Bret Harte - Bocetos californianos
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Al día siguiente, al amanecer, se levantó rápidamente, abriose camino al través de los helechos a modo de palmeras, y del espeso matorral del pinar, asustando a la liebre en su madriguera y despertando la malhumorada protesta de algunos grajos calaveras, que al parecer habían pasado la noche en orgía; así llegó a la selvática cumbre donde una vez había hallado a Melisa. Encontró allí el derribado pino de enlazadas ramas, pero el trono estaba vacío. Acercose más, y algo que parecía ser un animal asustado, moviose por entre las crujientes ramas del árbol y corriose hacia arriba de los extendidos brazos del caído monarca, y amparándose en algún follaje amigo. El maestro, subiendo al viejo asiento, encontró el nido caliente aún, y mirando a lo alto hacia las enlazadas ramas, se halló con los ojos negros de Melisa. Se miraron en suspenso. Melisa fue la primera en hablar.
–¿Qué quieres?—preguntó secamente.
El maestro se había preparado su plan de batalla.
–Quiero algunas manzanas silvestres—dijo en tono humilde.
–No las tendrás; vete. ¿Por qué no las pides a Sofía?—Y parecía que Melisa se desahogaba al expresar su desprecio por sílabas adicionales al título ya algo dilatado de su tentadora compañera.—¡Eres muy malo!
–Tengo hambre, Melisita. Desde ayer a la hora de comer no he probado bocado. ¡Estoy muerto de hambre!
Y el joven, en un estado de inanición extraordinario, apoyose contra el primer árbol que encontró delante.
El corazón de Melisa se enterneció. En los días amargos de su vida de gitana, había conocido la sensación que él tan mañosamente fingía.
Vencida por su tono acongojado, pero no del todo exenta de sospecha, dijo:
–Cava bajo el árbol, cerca de las raíces, y encontrarás muchas; pero cuidado en decirlo.
Melisa tenía, como los ratones y las ardillas, sus escondrijos; pero, naturalmente, el maestro fue incapaz de encontrarlas, probablemente porque los efectos del hambre cegaban sus sentidos. Melisa empezaba a inquietarse. Por fin, le miró de soslayo al través de las hojas, a la manera de un hada, y preguntó:
–Si bajo y te doy algunas, ¿me prometes mantenerte a distancia?
El maestro asintió.
–¡Así te mueras si lo haces!
El maestro aceptó resignadamente tan terrible maldición.
Melisa se deslizó del árbol, y durante algunos momentos no se oyó más que el mascar de piñones.
–¿Estás mejor?—preguntó con cierto interés.
El maestro, dándole gravemente las gracias, confesó que se iba reanimando, y entonces comenzó a volverse por donde había venido. Como lo esperaba, no se había alejado mucho cuando ella le llamó. Volviose. Ella estaba allí, de pie, pálida, con lágrimas en los ojos.
El maestro comprendió que había llegado el momento oportuno. Acercándose a ella le tomó ambas manos, y contemplando sus húmedas pupilas, dijo en tono insinuante al par que grave:
–Melisita, ¿te acuerdas de la primera tarde que fuiste a verme? Me preguntaste si podías asistir a mi escuela, pues querías aprender algo y ser más buena, y yo te dije…
–Ven—dijo la niña con presteza.
–¿Qué dirías tú si el maestro viniese ahora a buscarte y dijese que estaba triste sin su pequeña alumna, y que estaba deseoso de que volviera con él para enseñarle a ser más bueno?
Melisa bajó silenciosamente la cabeza por algunos instantes. El maestro esperaba con impaciencia.
Dando descomunales saltos, una liebre corrió hasta cerca de la pareja, y alzando su brillante mirada y aterciopeladas patas delanteras, se sentó y los contempló. Una bulliciosa ardilla se deslizó por medio de la corteza resquebrajada de un pino derribado, y se quedó allí parada.
–Te estamos esperando, Melisita—dijo el maestro en voz baja, y la niña se sonrió.
Las cimas de los árboles se balanceaban, movidas por el céfiro, y un largo rayo de luz se abrió camino entre las enlazadas ramas, dando de lleno en la indecisa cara, sorprendiéndola en una mueca de irresolución. De pronto, agarró con su habitual ligereza la mano del maestro. Balbuceó algunas palabras, apenas perceptibles; pero el maestro, separando de su frente el negro cabello, la besó, y así, asidos de la mano, salieron de las húmedas y perfumadas bóvedas del bosque por el abierto camino bañado en la luz matinal.
III
No tan malévola en su trato respecto a los demás alumnos, Melisa conservaba todavía, una actitud ofensiva respecto a Sofía. Quizá el elemento de los celos no estaba apagado del todo en su apasionado y pequeño corazón. Quizá sería tan sólo que las redondas curvas y la rolliza silueta, ofrecen una superficie más extensa y apta para el roce. Pero como que tales efervescencias estaban bajo la autoridad del maestro, su enemistad a veces tomaba una forma nueva que no se dejaba reprender.
Mac Sangley, en su primer juicio del carácter de la niña no pudo concebir que jamás hubiese poseído una muñeca. Y es que el maestro, parecido a muchos otros perspicaces observadores, estaba más seguro en los raciocinios a posteriori que en los a priori . Melisa tenía muñeca, pero era propiamente la muñeca de Melisa una reproducción en pequeño de ella misma. Por una casualidad, descubrió la señora Morfeo el secreto de su poco grata existencia. Como compañera que había sido de las excursiones de Melisa, llevaba señales evidentes de los sufrimientos y peripecias pasadas. La intemperie y el barro pegajoso de las zanjas borraron prematuramente su color primitivo. Era en un todo el retrato de Melisa en pasados tiempos. Su única falda roja, ajada, estaba sucia y harapienta, como lo había sido la de la niña. Jamás se había oído a Melisa aplicarla cualquier término infantil de cariño. Nunca le enseñaba en presencia de otros niños. Severamente acostada en el hueco de un árbol cercano a la escuela, sólo le estaba permitido hacer ejercicio durante las excursiones de Melisa, quien, cumpliendo para con su muñeca, como lo hacía consigo misma, un severo deber, aquélla no conocía lujo de ningún género.
Se le ocurrió a la señora Morfeo, obedeciendo a un laudable impulso, comprar otra muñeca que regaló a Melisa. La niña la recibió curiosa y gravemente. Al contemplarla el maestro un día, creyó notar en sus redondas mejillas encarnadas y mansos ojos azules, un ligero parecido a Sofía. En seguida se echó de ver que Melisa había reparado también en el mismo parecido; de consiguiente, cuando se veía sola, le golpeaba la cabeza de cera contra las rocas, la arrastraba a veces con una cuerda atada al cuello, al ir y volver del colegio, y otras, sentándola en su pupitre, convertía en acerico su cuerpo paciente e inofensivo.
No me meteré a discutir si hacía aquello en venganza de lo que ella consideraba una nueva e imaginaria intrusión de las excelencias de Sofía, o porque tuviese como una intuición de los ritos de ciertos paganos, y entregándose a aquella ceremonia fetichista, imaginara que el original de su modelo de cera desfallecería para morirse más tarde. Esto sería un arduo problema de metafísica muy difícil de resolver.
El maestro no pudo menos de observar, a pesar de esas incongruencias morales, el trabajo de una percepción rápida y vigorosa, propia de una inteligencia sana. Melisa no conocía ni el titubear ni las dudas de la niñez. Las contestaciones en clase estaban ligeramente impregnadas de insólita audacia. Claro que no era infalible, pero su valor y aplomo en lanzarse en honduras por las que no habrían osado bogar los tímidos nadadores que la rodeaban, suplían los errores del discernimiento. Los niños, por lo visto, en cuanto a esto, no valen más que las personas mayores; pues siempre que la pequeña mano encarnada de la niña se erguía por encima del pupitre para pedir la palabra, reinaba el silencio de la admiración, y el mismo maestro estaba a veces oprimido por una duda de su propio criterio y experiencia.
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