Bret Harte - Bocetos californianos
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No obstante, ciertas particularidades que en un principio le entretenían y divertían su imaginación, comenzaron a afligirle, y graves dudas asaltaron su conciencia. No podía ocultársele que Melisa era vengativa, irreverente y voluntariosa, que sólo tenía una facultad superior propia de su condición semisalvaje, la facultad del sufrimiento físico y de la abnegación, y otra, aunque no muy constante, atributo de fiera nobleza, la de la verdad. Melisa era a la vez intrépida y sincera; dos cosas que en aquel carácter venían a reducirse a una sola.
Meditó mucho el maestro sobre este particular y había llegado a la conclusión ordinaria de aquellos que piensan sinceramente, a saber: que él era esclavo de sus propias preocupaciones, cuando determinó visitar al reverendo Mac Sangley para pedirle consejo y parecer. Claro que esta decisión humillaba su orgullo, pues él y Mac Sangley no estaban en muy buena armonía. Pero el pensamiento de Melisa se sobrepuso en él, y en la noche de su primer encuentro, y tal vez con la superstición perdonable de que la mera casualidad no había guiado sus pies hacia la escuela, y con la conciencia satisfecha de la rara magnanimidad de su acción, venció su antipatía y se avistó con el reverendo.
Mac Sangley se alegró de la visita en grado sumo. Observó, además, que el maestro tenía buen semblante, y esperaba verle curado de la neuralgia y del reumatismo. También le había molestado a él con un sordo dolor, desde la última entrevista, pero tenía de su parte la resignación y el rezo, y callándose un momento, a fin de que el maestro pudiese escribir en su libro de memorias una receta que le dictó para curar la sorda intermitencia, el señor Mac Sangley acabó por informarse de la respetable señora Morfeo.
–Ornato y prez de la cristiandad es tan buena señora, y su tierna y hermosa familia prospera—añadió el reverendo,—Sofía está perfectamente educada, y es tan atenta como cariñosa.
Las buenas prendas y cualidades de Sofía parecían afectarle hasta tal extremo, que se extendió en consideraciones sobre ellas un buen lapso de tiempo. El maestro viose doblemente confuso. De un lado, resultaba un contraste violento para la pobre Melisa, en toda aquella alabanza de Sofía, y de otro, este tono confidencial le desagradaba al hablar de la primogénita de la señora Morfeo; así es que el maestro, después de algunos esfuerzos fútiles por decir algo natural, creyó conveniente el recordar otro compromiso y se fue sin pedir los informes, pero en sus reflexiones posteriores, daba injustamente la culpa al reverendo señor Mac Sangley de no habérselos procurado.
Este hecho colocaba de nuevo al maestro y a la alumna en la estrecha comunión de antes. Melisa pareció reparar el cambio en la conducta del maestro, forzada desde hacía algún tiempo, y en uno de sus cortos paseos vespertinos, deteniéndose ella de repente, y subiendo sobre un tronco de árbol, le miró de hito en hito con ojos insinuantes y escudriñadores.
–¿No está usted loco?—dijo con un sacudimiento interrogativo de todo su cuerpo.
–No.
–¿Ni fastidiado?
–No.
–¿Ni hambriento? (El hambre era para Melisa una enfermedad que podía atacarle a uno en cualquier ocasión).
–No.
–¿Ni pensando en ella?
–¿En quién, Melisita?
–En aquella chica blanca. (Este fue el último epíteto inventado por Melisa, que era muy morenita, para indicar a Sofía, cuya blancura competía con la de la nieve).
–No.
–¿Me da usted palabra? (frase con que se sustituyó el «así murieses» por sabio consejo del maestro.)
–Sí.
–¿Y por su sagrado honor?
–Sí.
Entonces Melisa le dio un beso salvaje, saltó del árbol y se escapó volando. En los dos o tres días que siguieron se dignó parecerse más a los niños en general, y llevar más buena conducta.
Habían transcurrido ya dos años desde la llegada del maestro a Smith's-Pocket y como su sueldo no era grande y las perspectivas de Smith's-Pocket, para convertirse eventualmente en capital del Estado, no parecían del todo positivas, hacía tiempo que meditaba un cambio de situación. Privadamente, había descubierto ya sus intenciones a los patronos de la escuela; pero, siendo en aquel tiempo escasos los jóvenes de un carácter moral intachable, consintió en continuar el curso hasta la próxima primavera, pasando así todo el invierno. Nadie conocía su intención excepto su único amigo, un tal doctor Duchesne, joven médico criollo, conocido de la gente de Wingdam por Duchesny . Jamás lo comunicó a la señora Morfeo, ni a Sofía, ni menos a los alumnos que asistían a sus clases. Esta reserva tenía su explicación en la antipatía constitucional a enredar, sobre todo en el deseo de ahorrarse las preguntas y conjeturas de la curiosidad vulgar y de que nunca creía que iba a hacer algo hasta el momento que lo había puesto en práctica.
No le gustaba pensar en Melisa. Quizá por un instinto egoísta se esforzaba en figurarse su sentimiento por la niña como necio, romántico y poco práctico. Incluso quiso convencerse de que sus adelantos serían mayores bajo la dirección de un maestro más viejo y más riguroso.
Melisa tenía entonces once años, y de allí a pocos más, según las leyes de Red-Mountain, sería una mujer. Después de todo, él había cumplido con su deber. Cuando murió Smith, dirigió cartas a los parientes de éste y recibió contestación de una hermana de la madre de Melisa; dando las gracias al maestro, le manifestaba su intención de abandonar con su marido los Estados del Atlántico en dirección a California, dentro de poco tiempo. El maestro fundó con esto un ligero castillo en el aire, imaginando acaso fundar la casa de Melisa; pues era fácil creer que una mujer cariñosa y simpática podría guiar mejor su caprichosa naturaleza. Pero, cuando el maestro le leyó la carta, Melisa escuchola como quien oye llover, la recibió sumisamente y después recortola con sus tijeras en figuras que representaban a Sofía, rotuladas la niña blanca , para evitar errores, y que plantó sobre las paredes exteriores del edificio.
El verano tocaba a su fin, y la última cosecha había pasado de los campos al granero, cuando el maestro pensó también recoger por medio de un examen los maduros frutos de las tiernas inteligencias que se habían puesto bajo su cultivo y dirección. Así es que los sabios y gente de profesión de Smith's-Pocket se reunieron para sancionar aquella tradicional costumbre de poner a los niños en violenta situación y de atormentarles como a los testigos delante del Tribunal. Como de costumbre, los más audaces y serenos fueron los que lograron obtener los honores del triunfo y ver coronada su frente con los laureles de la victoria. El lector imaginará que Melisa y Sofía alcanzaron la preeminencia y compartían la atención del público. Melisa, con su claridad de percepción natural y confianza en sí misma; Sofía, con el plácido aprecio de su persona y la perfecta corrección en todas sus cosas. Los otros pequeñuelos eran tímidos y atolondrados. Como era de esperar, la prontitud y el despejo de Melisa, cautivaron al mayor número y provocaron el unánime aplauso. La historia de Melisa había inconscientemente despertado las más vivas simpatías de una clase de individuos, cuyas formas atléticas se apoyaban contra las paredes y cuyas bellas y barbudas caras atisbaban con inusitada atención. Sin embargo, la popularidad de Melisa se hundió por una circunstancia inesperada. Mac Sangley se había invitado a sí mismo y disfrutaba la agradable diversión de asustar a los alumnos más tímidos con las preguntas más vagas y ambiguas, dirigidas en un tono grave e imponente; Melisa se había remontado a la astronomía, y estaba señalando el curso de nuestra manchada bola al través del espacio y llevaba el compás de la música de las esferas describiendo las órbitas entrelazadas de los planetas, cuando Mac Sangley se levantó y dijo con su voz gutural:
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