Robert Jordan - El ojo del mundo

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Rand Al’Thor y sus amigos disfrutan de una apacible vida en Campo de Emond hasta que Moraine, una joven misteriosa capaz de encauzar el Poder Único, llega al pueblo y anuncia el despertar de una terrible amenaza. Esa misma noche, Campo de Emond se ve atacado por espantosos trollocs. Mientras los habitantes del pueblo repelen el ataque, Moraine y su guardián ayudan a Rand y a sus amigos a escapar.
La huida sólo será el comienzo de sus problemas, ya que Moraine, miembro de la antiquísima orden de las Aes Sedai, cree que Rand Al’Thor está destinado a desempeñar un papel protagonista en los acontecimientos que se avecinan y de los que dependerá la supervivencia del mundo.

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No sabía mucho del Desmembramiento del Mundo —casi nada, a decir verdad—, pero al menos había algo que todo el mundo sabía: ¡el Dragón había luchado a favor de la Sombra!

—Lews Therin reunió hombres, los Cien Compañeros y un pequeño ejército. Lo que en aquel entonces se consideraba pequeño, se entiende. Diez mil hombres. Ahora no nos parecería un ejército pequeño, ¿verdad? —Sus palabras parecían una invitación a la risa, pero en la queda voz de maese al’Thor no había el menor atisbo de hilaridad. Hablaba de un modo que parecía que hubiese estado presente allí. Desde luego, Egwene no se rió, como tampoco ninguno de los chicos. Escuchó e intentó acordarse de respirar—. Sólo con una remota esperanza de éxito, Lews Therin atacó el valle de Thakan’dar, el corazón de la propia Sombra. Cientos de miles de trollocs cayeron sobre ellos. Trollocs y Myrddraal. Los trollocs viven para matar. Un trolloc puede desmembrar en pedazos a un hombre sólo con sus manos. Los Myrddraal son la muerte. Los Aes Sedai que combatían por la Sombra descargaron fuego y rayos sobre Lews Therin y sus hombres. Los que seguían al Dragón no morían uno a uno, sino de diez en diez, de veinte en veinte o de cincuenta en cincuenta. Bajo un cielo atormentado, alterado, en un lugar donde nada crecía ni volvería a crecer, lucharon y murieron. Pero no retrocedieron ni cedieron. Combatieron todo el camino a Shayol Ghul. Y si Thakan’dar es el corazón de la Sombra, Shayol Ghul es el corazón del corazón. Todos los hombres de aquel ejército perecieron, así como la mayoría de los Cien Compañeros, pero en Shayol Ghul sellaron de nuevo, con el Oscuro dentro y a los Renegados con él, la prisión que el Creador había hecho para el Oscuro. Y el mundo quedó a salvo de la Sombra.

Se hizo el silencio. Los chicos miraban a maese al’Thor con los ojos muy abiertos. Y brillantes, como si lo estuvieran viendo todo: los trollocs, los Myrddraal, Shayol Ghul. Egwene tuvo otro escalofrío. «El Oscuro y los Renegados están encerrados en Shayol Ghul, confinados lejos del mundo de los hombres», enunció para sus adentros. No recordaba lo que seguía, pero le sirvió de ayuda. Sólo que si el Dragón salvó el mundo, entonces ¿cómo se explicaba que lo hubiera destruido?

Cenn Buie escupió. ¡Escupió! ¡Como cualquier apestoso guardia de mercader! Egwene dudó que pudiera pensar en él como «maese Buie» a partir de ese día.

Ni que decir tiene que aquello sacó a los chicos de su embeleso. Intentaron mirar a cualquier sitio salvo donde se encontraba el sarmentoso hombre. Perrin se rascó la cabeza.

—Maese al’Thor —empezó lentamente—, ¿qué significa «el Dragón»? Si a alguien se lo llama «el León», quiere decir que se supone que es como un león. Pero ¿qué es un dragón?

Egwene lo miró de hito en hito. Nunca se le habría ocurrido esa idea. Tal vez Perrin no era tan lerdo como parecía.

—No lo sé —admitió el padre de Rand—. Y dudo que lo sepa alguien. Quizá ni siquiera las Aes Sedai. —Soltó la oveja que había estado esquilando e hizo una seña para que le llevaran otra. Egwene cayó en la cuenta de que había acabado hacía rato, pero sin duda no había querido interrumpir el relato. Maese Cole abrió los ojos y sonrió.

—El Dragón. A buen seguro suena feroz, ¿no os parece? —comentó antes de que los párpados se le cerraran de nuevo.

—Supongo que sí —dijo el padre de Egwene—. Pero todo eso ocurrió hace muchísimo tiempo y muy lejos, y no tiene nada que ver con nosotros. Bueno, jovencitos, habéis disfrutado de vuestro descanso y de un relato. Volved al trabajo. —Mientras los chicos se levantaban de mala gana, añadió—: Hay montones de muchachos de las granjas a los que no creo que conozcáis aún. Siempre es bueno conocer a los vecinos, así que entablad relación con ellos. No quiero veros trabajar juntos hoy; ya os conocéis todos. Hala, marchaos.

Los chicos intercambiaron miradas sorprendidas. ¿Acaso habían creído que los dejaría volver juntos para seguir adelante con la trastada que planeaban, fuera cual fuera? Todos, pero en especial Mat y Dav, que intercambiaron ojeadas entre ambos, llevaban una expresión cabizbaja al marcharse. Egwene pensó seguirlos, pero los chicos empezaban a dispersarse y tendría que haber ido en pos de Rand para enterarse de más cosas. Torció el gesto. Si él se daba cuenta, a lo mejor pensaba que era una cabeza de chorlito, como Cilia Cole. Además, quedaban esas lejanas tierras; tierras que Egwene estaba firmemente decidida a visitar.

De repente reparó en los cuervos; había muchos más que hacía un rato. Aletearon y alzaron el vuelo desde los árboles, en dirección a las Montañas de la Niebla. Encogió los hombros. Tenía la sensación de notar la mirada de alguien clavada en la espalda. De alguien o…

No quería volverse, pero lo hizo y alzó la vista a los árboles que había más allá de los hombres que esquilaban. Más a menos a medio camino de la copa de un gran pino localizó un cuervo solitario posado en una rama. Mirándola fijamente. ¡A ella! Sintió frío en la boca del estómago. Ansiaba echar a correr, pero en cambio se obligó a sostener aquella mirada e intentó imitar la expresión impávida de Nynaeve. Al cabo de un momento el cuervo lanzó un áspero graznido y saltó de la rama; las negras alas lo llevaron hacia el oeste, en pos de los otros.

«A lo mejor empiezo a dominar esa clase de mirada», pensó; al momento se sintió ridícula. Tenía que evitar dejarse llevar por la imaginación. Sólo era un ave. Y ella tenía cosas importantes que hacer, como ser mejor aguadora que nadie. Y la mejor aguadora no se asustaría por unas aves ni por ninguna otra cosa. Cuadró los hombros y reanudó su camino entre la gente a la par que buscaba a Berowyn. Aunque ahora era para ofrecerle un cacillo de agua. Si era capaz de hacer frente a un cuervo, podía hacer lo mismo con su hermana. O eso esperaba.

Egwene tuvo que llevar agua de nuevo al año siguiente, lo que para ella fue una gran decepción, pero, una vez más, trató de ser la mejor. Si había que hacer algo, entonces más valía hacerlo lo mejor posible. Y esa actitud debió de funcionar, porque al año siguiente le permitieron ayudar con la comida… ¡Un año antes de lo habitual! Entonces se marcó una nueva meta: ser la muchacha más joven a la que le permitieran trenzarse el cabello. No creía realmente que el Círculo de Mujeres lo aceptara, pero una meta fácil no era realmente una meta.

Dejó de querer escuchar relatos contados por los adultos, aunque sí le habría gustado oírlos de un juglar. Y le siguió gustando leer sobre tierras lejanas de extrañas costumbres y soñar con verlas. También a los chicos dejaron de interesarles los relatos. Egwene creía que tampoco leían mucho. Todos crecieron, convencidos de que su mundo jamás cambiaría, y muchas de aquellas historias pasaron a ser recuerdos agradables mientras que otras las olvidaron, o casi. Y si descubrieron que algunos de esos relatos en realidad habían sido algo más que cuentos… En fin. ¿La Guerra de la Sombra? ¿El Desmembramiento del Mundo? ¿Lews Therin Telamon? ¿Qué podía importar nada de eso en la actualidad? Y, de todos modos, ¿qué había ocurrido realmente en aquel entonces?

Prologo

El monte del Dragón

El palacio todavía se agitaba en ocasiones mientras la tierra retumbaba en la memoria; crujía como si quisiera negar lo acontecido. Haces de luz, filtrados a través de las hendiduras de la pared, hacían resplandecer las motas de polvo suspendidas en el aire. Las paredes, el suelo y los techos conservaban las marcas del paso del fuego. Amplias manchas negras cruzaban las pinturas y oropeles arrasados de lo que en otro tiempo eran abigarrados murales; el hollín cubría frisos desmenuzados de hombres y animales que parecían haber tratado de escapar antes de que la locura cesara. Los cadáveres yacían por doquier; hombres, mujeres y niños alcanzados en la huida por los rayos que se habían abatido sobre cada corredor, abrasados por el fuego que les había seguido los pasos o atrapados en las piedras del palacio que se habían abalanzado sobre ellos como organismos vivos antes del retorno de la calma. Como curioso contrapunto, brillantes tapices y pinturas, todos obras maestras, pendían incólumes excepto en los puntos en que las paredes los habían empujado al pandearse. Los lujosos muebles labrados con incrustaciones de oro y marfil, salvo los que fueron derribados por la protuberancia del suelo, permanecían intactos. El gran descarriador de la mente había golpeado en la esencia sin importarle los objetos que la rodeaban.

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