allí no sólo resultaba escandalosa, sino que también rompía con todas las tradiciones, y Ryana era incapaz de imaginar un motivo que hubiera conducido hasta allí a la princesa, y mucho menos que su familia lo hubiera permitido.
– Por favor, sentaos y uníos a nosotros -indicó lord Ankhor.
Totalmente sorprendida y aturdida, Ryana iba a aceptar la invitación, pero Sorak habló y rompió el hechizo.
– Mis más sinceras disculpas, lord Ankhor. No es mi intención ofender tu generosa hospitalidad, pero mis votos me impiden compartir el pan con un profanador. -Evitó mirar a la princesa, pero quedaba claro para todos los presentes que era a ella a quien se refería.
Ryana contuvo la respiración. Sus propios votos, desde luego, también le impedían aceptar la hospitalidad de un profanador, aunque se recordó que ya había comprometido sus votos como sacerdotisa villichi al abandonar el convento sin el permiso de la señora Varanna. Sorak no había tomado los votos villichis, pero ambos habían jurado seguir la Disciplina del Druida y la Senda del Protector, y éstos eran votos que Ryana estaba decidida a no romper. No obstante, al hablar así, Sorak había lanzado un insulto indescriptible contra la casa real de Nibenay. Era una ofensa imperdonable.
De modo sorprendente, el vizconde Torian lanzó una risita.
– Vaya, el elfling desde luego demuestra tener valor… se lo concedo.
Claro, se dijo Ryana, no era su familia la que había sido insultada. Las familias de Gulg, como las de otras ciudades, eran simples aristócratas, no realeza; y, si algunos de ellos estudiaban o practicaban las artes profanadoras, sabían muy bien que les convenía mantenerlo en secreto. Miró a la princesa para ver qué respondía, esperando un ataque de furia y la exigencia de que se le entregara la irrespetuosa lengua de Sorak, si no su vida. En lugar de ello, la princesa la dejó aún más estupefacta.
– Lord Ankhor conoce demasiado bien las complejidades de la diplomacia y las relaciones sociales para cometer el error de invitar a seguidores del Sendero a compartir el pan con una profanadora -dijo ella con aire congraciador, la voz tan sedosa como sus delicadas y reveladoras ropas-. Sin duda os habréis estado preguntando qué hace una princesa de Nibenay viajando en una caravana. Lo cierto es que he sido exiliada de mi tierra natal por cometer la imperdonable ofensa de jurar seguir la Disciplina del Druida. No romperéis vuestros votos si compartís nuestra mesa, porque también yo soy una discípula.
– ¿Vos? -se extrañó Ryana-. ¡Pero sois la hija de un rey-hechicero! ¿Cómo es eso posible?
– Mi madre me dio a luz cuando era muy joven -replicó la princesa Korahna-, y su disposición era tal que no quería molestarse en educar una criatura. La verdad es que eso es habitual en las familias reales, según he sabido. A mí me entregaron a un aya para que me criara, una de las templarias de palacio, y ésta, rompiendo con la tradición, me enseñó a leer. Aunque los templarios trabajan para los profanadores, guardan en sus bibliotecas copias de los escritos de los protectores, para mejor comprender su oposición. A los trece años, encontré algunos de esos escritos en su biblioteca y empecé a estudiarlos en secreto, por curiosidad al principio, aunque al final me convertí.
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