Andrzej Sapkowski - Narrenturm

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El fin del mundo no llegó en el Año del Señor de 1420, aunque señales muchas hubo de que así había de ser…
Transcurre la turbulenta primera mitad del siglo XV en Silesia, un país entre los grandes reinos polacos, alemanes y bohemios. Los seguidores de la herejía fundada por Jan Hus – los husitas – se extienden por la región. Aceptada por pobres y villanos, la nueva fe produce convulsiones sociales y políticas. Los grandes señores están divididos: algunos se muestran a favor de los husitas, otros en contra. La poderosa Iglesia de Roma lanza una cruzada tras otra contra los herejes, intentando destruirlos. La horca y la antorcha recorren los campos del corazón de Europa. Pero los espías husitas están por todas partes y sus ejércitos, formados por campesinos y aldeanos, derrotan a los nobles y los pasan a cuchillo.
Reinmar de Bielau, llamado Reynevan, es un joven noble silesio, un médico estudioso de la alquimia y ferviente partidario de trovadores y minnesanger. Su apasionamiento por una mujer casada lo llevará a enfrentarse a una poderosa familia, los Sterz. Perseguido por encargo de ellos, Reynevan huye por todo el centro de Europa, escondiéndose de los asesinos a sueldo. En un principio la huida es poco más que un juego, pero pronto las cosas empiezan a complicarse.
Reynevan no lo sabe, pero la huida emprendida transformará por completo su vida. Encontrará así el verdadero amor y la verdadera amistad, vivirá aventuras y peligros, y por fin participará en la guerra del lado de los más débiles. O al menos eso cree.
La Trilogía de las Guerras Husitas iniciada con Narrenturm y que continúa con Los guerreros de Dios y Lux perpetua es un tour de forcé literario. Narrada como una novela de aventuras medievales, en ella el estilo de Sapkowski es rico y variado. Contiene fragmentos dignos de un Miguel de Cervantes pasado por una turmix psicodélica, está llena de diálogos desternillantes y sin embargo preñados de sentido filosófico, hay escenas brutales y violentas mostradas en toda su desnudez. La Trilogía es tanto una novela picaresca como un bildungsroman o novela de iniciación, en la que los héroes crecen y maduran con el paso del tiempo; es también un tratado moral acerca de los peligros del fanatismo, una divertida revisión de los mitos de la alquimia y la brujería medievales, y una exacta descripción histórica de una época y una región extraordinariamente atractivas.
Narrenturm ("La torre de los locos") es una especie de El nombre de la rosa de nuestros tiempos, menos enrevesada que la obra de Umberto Eco, más profunda en su carga de sentimientos, más divertida y accesible en su técnica literaria. En definitiva: un placer para el lector.

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– ¡A por ellos!

Falconetes y ribadoquines escupieron fuego y plomo, tronaron arcabuces y pasavolantes, silbaron los virotes. Una lluvia mortal de proyectiles barrió a los defensores del muro. La segunda salva, esta vez de proyectiles incendiarios, se derramó sobre los tejados de las casas como pájaros de fuego. De una barricada elevada rugió una bombarda, cubriendo toda la zona de la puerta de un denso y apestoso humo. La puerta no aguantó el embate de una bala de piedra de cincuenta libras, se deshizo en pedazos. Los atacantes se lanzaron por la brecha. Otros, como si fueran hormigas, treparon a los muros por las escalas. La condena a muerte sobre la ciudad cayó en el espacio de algunos minutos. Sólo la ejecución se demoró unos instantes. Pero no demasiado.

– ¡A ellos, maaataaad!

Un salvaje grito, aullidos, un alboroto que erizaba los cabellos.

Bardo estaba muriendo. Moría al son de sus campanas. Las campanas de Bardo, que todavía sólo unos instantes antes tocaban sonoramente a rebato, que sólo un instante antes doblaban desafiantes como una llamada a las armas, se tornaron desesperadas como un grito de socorro. Hasta que por fin se convirtieron en el espasmódico, caótico, aterrorizado quejido de un agonizante. Y como un agonizante fueron apagándose, ahogándose en un estertor, sofocándose. Por fin se callaron, enmudecieron por completo. Y casi en aquel mismo momento ambos campanarios se cubrieron de humo, ennegrecieron sobre un fondo de llamas. Llamas que se alzaban hacia el cielo, se diría, transportando por los aires el alma de una ciudad que acababa de morir.

Porque la ciudad de Bardo había muerto. El fuego furioso no era más que la pira funeraria. Y el grito de los asesinados, su epitafio.

Al cabo de poco tiempo salió de la ciudad una hilera de refugiados: mujeres, niños y aquéllos a los que los husitas permitían salir. Los refugiados eran revisados cuidadosamente por los campesinos informantes. Cada cierto tiempo se reconocía a alguien. Lo sacaban. Y lo liquidaban.

Delante de Reynevan una aldeana con un manto señaló a los husitas a un hombre joven. Lo arrastraron y, cuando le quitaron el sombrero, su melena cortada a la moda reveló a un caballero. La aldeana le dijo algo a Ambrós y Hlusicka. Hlusicka impartió una corta orden. Los mayales se alzaron y cayeron. El caballero cayó a tierra, una vez en el suelo lo masacraron con bieldos y chuzos.

La aldeana se quitó la capucha, mostrando una gruesa trenza rubia. Y se fue. Cojeando. De una forma tan característica que Reynevan supo diagnosticar un defecto de nacimiento de la cadera. Al irse le envió una mirada muy significativa. Lo había reconocido.

Se estaba sacando el botín de Bardo, de entre el infierno de fuego y nubes de humo salía una procesión de bohemios cargados con los más diversos enseres. Los trofeos los cargaban en carros. Se buscaron bueyes y caballos.

Al final de toda la procesión salió de la ciudad en llamas Sansón Mieles. Estaba negro de hollín, acá y allá tenía quemaduras, tampoco tenía cejas ni pestañas. Llevaba en las manos a un joven gato, una criaturilla blanquinegra de piel erizada y de grandes ojos salvajes y asustados. El gato clavaba sus uñas nervioso en la manga de Sansón y cada cierto tiempo abría la boquilla sin soltar un sonido.

El rostro de Ambrós era como de piedra. Reynevan y Scharley guardaban silencio. Sansón se acercó, se detuvo.

– Ayer por la noche pensaba en salvar el mundo -dijo con voz suave y cálida-. Esta mañana en salvar a la humanidad. Pero en fin, hay que tomar tareas a la medida de nuestras fuerzas. Y salvar lo que se pueda.

Habiendo saqueado Bardo, el ejército de Ambrós giró hacia el oeste, hacia Broumovo, dejando en la nieve blanca y reciente una gran huella negra.

La caballería se dividió. Una parte, con Brázda de Klinstejn, cabalgó por delante, lo que se denominaba predvoj, o sea vanguardia. El resto, unos treinta caballos, bajo el mando de Oldrich Halada, constituían la retaguardia. Entre ellos se encontraban Reynevan, Scharley y Sansón.

Scharley silboteaba, Sansón callaba. Reynevan, que iba al lado de Halada, escuchaba las lecciones que se le impartían, tomaba buenas costumbres y se libraba de las malas. En lo tocante a estas últimas, le enseñaba Halada con voz severa, se incluye el uso del nombre «husita», puesto que así sólo hablan lo enemigos, los papistas y gentes en general malignas. Se había de decir «ortodoxos», «buenos bohemios» o «guerreros de Dios». El ejército de Hradec Králové, le siguió enseñando el hetmán de los guerreros de Dios, es el brazo armado de los Huérfanos, es decir de los creyentes dejados huérfanos por el grande y llorado Jan Zizka. Mientras Zizka viviera, por supuesto, aún no había Huérfanos, se llamaban entonces Tabor Nuevo o Menor, y esto, para diferenciarse del Tabor Antiguo, es decir, de los taboritas. Zizka fundó el Tabor Nuevo o Menor apoyándose en los orebitas, es decir, aquellos creyentes que se reunían en la cima del monte Oreb, no lejos de Trebechovice, a diferencia de los taboritas, que se reunían en la cima del Tabor, junto al río Luznice y que allí habían construido su ciudad. No se debía, explicó severo el creyente hetmán, mezclar a los Huérfanos con el Tabor Nuevo, a los orebitas con los taboritas, y ya una exageración digna de castigo era el relacionar a cualquiera de estos grupos con los calixtinos de Praga. Si aún en la Ciudad Nueva de Praga se podía encontrar a verdaderos creyentes, le enseñaba el orebita de una montaña no muy lejos de Trebechovice, la Ciudad Vieja es un nido de moderados pactistas, llamados calixtinos o utraquistas, y con ellos los buenos bohemios no quieren verse relacionados y tampoco debieran. Pero tampoco a los praguenses se debe llamar «husitas», así hablan sólo los enemigos.

Reynevan se balanceaba en su silla un tanto adormilado y cada cierto tiempo afirmaba que entendía, lo que no era cierto. Otra vez comenzó a caer la nieve, pronto se transformó en una tormenta.

Al otro lado del bosque, en el cruce de caminos, cerca del arruinado Wojbórz, se erguía una cruz de piedra penitencial, uno de los recordatorios de crimen y remordimiento que eran tan numerosos en Silesia. El día anterior, cuando habían quemado Wojbórz, Reynevan no había advertido la cruz. Era por la tarde, estaba oscuro, nevaba. Se podían pasar muchas cosas desapercibidas.

La cruz tenía los brazos terminados en forma de hojas de trébol. Junto a ella había dos carros, no de guerra, sino normales y corrientes, para el transporte de carga. Uno estaba muy inclinado a un lado, la rueda apoyada en el cubo de la rueda tenía los radios completamente destrozados. Cuatro personas estaban intentando sin resultado levantar el carro para que otros dos pudieran sacar la rueda rota y colocar una de repuesto.

– ¡Ayudad! -gritó uno-. ¡Hermanos!

– ¡Descargad el carro! -dijo Halada-. ¡Será más leve!

– No sólo la rueda es -le respondió el carrero-. ¡También se jodio el yugo, no hay cómo enganchar! ¡Que alguno se adelante y vuelva con un yugo! Entonces descargamos las cosas…

– Que se lleve el diablo las cosas. ¿No veis cómo pega la nieve? ¿Queréis quedaros?

– ¡Pena de cosas!

– ¿Y no te da pena tu culo? Puede que nos anden persiguiendo…

La voz se le trabó a Halada en la garganta. Porque en mala, mala hora pronunció aquellas palabras.

Relincharon unos caballos, salió del bosque una hilera de caballeros con armadura completa. Había como unos treinta, en su mayoría sanjuanistas.

Iban al paso, todos iguales, disciplinados, ningún caballo llevaba la nariz siquiera una pulgada por delante.

Por el otro lado de la carretera salió de entre los árboles otro destacamento, igualmente numeroso. Bajo el estandarte de la cabeza de cordero de los Haugwitz. Acercándose en una fila cerrada, los caballeros les cortaron hábilmente a los Huérfanos el camino de huida.

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