Poul Anderson - Valiente para ser rey

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Permite que me asesore un tanto. Si descubrimos algo, volveré… esta misma noche.

—¿Dónde está tu saltatiempos?

Everard hizo un vago ademán.

—Colinas arriba.

Dennison se mesó la barba.

—No vas a decirme más, ¿eh? Bueno; es prudente. No estoy seguro de poder contenerme si supiese donde hallar una máquina saltatiempos.

—¡Yo no he dicho…! —exclamó Everard.

—No importa. No discutamos por eso —y Dennison suspiró—. Ve; vuelve a la época y mira lo que se puede hacer. ¿Quieres una escolta?

—No. No la creo necesaria. ¿Y tú?

—Tampoco. Hemos dado a este espacio más seguridad que tiene el Central Park.

—Eso no es decir mucho —y Everard le tendió la mano—. Ahora devuélveme mi caballo. Me disgustaría perderlo, es un animal excelentemente adiestrado —Su mirada se encontró con la de Keith y añadió:

—Volveré. En persona. Sea cual fuere la decisión.

—Estoy seguro, Manse.

Salieron juntos, y juntos cumplieron las formalidades de informar a guardias y porteros. Dennison indicó la alcoba de palacio a cuya ventana —dijo— esperaría, noche tras noche, la realización de la cita. Y, por fin, Everard besó los pies al rey; cuando se separó, montó a caballo, y al trote corto salió lentamente del palacio.

Sentía vacío por dentro. En realidad, nada quedaba por hacer; pero había prometido regresar y comunicar la sentencia al soberano.

8

Mas tarde, aquel mismo día, estaba entre las colinas donde se alzaban los oscuros cedros; la carretera que hasta entonces había seguido, orillada por encrespados arroyos, se convirtió en una empinada vereda. Aunque árido, el Irán tenía en aquella época algunas selvas así. El caballo, fatigado, se abatió de cansancio, y Everard pensó en buscar alguna choza de pastor donde pedir alojamiento, para no dejarlo morir. Pero como había luna llena podía caminar hasta encontrar su saltador, antes del alba. Ni pensó en dormir. Sin embargo, una pradera de altas hierbas secas y maduras bayas le invitó a hacerlo. Tenía provisiones en las alforjas, vino en un odre y su estómago vacío desde el amanecer. Rió entre dientes, animó al caballo y se apeó.

Allá abajo, a lo lejos, en la carretera, algo relucía al sol naciente, entre una nube de polvo. Conforme lo observaba, aquello crecía. Eran varios jinetes acercándose con endiablada prisa. ¿Mensajeros del rey? Pero ¿por qué por allí? La inquietud sacudió sus nervios. Se puso la cofia fruncida, se ajustó el casco sobre ella, embrazó el escudo y probó si su corta espada salía bien de la vaina. Sin duda la partida le vitorearía a su paso… Pero…

Ahora pudo ver que eran ocho hombres, montados en buenos caballos y cuya retaguardia conducía una remonta. Sin embargo, las bestias iban casi jadeantes, el sudor trazaba surcos en sus polvorientos flancos y las crines se pegaban a sus cuellos. Debían de haber corrido a rienda suelta. Los jinetes iban decentemente vestidos, con los usuales pantalones blancos, camisa, botas, capa y sombrero de alta copa y sin alas; no eran cortesanos ni soldados profesionales, sino tal vez bandidos. Sus armas eran sables, arcos y hondas.

Súbitamente, Everard reconoció al hombre de la barba gris que iba a la cabeza. ¡Harpago! Y, entre una cegadora niebla, pudo ver también que, aun para ser antiguos iranianos, sus perseguidores eran gente de muy rudo aspecto.

—¡Vaya! —dijo a media voz—. ¡Bribones!

Puso atención en ello. No era ocasión aquella para temer, sino para pensar. Harpago no tenía para subir a aquellas alturas más motivos que capturar al peregrino griego. Seguramente en el plazo de una hora, valiéndose de espías y de chismosos, Harpago había sabido que el rey habló al desconocido en una lengua extraña, que le trató como a su igual y le permitió marchar hacia el Norte. Seguramente tardó el ciliarca más de una hora en forjar un pretexto para dejar el palacio, reunir a los rufianes adictos ysalir a perseguirle. ¿Por qué? Porque Ciro había aparecido en aquellas tierras altas montando un aparato que Harpago codiciaba. No era tonto y nunca quedó satisfecho con la evasiva que oyera de labios de Keith. Parecía razonable que en alguna ocasión apareciera otro mago de la tierra de que procedía el rey, y esta vez Harpago no dejaría que la máquina aquella se le escapara tan fácilmente como la primera. Everard no esperó más. Solo distaban ya de él unos cien metros. Ya podía ver centellear los ojos del ciliarca bajo sus peludas cejas. Espoleó su caballo, haciéndole dejar el camino y lanzándolo a través del prado.

—¡Alto! —aulló a su espalda una voz que él recordaba—. ¡Alto, griego!

Everard logró de su montura un cansado trote. Los cedros lanzaban amplias sombras en torno suyo.

—¡Alto o disparamos! ¡Alto! Tirad, pero no lo matéis! ¡Derribad el caballo!

En la linde del bosque, Everard se deslizó de la silla al suelo. Oyó un colérico zumbido y unos veinte impactos. El caballo relinchó. Everard echó una ojeada en torno suyo, el pobre animal estaba tocado. ¡Vive Dios, que alguien pagaría por aquello! Pero, ahora, él era uno yellos eran ocho. Se apresuró a meterse entre los árboles. Una flecha se clavó en un tronco, sobre su hombro izquierdo, y se enterró en la madera.

Corrió, agachado y en zigzag, y entró en una fría y olorosa penumbra. De cuando en cuando, una rama colgante le azotaba la cara. Podía haber utilizado más la maleza, empleando algunos trucos de los algonquinos pero, por lo menos, la suave tierra era silenciosa bajo sus pies. Los persas le habían perdido de vista. Casi por instinto habían tratado de cabalgar en la misma dirección. Chasquidos, crujidos y groseras interjecciones demostraban su acierto.

A pie le alcanzarían en un minuto. Se estrujó los sesos; percibió el débil rumor de una corriente de agua, y se dirigió a ella, trepando por una empinada cuesta sembrada de cantos, si bien pensé que sus perseguidores no eran inexpertas gentes de ciudad. Algunos de ellos eran, de seguro, montañeses, cuyos ojos podían leer las más oscuras señales de su paso. Había que cortar la pista; entonces podría ocultarse hasta que Harpago se fuera, reclamado por sus obligaciones en la corte.

Sintió enronquecérsele la respiración en la garganta. Tras de él sonaban voces en cuyos tonos pudo advertir la decisión, aunque no comprendía lo que decían. Y su sangre parecía latir en sus oídos…

Si Harpago había disparado contra el huésped del rey era porque en sus cálculos entraba que este no lo supiera nunca. Su propósito era capturarle, martírízarle hasta que revelase dónde dejó la máquina y cómo manejarla, y, por último, otorgarle una merced de acero.

«¡Judas! —se dijo a sí mismo Everard—. He estropeado esta operación hasta convertirla en compendio de lo que no debe hacer un patrullero. Y lo primero que ha de hacer es no pensar tanto en cierta chica (que no le pertenece) como para descuidar las precauciones más elementales»

Había llegado al borde de la alta y húmeda orilla de un arroyo, que corría a sus pies valle abajo. Sus perseguidores le habían visto de lejos, pero sería un puro azar descubrir en el agua su ruta, que…, ¿cuál sería? Notaba el barro resbaladizo yfrío cuando se arrastró por él. Mejor sería ir corriente arriba, pues así, además de acercarse a su aparato, haría creer a Harpago que trataba de volver hacia el rey.

Las piedras le lastimaban los pies y el agua los entumecía. Los altos árboles formaban un muro en la otra orilla y el cielo parecía una franja de techo azul que se oscurecía en ciertos momentos. Allá en lo alto se cernía un águila. El aire era cada vez más frío. Pero él tenía alguna suerte; el arroyo se retorcía como una culebra delirante, por lo que pronto habría borrado su pista.

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