Andrzej Sapkowski - La Dama del Lago

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Fin de la saga. La guerra resuena aún con fuerza sus tambores, y parece que con más virulencia después de un cambio inesperado en el acostumbrado dominio bélico de Nilfgaard. Las tramas políticas y las venganzas personales se cruzan y suceden por las páginas, y permean nuestra historia. Sin embargo, parte de la excepcionalidad del mundo de Rivia está en que su lucha, siendo aún más transcendental que aquella política, aunque menos evidente, acontece no en los campos de batalla y las trincheras, si no en la multidimensionalidad del espacio y el tiempo.
La incerteza está en su mayor apogeo tanto en la trama como entre nuestros tres personales principales. Yennefer, Geralt y Ciri se mantienen distantes e ignorantes el uno respecto a los demás. Los tres pivotan de forma independiente, con su propio círculo de perfectos personajes secundarios y dentro de sus propias tramas, en historias con entidad propia. Sin embargo, este es el tomo en el que se percibe más claramente la mutua necesidad… y lo inevitable de su reencuentro. Se refuerzan los lazos alrededor del esquema familiar. Geralt y Ciri ganan todavía más peso e identidad, quizás de forma algo redundante en un Geralt bastante consolidado, pero no así en el caso de una Ciri en pleno proceso de madurez y autonomía personales.
Sapkowski destila en La dama del lago una imaginación desbordante. Construye reflexiones de calado en la distancia de una frase. Yergue ideas con la velocidad de una imagen. Deja en el lector un sentimiento de amor y cariño por los demás, si bien bañado con el pesimismo de quién, habiendo visto con sus propios ojos lo ilimitado de la crueldad y la estupidez humanas, desconfía de la capacidad de reacción de aquellos capaces de albergar y desplegar tanto mal.

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– El señor vizconde Julián -dijo el chambelán, frunciendo la nariz- es huésped extraordinariamente honorable. Como tal se sentará a la derecha de su señoría.

– Claro -repitió el brujo, serio como la misma muerte-. ¿Y en lo que a nosotros respecta no aclaró cuáles son nuestros rangos, títulos y honores?

– Aclaró -el chambelán carraspeó- sólo que vuesas mercedes se hallan de incógnito en trabajos caballerescos, y ciertos pormenores tales como vuestros verdaderos nombres, pabellones y títulos no os es dado revelar a causa de un juramento de armas.

– Ciertamente así es. ¿Entonces cuál es el problema?

– ¡Pues que yo tengo que disponer la mesa! Huéspedes sois, amén de conmilitones del señor vizconde, así que de todos modos habré de sentaros cerca de la cabeza de la mesa… Entre los barones. Mas no puede ser que todos seáis iguales, dignos señores y dignas señoras, puesto que nunca es así que todos sean iguales. Si alguno de vosotros por rango o nacimiento fuera más alto, debiera sentarse a la mesa principal, junto a la condesa…

– Él -el brujo señaló sin vacilación al vampiro, el cual no lejos de allí admiraba con profunda concentración un gobelino que ocupaba casi toda la pared- es conde. Pero chitón. Es un secreto.

– Comprendo. -El chambelán por poco no se atragantó de la impresión-. Siendo así… Lo colocaré a la derecha de la condesa Notturna, noble y agraciada tía de la señora condesa.

– No lo lamentaréis, ni vos, ni la tía. -Geralt tenía un rostro como de piedra-. No tiene él igual ni en maneras, ni en el arte de la conversación.

– Complacido estoy de oírlo. Vos por vuestra parte, señor de Rivia, os sentaréis junto a la venerable doña Fringilla. Así manda la tradición. La llevasteis a la Cuba, así que sois… hummm… su caballero, por así decirlo…

– Comprendido.

– Estupendo. Ah, señor conde…

– ¿Cómo? -se asombró el vampiro, que acababa de alejarse del tapiz que mostraba una escena de lucha de gigantes con cíclopes.

– Nada, nada -sonrió Geralt-, sólo conversábamos.

– Ajá. -Regis afirmó con la cabeza-. No sé si lo habéis advertido… Pero aquel cíclope, en el gobelino, oh, ése, el de la porra… Mirad los dedos de su pie. Él, atrevámonos a decirlo, tiene dos pies izquierdos.

– Ciertamente -confirmó el chambelán Le Goff sin una pizca de asombro-. Hay más de los tales gobelinos en Beauclair. El maestro que lo tejió era un verdadero maestro. Pero bebía muchísimo. Como artista que era.

*****

– Ya es hora -dijo el brujo, evitando la mirada de las muchachas excitadas por el vino y que le atisbában a hurtadillas desde la mesa donde se entretenían con las profecías-. Vayámonos, Reynart. Paguemos, subamos a los caballos y vayamos a Beauclair.

– Sé adonde te corre tanta prisa. -El caballero enseñó sus dientes-. No tengas miedo, la de los ojos verdes te está esperando. Apenas es medianoche. Cuéntame del banquete.

– Te lo cuento y nos vamos.

– Nos vamos.

*****

La vista de lo que estaba colocado en una gigantesca mesa en forma de herradura recordaba explícitamente que el otoño ya estaba pasando y que se iba hacia el invierno. Entre las viandas que se apilaban en fuentes y bandejas dominaba la caza en todas sus versiones y formas posibles. Había allí grandes cuartos de jabalí, muslos y solomillos de ciervo, diversos tipos de foie gras, gelatinas y rosadas lonjas de carne, todo con otoñal guarnición de setas, arándanos, mermelada de ciruelas y salsa de escaramujo. Había aves de otoño, ave lira, urogallo, pavo real, servidas con decoración de plumas y colas, había gallina pintada al horno, codornices y perdices, cercetas, chochas, gangas y tordos. Había allí también verdaderas delicatessen, como zorzales asados en una pieza, sin destriparlos, puesto que las bayas de enebro de las que están llenas las entrañas de estos pequeños pájaros obran de especia natural. Había allí también truchas asalmonadas de los lagos montaraces, había sandías, había hígados de Iotas y lucios. Un acento verde lo ponían las collejas, un tipo de lechuga del otoño tardío que, si surgía tal necesidad, era posible hasta rebuscar bajo la nieve.

El muérdago sustituía a las flores.

En mitad de la parte superior de la herradura de la mesa de honor a la que se sentaban la condesa Anarietta y los invitados más importantes, sobre una gran bandeja de plata colocaron la decoración de la velada. Entre trufas, flores hechas de zanahoria, limones partidos por la mitad y corazones de alcachofa descansaba un enorme esturión y sobre su lomo había una garza que se sostenía sobre un solo pie y asada de una pieza que sujetaba en su pico alzado un anillo de oro.

– Juro por esta garza -gritó, levantándose y alzando la copa, Peyrac-Peyran, el caballero de la cabeza de toro en el escudo, bien conocido del brujo-. ¡Por esta garza juro defender el honor y el orgullo caballerescos y doy mi palabra y prometo que nunca, pero nunca, le dejaré el campo a nadie!

El juramento fue gratificado con una ronca ovación. Y luego se liaron con la comida.

– ¡Juro por esta garza! -gritó otro caballero con unos agresivos bigotes retorcidos hacia arriba como una escoba-. ¡Juro defender hasta la última gota de sangre en mis venas las fronteras de su señoría Anna Henrietta! ¡Y para demostrar mejor mi lealtad, juro mandar que pinten en mi escudo una garza y luchar de incógnito durante un año, escondiendo mi nombre y pabellón y haciéndome llamar el Caballero de la Garza Blanca! ¡Salud a nuestra señora la condesa!

– ¡Salud! ¡Suerte! ¡Viva! ¡Viva nuestra señora!

Anarietta agradeció con un leve ademán de su cabeza decorada con una diadema de diamantes. Llevaba tantos diamantes con ella que sólo con pasar al lado ya hubiera arañado el cristal. Junto a ella estaba sentado Jaskier, riéndose como un tonto. Un poco más allá, entre dos matronas, estaba sentado Emiel Regis. Iba vestido con un caftán de terciopelo negro con el que tenía aspecto de vampiro. Servía a las matronas y las entretenía con su conversación, que ellas escuchaban fascinadas. Geralt cogió un cuenco con una perca cubierta de perejil, sirvo a Fringilla Vigo, que estaba sentada a su izquierda, vestida con un traje de atlas violeta y un hermosísimo collar de amatistas que se disponía graciosamente sobre su escote. Fringilla, observándolo por debajo de sus negras pestañas, alzó la copa y sonrió enigmáticamente.

– A tu salud, Geralt. Me alegro de que nos hayan sentado juntos.

– Antes que acabes, no te alabes. -Le devolvió la sonrisa; estaba, al fin y al cabo, de buen humor-. Apenas ha comenzado el banquete.

– Al contrario. Lleva ya lo suficiente como para que me lances un piropo. ¿Cuánto voy a tener que esperar todavía?

– Eres extraordinariamente hermosa.

– ¡Tranquilo, tranquilo, con más moderación! -Sonrió, y él hubiera jurado que de todo corazón-. A esta velocidad da miedo pensar adonde podemos llegar antes de que termine el banquete. Comencemos por… Hum… Di que tengo un vestido muy bonito y que me sienta muy bien el violeta.

– Te sienta muy bien el violeta. Aunque a mí, lo reconozco, me gustabas más de blanco.

Geralt distinguió un desafío en sus ojos color esmeralda. Le dio miedo aceptarlo. Su buen humor no llegaba hasta ese punto.

Enfrente habían puesto a Cahir y Milva. Cahir estaba sentado entre dos nobles damiselas muy jóvenes, probablemente baronesas, que no paraban de gorgojear. Por su parte, la arquera hacía compañía a un caballero viejo, sombrío y taciturno como una piedra que tenía el rostro lleno de cicatrices de viruela. Algo más allá estaba sentada Angouléme, metiendo bureo entre los jóvenes caballeros andantes.

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