– Los peregrinos y los hermanos menores -explicó el goliardo- también se dirigen a Bardo. A la Santa Imagen de la Montaña, sabéis, la Virgen de Bardo…
– Lo sé -lo interrumpió Reynevan, al tiempo que se aseguraba de que nadie estuviera escuchando, en especial el recaudador que iba junto a su negro furgón-. Lo sé, señor… Tybald Raabe. Lo que no sé es…
– Parece ser que ha de ser así -lo cortó el goliardo-. No hagáis preguntas vanas, señor Reinmar. Y sed un Hagenau. Y no un Bielau. Así será más seguro.
– Estabas en Ziebice -adivinó Reynevan.
– Estaba. Y oí algunas cosas… En fin, lo suficiente como para asombrarme al veros aquí, en los bosques de Goleniow. Porque las nuevas proclamaban que estabais en una torre. Oh, la de pecadillos que se os imputaban… Cómo se comadreaba… Si no os conociera…
– Pero me conoces, pues.
– Os conozco. Y os aprecio. Por ello digo: venid con nosotros. A Bardo… ¡Por Dios! No la miréis tanto, señor. ¿No os basta con haberla andado persiguiendo por esos bosques?
Cuando la doncella que iba a la cabeza de la comitiva volvió la cabeza por vez primera, Reynevan casi dio un respingo. De la impresión. Y del asombro. Que hubiera podido confundir a aquel monstruito con Nicoletta. Con Catalina Biberstein.
Tenía los cabellos, cierto, casi del mismo color, claros como la paja, producto típico en Silesia de la mezcla de padres rubios de las riberas del río Elba con madres igualmente rubias de las orillas del Warta y el Prosna. Mas ahí se acababa todo parecido. Nicoletta tenía el cutis como el alabastro, la frente y la barbilla de la muchacha estaban decoradas con pústulas. Nicoletta tenía ojos azules como las flores del trigo, los de la muchacha llena de granos eran anodinos, acuosos y saltones como los de una rana, lo que se podía achacar al miedo. La nariz era demasiado pequeña y roma, en cambio tenía los labios demasiado anchos y pálidos. Habiendo al parecer oído campanas acerca de las modas del momento, se había afeitado las cejas, aunque con fatales resultados: en lugar de tener un aspecto a la moda, parecía una tonta. La impresión la culminaban sus vestidos: llevaba un trivial gorrito de piel de conejo y debajo de la capa un vestido gris, sencillamente cortado, cosido con lana mala y sin cardar. Catalina Biberstein, con toda seguridad, se habría vestido mejor.
Vaya un monstruito, pensó Reynevan, pobre monstruito. No le faltan más que cicatrices de viruela. Pero tiene toda la vida por delante.
El caballero que cabalgaba al lado de la muchacha, no era posible pasarlo por alto, ya había pasado las viruelas, su corta barba gris no cubría las cicatrices. Las riendas del bayo en el que iba estaban muy gastadas y el tipo de cota de malla que vestía no se llevaba desde la batalla de Legnica. Un hidalgo pobre, pensó Reynevan, como muchos otros. Un vassus vassallorum de la baja nobleza. Lleva a la hija a un convento. ¿Porque si no, adonde? ¿Quién querría a alguien así? Sólo las clarisas o las monjas del Císter.
– Dejad de mirarla -le susurró el goliardo-. No es de recibo.
En fin, efectivamente, no era de recibo. Reynevan suspiró y volvió la vista, concentrándose por completo en los robles y ojaranzos que crecían a las lindes del camino. Pero ya era demasiado tarde.
El goliardo maldijo por lo bajo. El caballero vestido con cota de malla legnisana detuvo al caballo y esperó a que se pusieran a su altura. La expresión de la cara la tenía sombría y seria. Alzó orgulloso la cabeza, apoyó un puño en la cadera, junto a la empuñadura de la espada. La cual estaba tan pasada de moda como la cota de malla.
– El noble señor Hartwig von Stietencron. -Tybald Raabe carraspeó e hizo las presentaciones-. Don Reinmar von Hagenau.
El noble Hartwig von Stietencron contempló a Reynevan durante un instante, pero, pese a lo que éste esperaba, no preguntó acerca de parentescos con el célebre vate.
– Amedrentasteisme la hija, señor -afirmó con altanería-. Cuando la perseguisteis.
– Mil perdones os pido. -Reynevan hizo una reverencia, sintió cómo se le ruborizaban las mejillas-. La seguí, ciertamente… por equívoco. Os pido que me perdonéis. Y a ella, si lo permitís, se lo pido, de rodillas…
– No os arrodilléis. -El caballero lo cortó-. Dejadla en paz. Medrosa es. Apocada. Mas buena hija. La llevo a Bardo…
– ¿Al convento?
– ¿Por qué tal juzgáis? -El caballero frunció el ceño.
– Porque pío y devoto parecéis. -El goliardo salvó a Reynevan de la situación-. Píos y devotos ambos parecéis.
El noble Hartwig von Stietencron se inclinó en su silla, gargajeó y escupió, para nada pío y en absoluto caballeroso.
– Dejadme en paz a la hija, señor Von Hagenau -repitió-. Del todo. ¿Entendido?
– Entendido.
– Bien. Mis respetos.
Algo así como una hora después, el carro cubierto con la lona negra se atrancó en el barro, para sacarlo hubo que emplear todas las fuerzas al alcance, sin descontar a los hermanos menores. No hay que decir que no se rebajaron al trabajo físico ni la nobleza, es decir, Reynevan y Von Stietencron, ni la cultura y el arte, en la persona de Tybald Raabe. El recaudador castoril se puso muy nervioso con el incidente, corría, maldecía, daba órdenes, miraba con desasosiego al bosque. Debió de advertir la mirada de Reynevan, porque apenas se liberó al vehículo y la comitiva reemprendió la marcha, consideró necesario explicar sus razones.
– Habéis de saber -comenzó, introduciendo el caballo entre Reynevan y el goliardo- que se trata de la carga que transporto. Doy fe, no es cualquier cosa.
Reynevan no dijo nada. Sabía bien de todos modos de qué se trataba.
– Sí, sí. -El recaudador bajó la voz, miró a su alrededor con cierto miedo-. No llevamos cualquier menudencia en el carro. A otro no se lo diría, mas vos sois al fin y al cabo un noble, de buena familia y se os ve en los ojos que honrado. De modo que os lo diré: llevamos los impuestos recaudados.
Hizo otra pausa, aguardando preguntas curiosas. Mas fue en balde.
– Un impuesto -continuó- acordado en el Reichstag de Frankfurt. Especial, sólo una vez. Para la guerra contra los herejes checos. Cada uno paga según sus haberes. El caballero cinco gúldenes, el barón diez, el clérigo cinco de cien de sus ingresos anuales. ¿Entendéis?
– Entiendo.
– Y yo soy el recaudador. Lo que se junta, lo transporto en el carro. En un cofre. Y no hay poco, habéis de saber, porque en Ziebice no de un barón cualquiera sino de los Fúcar recaudé. No os ha pues de sorprender que vaya con precaución. No hace ni una semana que me asaltaron. No lejos de Rychbach, una aldea cabe Lutomia.
Reynevan tampoco habló ahora, ni preguntó. Sólo asentía con la cabeza.
– Caballeros de rapiña. ¡Una tropa de miedo! El mismo Paszko Rymbaba, lo conocieron. Doy fe, nos habrían dado muerte, por suerte apareció el señor Seidlitz en nuestro socorro, echó a los bellacos. A él una herida se le asestó en la lucha, lo que le hizo montar en terrible cólera. Juró que le pagarían los raubritter y, doy fe, mantendrá la palabra, pues los Seidlitz son rencorosos.
Reynevan se pasó la lengua por los labios, mientras seguía asintiendo maquinalmente.
– Gritó en su cólera el señor Seidlitz que los capturaría a todos y que les daría leña, les daría tormento de tal modo que ni el mismo duque de Cieszyn, Noszak, le diera al bandido Chrzan, sabéis, el que le mató al su hijo, al joven duque Przemek. ¿Os acordáis? Mandólo subir a un caballo de cobre lleno de agua hirviendo y con tenazas y garfios desgarrarle el cuerpo… ¿Lo recordáis? Ja, veo por vuestro gesto que lo recordáis.
– Mmm.
– Bien estuvo que pudiera decirle al señor Seidlitz quiénes fueran los tales ladrones. Paszko, como antes dijera, Rymbaba, y donde está Paszko, allí está también Kuno Wittram, y donde estos dos, doy fe, también Notker Weyrach, viejo bandolero. Mas también otros estuvieron, también a éstos se los describí al señor Seidlitz. Un truhán gigantón, de jeta boba, doy fe, un desvariado. Un tipejo menos grande, narigón, lo miras y sabes: un bribón. Y aun un polluelo, un jovencito, con vuestros años, de apostura parecida a la vuestra, incluso un poco parecido a vos, me da la impresión… Pero no, qué digo, vos sois un joven hermoso, de perfil noble, igualito, igualito que San Sebastián en los retablos. Y a aquel otro se le veía en los ojos que era un bergante.
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