Andrzej Sapkowski - La Dama del Lago

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Fin de la saga. La guerra resuena aún con fuerza sus tambores, y parece que con más virulencia después de un cambio inesperado en el acostumbrado dominio bélico de Nilfgaard. Las tramas políticas y las venganzas personales se cruzan y suceden por las páginas, y permean nuestra historia. Sin embargo, parte de la excepcionalidad del mundo de Rivia está en que su lucha, siendo aún más transcendental que aquella política, aunque menos evidente, acontece no en los campos de batalla y las trincheras, si no en la multidimensionalidad del espacio y el tiempo.
La incerteza está en su mayor apogeo tanto en la trama como entre nuestros tres personales principales. Yennefer, Geralt y Ciri se mantienen distantes e ignorantes el uno respecto a los demás. Los tres pivotan de forma independiente, con su propio círculo de perfectos personajes secundarios y dentro de sus propias tramas, en historias con entidad propia. Sin embargo, este es el tomo en el que se percibe más claramente la mutua necesidad… y lo inevitable de su reencuentro. Se refuerzan los lazos alrededor del esquema familiar. Geralt y Ciri ganan todavía más peso e identidad, quizás de forma algo redundante en un Geralt bastante consolidado, pero no así en el caso de una Ciri en pleno proceso de madurez y autonomía personales.
Sapkowski destila en La dama del lago una imaginación desbordante. Construye reflexiones de calado en la distancia de una frase. Yergue ideas con la velocidad de una imagen. Deja en el lector un sentimiento de amor y cariño por los demás, si bien bañado con el pesimismo de quién, habiendo visto con sus propios ojos lo ilimitado de la crueldad y la estupidez humanas, desconfía de la capacidad de reacción de aquellos capaces de albergar y desplegar tanto mal.

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– Por supuesto. -Geralt le hizo una señal al tabernero-. Al fin y al cabo, como dice Jaskier, puede ser que haya otros motivos para ganar dinero, pero yo no los conozco. Comamos también algo de eso que huele tan bien y que sale de la cocina. Dicho sea de paso, hoy en El Faisán se está más bien apretado, y eso que es una hora tardía.

– Pero es que es la víspera de Yule -le aclaró el posadero al oír sus palabras-. Las gentes festejan. Se divierten. Juegan a hacer oráculos. La tradición manda y nuestra tradición…

– Lo sé -le interrumpió el brujo-. ¿Y qué es lo que hoy manda la tradición en la cocina?

– Lengua de ternera con pasta de rábanos en frío. Caldo de capón con albondiguillas de sesos. Tripas de vaca enrolladas, y además, tallarines y col.

– Servidlo a toda prisa, jefe. Y para ello… ¿Qué pedimos para ello, Reynart?

– Si hay bovino -dijo al cabo de un momento de reflexión el caballero- entonces Cótede-Blessure tinto. Del año en que estiró la pata la vieja condesa Caroberta.

– Acertada elección. -El posadero asintió-. Al servicio de vuesas mercedes.

Una corona de muérdago que una muchacha sentada en la mesa de al lado se había colocado con poca maña cayó casi a las rodillas de Geralt. Los compañeros de la muchacha se echaron a reír. La muchacha se ruborizó encantadoramente.

– ¡No funcionará! -El caballero alzó la corona y la devolvió-. No será éste vuestro próximo amante. Ya está ocupado, noble señora. Está prisionero de ciertos ojos verdes…

– Cierra el pico, Reynart.

El tabernero trajo lo que había que traer. Comieron, bebieron, callaron, mientras escuchaban la felicidad de las gentes que se divertían.

– Yule -dijo Geralt, poniendo el vaso-. Midinvaerne. El solsticio de invierno. Ya llevo dos meses aquí metido. ¡Dos meses perdidos!

– Un mes -le corrigió seco y sobrio Reynart-. Si has perdido algo, entonces sólo un mes. Luego la nieve cubrió los pasos de las montañas y no habrías podido salir de Toussaint por mucho que quisieras. Así que ha venido Yule y seguro que la primavera también tendrás que esperarla aquí, pues se trata de causa de fuerza mayor y vanos son todos los lamentos y las lágrimas. Y si de los lamentos se trata, tampoco te pases con fingir tanto. De ninguna manera voy a creer que estés tan triste por ello.

– Ah, ¿qué sabrás tú, Reynart? ¿Qué sabrás?

– No mucho -reconoció el caballero mientras servía-. No mucho aparte de lo que veo. Y vi vuestro primer encuentro, el de ambos. En Beauclair. ¿Recuerdas la Fiesta de las Cubas? ¿Las braguitas blancas?

Geralt no respondió. Recordaba.

– El lugar es bellísimo, el palacio de Beauclair, preñado de hechizo amoroso -murmuró Reynart, deleitándose con el aroma del vino-. Sólo el verlo es suficiente para embelesarse. Recuerdo cómo os quedasteis mudos de la impresión cuando lo visteis, entonces, en noviembre. Cahir, deja que recuerde, ¿qué expresión usó entonces?

– Un castillejo admirable -dijo Cahir con fascinación-. Que me den, un castillejo ciertamente admirable y agradable a la vista.

– Bien vive la condesa -dijo el vampiro-. Hay que reconocerlo.

– Una garita de puta madre -añadió Angouléme.

– El palacio de Beauclair -repitió, no sin orgullo Reynart de Bois-Fresnes-. Una construcción élfica, no obstante levemente reformada. Al parecer por el mismísimo Faramond.

– Nada de al parecer -negó el vampiro Regis-. Fuera de toda duda. Ciertamente, se aprecia el estilo de Faramond con sólo mirarlo. Basta contemplar esas torrecillas. Las torres culminadas con el rojo de sus tejas de las que hablaba el vampiro se lanzaban hacia el cielo como esbeltos obeliscos blancos, surgiendo de la filigranada construcción del propio castillo que se extendía hasta el suelo. La vista traía reminiscencias inmediatas de unas velas de las que los festones de cera se hubieran deslizado sobre la base de un candelabro labrado con maestría.

– A los pies de Beauclair -aclaró el caballero Reynart- se extiende la ciudad. Las murallas, se entiende, fueron añadidas con posterioridad, sabéis sin duda que los elfos no rodeaban sus ciudades con murallas Azuzad a los caballos, vuesas mercedes. El camino ante nosotros es largo. Beauclair parece cercano, pero las montañas engañan la perspectiva.

– Vayamos.

*****

Cabalgaron velozmente, adelantando a caminantes y vagabundos, carros y carretas cargados de granos oscuros, se diría que podridos, Luego aparecieron las calles bulliciosas y oliendo a mosto fermentado de una ciudad, luego un oscuro parque lleno de álamos, tejos, agracejos y boj. Luego hubo macizos de rosas, las más importantes variedades de multiflora y de centifolias. Luego hubo columnas talladas, los portales y las arquivoltas del palacio, hubo pajes y lacayos de librea Quien les recibió, peinado y vestido como un príncipe, fue Jaskier.

– ¿Dónde está Milva?

– Sana y salva, no tengas miedo. Está en las habitaciones que se os han preparado. No quiere salir de allí.

– ¿Por qué?

– Luego hablaremos de ello. Ahora ven. La condesa está esperando.

– ¿Así, recién llegado del viaje?

– Tal fue su deseo.

La sala en la que entraron estaba llena de gente multicolor como aves del paraíso. Geralt no tuvo tiempo de contemplarlos. Jaskier lo empujó hacia una escalera de mármol ante la cual, asistidas por pajes y cortesanos, estaban de pie dos mujeres que resaltaban poderosamente entre la multitud.

La sala estaba en calma, pero se hizo un silencio todavía mayor. La primera de las mujeres tenía una nariz fina y respingona y sus ojos azules eran penetrantes y como un poco febriles. Tenía los cabellos castaños recogidos en un peinado genial, hasta artístico, sujeto con unas tiras de terciopelo y trabajado hasta el más nimio detalle, incluyendo en ello un rizo perfectamente geométrico en forma de media luna en la frente. La parte superior de su escotado vestido estaba cruzada por miles de rayas azules y lilas sobre fondo negro, la parte baja era negra, con un denso y regular diseño de pequeños crisantemos de oro bordados. Del cuello y el escote -como un complicado andamio o una jaula- colgaba un collar de primorosas flores y arabescos de laca, obsidiana, esmeraldas y lapislázuli, terminado en una cruz de jade que caía casi en medio de unos pechos pequeños, sujetos por un ceñido corpiño. El borde del escote era grande y profundo, los delicados brazos al descubierto de la mujer parecían no garantizar un suficiente apoyo, Geralt esperaba todo el tiempo que se le resbalara el vestido y se le cayera de los pechos. Pero no se caía, se mantenía en la posición adecuada gracias a los arcanos secretos de la sastrería y a los ahuecamientos de las ahuecadas mangas.

La segunda mujer igualaba a la otra en altura. Tenía los labios pintados de idéntico color. Y allí se acababan las semejanzas. Ésta llevaba sobre unos cortos cabellos un gorrillo de red que se convertía por delante en un velo que llegaba hasta la misma punta de un pequeño pie. Los motivos de flores del velo no enmascaraban unos ojos bellos, relampagueantes, muy resaltados por una sombra verde. El mismo velo floreado cubría el modestísimo escote de un vestido negro de largas mangas con unos zafiros, aguamarinas, cristales de roca y estrellas de dorados calados que estaban dispuestos de forma sólo aparentemente casual.

– Su señoría la condesa Anna Henrietta -habló alguien a media voz a la espalda de Geralt-. Arrodillaos, señor.

Me gustaría saber cuál de las dos, pensó Geralt, doblando con esfuerzo la dolorida pierna en una genuflexión ceremonial. Las dos, que me parta un rayo, tienen un aspecto igual de condesil. Bah, y hasta real.

– Alzaos, don Geralt -deshizo sus dudas la del genial peinado castaño y la nariz fina-. Os damos la bienvenida a vos y a vuestros amigos al condado de Toussaint y al palacio de Beauclair. Estamos contentas de poder albergar a una persona embarcada en tan noble misión. Y aparte de ello, que se encuentre en amistad con nuestro caro vizconde Julián.

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