Andrzej Sapkowski - La Dama del Lago

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Fin de la saga. La guerra resuena aún con fuerza sus tambores, y parece que con más virulencia después de un cambio inesperado en el acostumbrado dominio bélico de Nilfgaard. Las tramas políticas y las venganzas personales se cruzan y suceden por las páginas, y permean nuestra historia. Sin embargo, parte de la excepcionalidad del mundo de Rivia está en que su lucha, siendo aún más transcendental que aquella política, aunque menos evidente, acontece no en los campos de batalla y las trincheras, si no en la multidimensionalidad del espacio y el tiempo.
La incerteza está en su mayor apogeo tanto en la trama como entre nuestros tres personales principales. Yennefer, Geralt y Ciri se mantienen distantes e ignorantes el uno respecto a los demás. Los tres pivotan de forma independiente, con su propio círculo de perfectos personajes secundarios y dentro de sus propias tramas, en historias con entidad propia. Sin embargo, este es el tomo en el que se percibe más claramente la mutua necesidad… y lo inevitable de su reencuentro. Se refuerzan los lazos alrededor del esquema familiar. Geralt y Ciri ganan todavía más peso e identidad, quizás de forma algo redundante en un Geralt bastante consolidado, pero no así en el caso de una Ciri en pleno proceso de madurez y autonomía personales.
Sapkowski destila en La dama del lago una imaginación desbordante. Construye reflexiones de calado en la distancia de una frase. Yergue ideas con la velocidad de una imagen. Deja en el lector un sentimiento de amor y cariño por los demás, si bien bañado con el pesimismo de quién, habiendo visto con sus propios ojos lo ilimitado de la crueldad y la estupidez humanas, desconfía de la capacidad de reacción de aquellos capaces de albergar y desplegar tanto mal.

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– Puede, puede, no tengas miedo. Yo soy una bruja. ¿Has oído hablar de ello alguna vez? Eh, por supuesto que no lo has oído. Y a mí no me amedrentan esos tus enanos. Tengo bastantes amigos entre los menudos.

Seguro, pensó.

– ¿Dama del Lago?

– Me llamo Ciri. No me llames Dama del Lago. Me trae recuerdos desagradables, penosos, nefastos. Así me llamaban ellos, en el País… ¿Cómo has llamado a ese país?

– Faérie. O, como dicen los druidas: Annwn. Y los sajones lo llaman Elfland.

– Elfland… -Se cubrió los hombros con una manta picta a cuadros-. He estado allí, ¿sabes? Entré en la Torre de la Golondrina y cataplúm, ya estaba entre los elfos. Y ellos me llamaban precisamente así. Dama del Lago. Al principio hasta me gustaba. Me halagaba. Hasta el momento en que comprendí que en aquel país, en aquella torre y junto a aquel lago no era yo señora, sino cautiva.

– ¿Fue allí -él no lo resistió- donde os manchasteis la camisa de sangre?

Calló durante largo rato.

– No -dijo por fin, y la voz, le dio la impresión, le temblaba ligeramente-. Allí no. Tienes ojos agudos. En fin, no se puede huir de la verdad, no hay por qué meter la cabeza en la arena… Sí, Galahad. Me he manchado a menudo en los últimos tiempos. Con la sangre de los enemigos a los que maté. Y con la sangre de los amigos a los que intentaba salvar… y que murieron en mis manos… ¿Por qué me miras así?

– No sé si seáis de origen etéreo o acaso la dama de la muerte… O una de las diosas… O acaso seáis habitante de los celestiales valles…

– Al grano, por merced.

– Me gustaría -los ojos de Galahad ardían- escuchar vuestra historia. ¿Querríais contarla, oh, señora?

– Es larga.

– Tenemos tiempo.

– Y no acaba demasiado bien.

– No lo creo.

– ¿Por qué?

– Cantabais cuando os bañabais en el lago.

– Eres observador. -Volvió la cabeza, apretó los labios y su rostro se arrugó y afeó de pronto-. Sí, eres observador. Pero muy inocente.

– Contadme vuestra historia. Por favor.

– En fin -suspiró-. Bien, si quieres… Te la contaré.

Se sentó con mayor comodidad. Y él también se sentó con mayor comodidad. Los caballos se acercaron al borde del bosque, mordisqueando hierbas y helechos.

– Desde el principio -le pidió Galahad-. Desde el mismo principio…

– Esta historia -dijo ella al cabo, bien apretada en la manta picta- me parece a mí cada vez más una historia que no tiene principio. Tampoco tengo la seguridad de que se haya terminado. Has de saber que el pasado y el futuro se entremezclan terriblemente. Incluso hubo cierto elfo que me dijo que es como esa serpiente que clava los dientes en su propia cola. Esta serpiente, para que lo sepas, llámase Uroboros. Y el que muerda su propia cola significa que el círculo está cerrado. En cualquier instante se esconden a la vez el pasado, el presente y el futuro. En cualquier instante se encuentra la eternidad. ¿Entiendes?

– No.

– No importa.

Capítulo 2

Era En verdad os digo, quien cree en los sueños es como aquél que quiere atrapar los vientos o aferrar la sombra. Se engaña con imágenes de curvo y falaz espejo que miente o discurre despropósitos cual mujer de parió. De modo que necio es quien a las visiones de los sueños concede crédito y se adentra en el camino de las quimeras. Mas todo aquél que precie de menos los sueños y en nada los tenga, procede también con poco seso. ¿Pues acaso si los sueños no hubieran de tener sentido alguno, nos habrían dotado los dioses de la capacidad de soñar?

La sabiduría del profeta Lebioda, 34:1

*****

All we see or seem

Is but a dream within a dream

Edgar Allan Poe

*****

Un vientecillo arrugó la superficie del agua, que bullía como una cazuela, y desterró los dispersos retazos de niebla. Los escálamos chirriaban y golpeteaban rítmicamente, las palas de los remos sembraban una granizada de brillantes gotitas. Condwiramurs apoyó la mano en la borda. La barca navegaba a una velocidad tan lenta que el agua apenas se alzaba y caía sobre sus dedos.

– Ah, ah -dijo ella, confiriendo a la voz tanto sarcasmo como le fue posible-. ¡Pero qué deprisa! Si hasta parece que volamos sobre las olas. ¡La cabeza da vueltas!

El remero, un hombre bajo, torvo y compacto, gruñó algo ininteligible y rabioso, sin alzar siquiera la cabeza, cubierta de un cabello tan digno y crespo como el de una oveja caracul. La adepta estaba ya muy harta de los gruñidos, carraspeos y jadeos con los que aquel palurdo despachaba sus preguntas desde que ella había subido a la barca.

– Cuidado -dijo, marcando las palabras y manteniendo la calma con dificultad-. De remar con tanta fuerza le pueden dar a uno unas infosuras.

Esta vez el hombre alzó un rostro tostado, de piel tan oscura como si hubiera sido curtida. Murmuró, tosió, señaló con un movimiento de una barbilla cubierta de gris pelambre a una cabria de madera atada a la borda y una cuerda tensada por el movimiento de la barca que desaparecía en el agua. Convencido a todas luces de que la explicación había sido suficiente, continuó remando. Al mismo ritmo que antes. Remos arriba. Pausa. Remos hasta la mitad de las palas en el agua. Larga pausa. Remada. Una pausa todavía más larga.

– Ajá -dijo Condwiramurs con soltura mientras miraba al cielo-. Entiendo. Lo importante es el señuelo que va arrastrando detrás de la barca, que debe moverse a la correspondiente velocidad y a una profundidad apropiada. Lo importante es la pesca. El resto no importa.

Era algo tan evidente que el hombre ni siquiera se tomó la molestia de gruñir o carraspear.

– ¿A quién le puede interesar -continuó Condwiramurs su monólogo- el que lleve viajando toda la noche? ¿Que esté hambrienta? ¿Que el trasero me pique y me duela por culpa de este banco duro y húmedo? ¿Que tenga ganas de mear? No importa, lo importante es la pesca de arrastre. Y al fin y al cabo para nada. El señuelo que llevamos arrastrando horizontalmente en medio de la corriente no va a capturar nada en una arcilla de veinte brazas de profundidad.

El hombre alzó la cabeza, la miró con una expresión amenazadora y refunfuñó en un tono muy, pero que muy hostil. Relucieron los dientes de Condwiramurs, contenta consigo misma. El palurdo seguía remando con lentitud. Estaba enfadado. Se dejó caer sobre el banco de popa y cruzó las piernas. De forma tal que en el doblez de la falda se viera mucho.

El hombre gruñó, apretó sobre los remos sus manos callosas, haciendo como que no miraba más que la cuerda de arrastre. Por supuesto, ni se le ocurrió apresurar la velocidad de su remado. La adepta suspiró resignada y se entretuvo en observar el cielo. Los escálamos chirriaban, brillantes gotitas salpicaban desde las palas de los remos. Entre la niebla que se iba alzando rápidamente fue surgiendo el borroso contorno de una isla. Y alzándose sobre ella el oscuro y abombado obelisco de una torre. El palurdo, aunque sentado de espaldas y sin poder verlo, reconoció de alguna forma que ya casi habían llegado. Sin apresurarse, colocó los remos en la borda, se levantó, comenzó a coger poco a poco la cuerda con la cabria. Condwiramurs, todavía con las piernas cruzadas, silboteó mientras miraba al cielo.

El hombre recogió del todo la cuerda, echó un vistazo al señuelo, un gran cucharón de hojalata con un gancho de tres puntas y una mosca de lana roja.

– Ay, ay -dijo Condwiramurs con voz dulce-. No hemos pillado nada, oh, qué pena. Qué raro, ¿por qué tenemos tan mala suerte? ¿No será que la barca iba demasiado deprisa?

El hombre le lanzó una mirada que decía cosas muy feas. Se sentó, carraspeó, escupió por la borda, agarró los remos con sus manos nudosas, estiró la espalda. Los remos chapotearon, se agitaron en los escálamos, la barca se lanzó por el lago como una flecha, el agua se «remolinaba con un rumor en la proa, giraba alejándose de la popa. Recorrieron la distancia de un cuarto de tiro de arco que les separaba de la isla en menos de dos gruñidos. La barca se empotró en la arena can tal ímpetu que Condwiramurs se cayó del banco. El hombre gruñó, carraspeó y escupió. La adepta sabía que traducido a la lengua de la gente civilizada significaba: lárgate de mi barca, arpía sabihonda. También sabía que no podía contar con que la llevara en brazos. Se quitó los zapatos, alzó la falda hasta una altura provocadora y bajó de la nave. Se tragó una maldición porque las conchas se le clavaban dolorosamente en los pies.

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