Enfurecida, Malys lo atacó. Sus garras, afiladas como cuchillas, se hundieron atravesando las escamas azules, desgarraron la carne y abrieron un agujero enorme en el flanco.
Skie no sentía nada, ni más dolor ni más temor.
Satisfecho, dejó caer la cabeza en el suelo de su cubil.
—Bien hecho, mi hermoso Azul —sonó la voz de Kitiara, y Skie se sintió orgulloso al percibir el tacto de la mano de la mujer en su cuello—. Bien hecho...
El debilitado rayo de Skie no había causado verdadero daño a Malys, aparte de una sensación enervante, cosquilleante, que le recorrió el cuerpo y desprendió un buen fragmento de carne con escamas en la articulación de su pata delantera izquierda. Le dolía más su orgullo herido que el daño sufrido por su enorme e hinchado cuerpo, y descargó zarpazos al moribundo Skie, desgarrando y hendiendo su carne hasta que el cubil quedó lleno de sangre. Finalmente se dio cuenta de que lo único que hacía era maltratar un cadáver insensible.
Descargada su furia, Malys continuó desmantelando el tótem y preparándolo para el transporte hasta su guarida de la nueva cordillera de Goodlund, el Pico de Malys.
Regodeándose con su botín, contemplando con satisfacción el gran número de cráneos, la Roja podía percibir cómo crecía su propio poder con sólo tomarlos en sus garras.
Nunca había tenido en mucha consideración a los dragones de Krynn. En un mundo donde eran la especie dominante, se los había temido y reverenciado por el resto de los lastimosos habitantes de Krynn y, en consecuencia, se habían echado a perder. Cierto que a veces las criaturas de piel blanda de Krynn se habían alzado en armas contra los dragones. Skie le había relatado esas contiendas, había hablado y hablado sin cansarse sobre cierto acontecimiento llamado la Guerra de la Lanza, explicando la intensa emoción de la batalla y los vínculos formados entre el jinete y el dragón.
Obviamente, Skie llevaba demasiado tiempo fuera de su mundo natal si consideraba verdaderas batallas tales peleas de niños. Ella misma había volado contra unos cuantos de esos jinetes de dragón, y en su vida había visto nada tan divertido. Recordó su antiguo mundo, donde no pasaba un día sin que estallara algún combate sangriento para establecer la jerarquía del clan.
Entonces la supervivencia había sido una batalla diaria, una de las razones por las que Malys y los otros se alegraron de descubrir este orondo y perezoso mundo. No echaba de menos aquellos tiempos crueles, pero sí solía recordarlos con nostalgia, como un viejo veterano de guerra rememorando su pasado. Ella y los de su especie les habían enseñado a esos dragones alfeñiques de Krynn una lección muy valiosa; es decir, a aquellos que sobrevivieron. Habían doblegado la cerviz ante ella, habían jurado servirla y reverenciarla. Y entonces llegó la noche de la extraña tormenta.
Los dragones de Krynn cambiaron, si bien Malys no podría decir exactamente qué era diferente. Los Rojos, Negros y Azules seguían sirviéndola, acudiendo cuando los emplazaba, siempre a su entera disposición, pero tenía la sensación de que tramaban algo. A menudo los sorprendía manteniendo conversaciones en susurros que se interrumpían cuando aparecía ella. Y últimamente varios habían desaparecido. Había recibido información sobre dragones montados por jinetes —los Caballeros de Neraka— entrando en batalla contra los solámnicos de Solanthus.
Malys no tenía nada que objetar a que los dragones mataran solámnicos, pero sí a que antes no la hubieran consultado. Lord Targonne lo habría hecho así, pero lo habían asesinado, y fue en el informe sobre su muerte cuando Malys tuvo noticias por primera vez de la novedad más inquietante de todas: la aparición de un dios en Krynn.
Ya había oído rumores sobre ese dios, el mismo que había trasladado el mundo a esta parte del universo. Sin embargo, no había visto señal alguna de esa deidad, y la única conclusión era que se había arredrado ante su llegada y había abandonado el campo de batalla. La idea de que esa deidad estuviera a cubierto, agazapada mientras acrecentaba su poder, no se le pasó por la cabeza en ningún momento, cosa nada extraña ya que procedía de un mundo sin malicia donde reinaba la fuerza y el poderío.
Hasta Malys empezaron a llegar informes sobre el tal Único y su paladín, una muchachita humana llamada Mina. No prestó demasiada atención a esas noticias, principalmente porque la tal Mina no le causaba molestias. De hecho, sus acciones la complacían. Había echado abajo el escudo de Silvanesti y había acabado con el gemebundo e interesado Dragón Verde, Cyan Bloodbane. Los elfos silvanestis se encontraban adecuadamente intimidados, aplastados bajo las botas de los caballeros negros.
A Malys no le había gustado enterarse de que su pariente, Beryl, se disponía a atacar la tierra de los elfos qualinestis. No es que le importaran un bledo los elfos, pero acciones así rompían el pacto. No se fiaba de Beryl, con su ambición y su codicia. Había estado tentada de intervenir y poner fin a todo aquello, pero lord Targonne, el difunto cabecilla de los caballeros negros, le había asegurado que tenía todo bajo control. Descubrió demasiado tarde que el tal Targonne ni siquiera tenía controlada su propia situación.
Beryl voló hacia Qualinesti para atacarlo y destruirlo, y tuvo éxito. Los qualinestis huían ahora de las ruinas de su patria como las sabandijas que eran. Cierto que Beryl se las había arreglado para acabar muerta en el proceso, pero siempre había sido una papanatas impulsiva, exaltada e irracional.
La noticia de la muerte de la Verde se la dieron dos secuaces de Beryl, unos Dragones Rojos que se mostraron debidamente serviles y sumisos ante ella, pero que, sospechaba, reían de satisfacción por lo bajo.
A Malys no le había gustado el modo en que esos Rojos se refocilaban con la muerte de su pariente. Desconocían el debido respeto. Tampoco le gustó la información respecto a la forma de morir de Beryl. Tenía todo el tufo de la mediación de un dios. Beryl habría sido un asno rebuznante, pero era una bestia inmensa y poderosa, y a Malys no se le ocurría ninguna circunstancia por la que un puñado de elfos fuera capaz de derrotarla sin mediar intervención divina.
Uno de los dragones de Krynn le sugirió la idea de apoderarse del tótem de Beryl cuando lo mencionó, preguntándose qué iban a hacer con él. El poder continuaba irradiando del tótem, aun después de la muerte de Beryl. Entre sus generales humanos supervivientes se hablaba de intentar utilizarlo si conseguían desentrañar cómo aprovechar su magia.
Consternada por la idea de que unos humanos pusieran sus sucias manos en algo tan poderoso y sagrado como el tótem, Malys voló de inmediato a reclamarlo para sí, utilizó su magia para transportarlo a su guarida y añadió los cráneos de las víctimas de Beryl a los de las suyas. Absorbió su magia y la sintió fluir en su interior, arrolladura, haciéndola más fuerte, más poderosa que nunca. Entonces llegó la noticia de que Mina había matado al poderoso Skie.
Malys no perdió tiempo. Como para fiarse de esa deidad. Más le valía arrastrarse de vuelta al agujero del que había salido. Malys envolvió el tótem de Skie en magia y lo preparó para transportarlo. Hizo un alto para echar una ojeada a los retorcidos restos del gran Dragón Azul y se planteó añadir su cráneo al tótem.
—No merece semejante distinción —dijo apartando un trozo de hueso y carne de Skie con un gesto desdeñoso de la pata—. Loco, eso es lo que era. Un chiflado. Probablemente su cráneo sería una maldición.
Gruñó al notar la herida en el hombro. Había dejado de sangrar, pero sentía dolorosas punzadas en la carne quemada, y el daño sufrido en el músculo había ocasionado que la pata delantera se le quedara entumecida. Sin embargo, la herida no le impediría volar, y eso era lo único importante.
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