Robert Jordan - El ojo del mundo

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Rand Al’Thor y sus amigos disfrutan de una apacible vida en Campo de Emond hasta que Moraine, una joven misteriosa capaz de encauzar el Poder Único, llega al pueblo y anuncia el despertar de una terrible amenaza. Esa misma noche, Campo de Emond se ve atacado por espantosos trollocs. Mientras los habitantes del pueblo repelen el ataque, Moraine y su guardián ayudan a Rand y a sus amigos a escapar.
La huida sólo será el comienzo de sus problemas, ya que Moraine, miembro de la antiquísima orden de las Aes Sedai, cree que Rand Al’Thor está destinado a desempeñar un papel protagonista en los acontecimientos que se avecinan y de los que dependerá la supervivencia del mundo.

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Vio que algunos de los niños que acarreaban agua se sentaban a la sombra para tomarse un descanso y compartir bromas, pero ella siguió con la tarea a pesar de que los brazos le dolían. Egwene al’Vere no iba a aflojar el ritmo de trabajo. También siguió ojo avizor a sus hermanas. Y buscando a Perrin. Y a Mat. ¡Oh, maldita Adora! ¡Malditos todos!

Hizo una pausa cuando se acercó a la Zahorí . Doral Barran era la mujer más anciana de Campo de Emond, quizá de toda la región de Dos Ríos. A pesar del cabello blanco y su aspecto frágil, no estaba encorvada ni pizca y tenía la vista clara. La aprendiza de la Zahorí, Nynaeve, se encontraba arrodillada, de espaldas a Egwene, y le ponía un vendaje en la pierna a Bili Congar. Le habían cortado la pernera de las calzas. Bili, sentado en un tronco, era otro adulto al que a Egwene le costaba trabajo tratar con respeto. Siempre estaba haciendo tonterías y causándose heridas. Tenía la misma edad que maese Luhhan, pero parecía diez años mayor con esa cara descarnada y los ojos hundidos.

—Has hecho el tonto muchas veces, Bili Congar —decía severamente la señora Barran—, pero beber mientras se maneja la tijera de trasquilar no es hacer el tonto: es un disparate. —Curiosamente, no miraba a Bili, sino a Nynaeve.

—Sólo tomé un poco de cerveza, Zahorí —gimoteó Bili—. Por el calor. Sólo un trago.

La Zahorí resopló con aire de incredulidad, pero no dejó de observar a Nynaeve como un halcón. Eso era sorprendente. A menudo, la señora Barran alababa públicamente a Nynaeve por aprender tan deprisa. La había tomado de aprendiza hacía tres años, después de que la aprendiza que tenía por entonces muriera de una enfermedad que ni siquiera la señora Barran fue capaz de curar. Nynaeve se había quedado huérfana recientemente y un montón de personas opinaban que la Zahorí tendría que haberla enviado con sus familiares cuando murió su madre, y tomar de aprendiza a alguien de más edad. La madre de Egwene no había dicho nada, pero Egwene sabía que pensaba lo mismo.

Nynaeve se irguió sobre las rodillas, acabado ya el vendaje, y asintió con la cabeza en un gesto satisfecho. Y, para sorpresa de Egwene, la señora Barran se arrodilló, desenrolló la venda e incluso levantó el emplasto para observar el corte en el muslo de Bili antes de volver a vendárselo. De hecho parecía… decepcionada. ¿Por qué? Nynaeve empezó a toquetearse la trenza y a darle tirones como hacía cuando estaba nerviosa o intentaba llamar la atención sobre el hecho de que ahora era una mujer adulta.

«¿Cuándo va a superar eso?», pensó Egwene. Hacía ya casi un año que el Círculo de Mujeres había dado permiso a Nynaeve para trenzarse el pelo.

Un rápido movimiento en el aire atrajo la atención de Egwene, y la niña se quedó mirando de hito en hito. Ahora había más cuervos repartidos por los árboles que rodeaban el prado. Docenas y docenas de cuervos y todos observaban. Sabía que era eso lo que hacían. Ninguno intentaba robar nada en las mesas donde estaba la comida y eso era insólito. Ahora que lo pensaba, las aves ni siquiera miraban hacia las mesas plegables. Ni a las otras en las que las mujeres trabajaban con la lana. Observaban a los chicos que conducían las ovejas. Y a los hombres que las esquilaban y acarreaban la lana. Y también a los niños que llevaban agua. Ni a las chicas ni a las mujeres, sólo a los hombres y a los chicos. Habría apostado a que era así, aunque su madre dijera que no debía apostar. Abrió la boca para preguntar a la Zahorí qué significaba eso.

—¿No tienes trabajo que hacer, Egwene? —preguntó Nynaeve sin volverse a mirarla.

Egwene dio un brinco a despecho de sí misma. Desde el pasado otoño Nynaeve hacía eso —darse cuenta de que se encontraba cerca sin necesidad de mirar—, y a Egwene le habría gustado que dejara de hacerlo.

Entonces, Nynaeve volvió la cabeza y la miró por encima del hombro. Era una mirada impasible, del estilo que Egwene había ensayado con Kenley. No tenía que obedecerla como debía hacer con la Zahorí. Lo único que intentaba Nynaeve era compensar el mal trago de que la señora Barran hubiese puesto en duda su trabajo. Egwene se planteó decirle que la señora Ayellan quería hablar con ella sobre una empanada. Tras examinar el semblante de Nynaeve, decidió que no era una buena idea. En cualquier caso, había hecho lo que se había prometido a sí misma que no haría: aflojar el ritmo de trabajo para observar a Nynaeve y la Zahorí . Hizo la reverencia que le permitía el hecho de ir cargada con el cubo —a la Zahorí, no a Nynaeve— y dio media vuelta. No es que obedeciera con presteza, y menos porque Nynaeve la mirara. Por supuesto que no. Y tampoco caminaba con celeridad. Sólo a un paso rápido para volver al trabajo.

Con todo, anduvo tan deprisa que cuando quiso darse cuenta estaba de vuelta entre las mesas donde las mujeres trabajaban con la lana, y cara a cara con su hermana Elisa, separadas por una de las mesas. Elisa empaquetaba vellón en pacas, y con muy poca maña. Parecía distraída, sin percatarse de la presencia de Egwene, y ésta sabía por qué. Su hermana tenía dieciocho años, pero todavía llevaba el cabello, largo hasta la cintura, sujeto con un pañuelo azul. No es que estuviese pensando en casarse —casi todas las chicas esperaban al menos unos pocos años tras ponerse trenza—, pero tenía un año más que Nynaeve. A menudo Elisa se preguntaba en voz alta por qué el Círculo de Mujeres aún la consideraba demasiado joven. Era difícil no compadecerla. Y más después de llevar semanas pensando en el estado de ansiedad de su hermana. Bueno, no exactamente en el problema de Elisa, pero era el motivo de que sus pensamientos hubieran tomado ese curso.

A un lado de las mesas, Cali Coplin charlaba con unos jóvenes de las granjas a la par que soltaba risitas tontas y hacía muecas. Siempre estaba hablando con algún hombre, pero se suponía que debería estar empaquetando vellón. Sin embargo, no fue ése el motivo por el que le llamó la atención a Egwene.

—Elisa, no deberías preocuparte tanto —dijo dulcemente—. Es cierto que Berowyn y Alene se trenzaron el cabello a los dieciséis…

«Como ocurre con la mayoría de las chicas», pensó. Su actitud no era totalmente compasiva. Elisa tenía la costumbre de enunciar dichos, como «La hora perdida no vuelve a encontrarse» o «Una sonrisa hace más liviano el trabajo», hasta que uno se empachaba de oírlos. Egwene sabía de cierto que una sonrisa no aligeraría el peso del cubo ni un cacillo de agua menos.

—… pero Cali tiene veinte y en pocos meses será su día onomástico. Todavía no lleva trenzado el cabello y no se la ve deprimida por eso.

Las manos de Elisa se quedaron paralizadas encima del vellón que tenía delante, sobre la mesa. Por alguna razón, las mujeres que estaban a uno y otro lado de ella se llevaron la mano a la boca para disimular la risa. Por alguna razón, a Elisa se le puso la cara colorada. Roja como la grana.

—Las niñas no deberían… —balbució. Tendría el rostro encendido como el sol, pero a pesar del balbuceo su voz sonó tan fría como nieve en pleno invierno—. Una niña que habla cuando… Las niñas que…

Jillie Lewin, una chica un año más joven que Elisa y que llevaba el negro pelo tejido en una gruesa trenza que le llegaba más abajo de la cintura, se reía con tantas ganas detrás de la mano que cayó de rodillas.

—¡Márchate, niña! —espetó Elisa—. ¡Aquí hay gente adulta que tiene que trabajar!

Egwene le asestó una mirada indignada, giró sobre sus talones y se alejó de las mesas; el cubo le golpeaba la pierna a cada paso que daba. Una intentaba ayudar a alguien, intentaba levantarle el ánimo y ¿qué conseguía? «Tendría que haberle dicho que tampoco ella es una mujer adulta —pensó, furiosa—. Porque no lo será hasta que el Círculo le permita trenzarse el cabello. Eso es lo que debí decirle».

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