Hizo una inclinación de cabeza hacia los hombres y dijo:
—Me llamó Chaney. He sido…
El doloroso sonido lo interrumpió, cortando sus palabras.
El sonido era algo así como una gruesa banda de caucho restallando contra sus tímpanos, como un martillo o un mazo golpeando contra un bloque de aire comprimido. Hizo un ruido de impacto, seguido por un reluctante suspiro, como si el martillo estuviera rebotando al ralentí en un fluido oleoso. El sonido dolía. Las luces disminuyeron de intensidad.
Las tres personas que ocupaban la habitación estaban mirando hacia algo detrás de él, encima de él.
Chaney se dio la vuelta pero no descubrió nada más que un reloj de pared encima de la puerta. Estaban observando el recorrido de la manecilla roja. Se volvió de nuevo hacia el trío con una pregunta en sus labios, pero la mujer hizo un pequeño movimiento de que mantuviera silencio. Ella y sus compañeros masculinos siguieron observando el reloj, con una fija intensidad.
El recién llegado aguardó.
No vio nada en la habitación que pudiera causar el sonido, nada que pudiera explicar aquel concentrado interés; sólo había allí los muebles habituales de una habitación acondicionada por el gobierno y las cuatro personas que ahora la ocupaban. Las paredes estaban desnudas de mapas, y eso era algo inusual; había tres teléfonos de distintos colores en un estante cerca de la puerta, y eso también era algo inusual; pero aparte eso no era más que una sala de conferencias sin ventanas y bien custodiada situada en un recinto militar igualmente bien custodiado a cuarenta y cinco minutos de Chicago por tren blindado.
Había cruzado la habitual verja custodiada de una instalación de acceso restringido que abarcaba unos ocho kilómetros cuadrados, había sido examinado e identificado con la habitual meticulosidad del personal militar, y había sido escoltado hasta la habitación sin ninguna explicación y sin el menor retraso. Las macizas puertas exteriores de una estructura de cemento que parecía a prueba de terremotos lo habían sorprendido e impresionado. Había varios edificios muy separados los unos de los otros en el recinto —pero ninguno tan imponente como ése—, los cuales lo llevaron a creer que antiguamente había sido una fábrica de municiones. Ahora, la presencia de un cierto número de personas de ambos sexos yendo de un lado para otro sugería unas instalaciones menos peligrosas. Ningún indicio o señal externa indicaba su actividad actual, y Chaney se preguntó si el conocimiento de la existencia del vehículo era compartido por el personal de la estación.
Guardó silencio, estudiando de nuevo a la mujer. Estaba sentada, y mentalmente especuló con la longitud de la falda que llevaba ese día, comparada con los pantalones cortos en delta de la playa.
El más joven de los dos hombres señaló repentinamente al reloj.
—¡Agárrese el sombrero, amigo!
Chaney miró al reloj, luego al que había hablado. Calculó que el hombre tendría unos treinta años, apenas unos años más joven que él, pero la misma figura larguirucha. Su pelo era color arena, su aspecto, musculoso, y algo en su forma de mirar sugería a un hombre de mar; su piel estaba profundamente bronceada, en oposición al reciente bronceado de la mujer, y ahora su boca abierta revelaba una funda de plata en uno de sus dientes delanteros. Como sus compañeros, iba vestido con un simple traje de verano, con su camisa deportiva medio desabrochada sobre su pecho. Su dedo, que señalaba al reloj, cayó, como si fuera una señal.
El reluctante suspiro del martillo o el mazo hundiéndose blandamente en un fluido llenó la habitación, y Chaney deseó taparse los oídos. De nuevo el invisible martillo golpeó contra aire comprimido, la banda de caucho azotó sus tímpanos, y hubo un pop final y anticlimático.
—Ya está —dijo el hombre más joven—. Los mismos sesenta y uno de siempre. —Miró a Chaney, y añadió lo que parecía ser una explicación—: Sesenta y un segundos, amigo.
—¿Eseso bueno?
—Es lo mejor que hayamos conseguido nunca.
—Excelente. ¿Qué es lo que ocurre?
—Pruebas. Pruebas, pruebas, pruebas, una y otra y otra vez. Incluso los monos empiezan a sentirse cansados de eso.
Lanzó una rápida mirada a Kathryn van Hise, como preguntando: «¿Lo sabe?».
El otro jugador de cartas estudiaba a Chaney con una cierta reserva, como si deseara catalogarlo convenientemente. Era un hombre más viejo.
—Se llama Chaney—repitió hoscamente—. Y ha sido… ¿qué?
—Reclutado —respondió Chaney, y vio al hombre sobresaltarse.
—¿Señor Chaney? —dijo la joven rápidamente.
Se volvió, y vio que ella se había levantado.
—¿Señorita Van Hise?
—Lo esperábamos antes, señor Chaney.
—Esperaban demasiado. He tenido que aguardar unos días para conseguir una reserva de coche-cama, y me entretuve en Chicago visitando a unos viejos amigos. No me sentía ansioso de abandonar la playa, señorita Van Hise.
—¿Coche-cama? —preguntó el hombre más viejo—. ¿En tren? ¿Por qué no ha venido usted en avión?
Chaney pareció embarazado.
—Le tengo miedo a los aviones.
El hombre del pelo color arena estalló en una estruendosa carcajada y apuntó un dedo explicativo hacia su hosco compañero.
—Fuerzas Aéreas —le dijo a Chaney—. Nació en el aire, y lleva el volar pegado al fondillo de sus pantalones. —Dio una palmada en la mesa y las cartas saltaron, pero nadie compartió su ruidoso humor—. ¡No ha empezado usted lo que se dice precisamente bien, amigo!
—Para mi vergüenza, ¿debo sostener una vela? —preguntó Chaney.
—Por favor, señor Chaney —dijo de nuevo la mujer.
Él le dedicó su atención, y ella le presentó a los jugadores de cartas.
El mayor William Theodore Moresby era el desaprobador miembro de las Fuerzas Aéreas; rozaba los cuarenta y cinco años, y sus cabellos en retroceso acentuaban aún más sus grandes y penetrantes ojos grisverdosos. La arista de su nariz era afilada y huesuda, y en alguna ocasión había resultado rota. Había la sospecha de una papada, y otra sospecha de una prominente barriga bajo la camisa de verano que llevaba por encima de sus pantalones. El mayor Moresby no tenía sentido del humor, y cuando estrechó su mano con la del nuevo recluta que había llegado con retraso lo hizo con el aire de un hombre que estrecha la mano a un desertor que acaba de regresar del Canadá.
El hombre más joven de aspecto musculoso y muy bronceado y la llamativa prótesis dental era el capitán de corbeta Arthur Saltus. Felicitó a Chaney por haber tenido el buen sentido de mostrarse reluctante a abandonar el mar, y dijo que estaba en la Marina desde los quince años. Había mentido acerca de su edad, y mostrado unos papeles falsos para apoyar su mentira. Incluso en aquella habitación sin ventanas sus ojos parecían protegerse contra la brillante luz del sol reflejada en el agua. Era simpático.
—¿Un civil? —preguntó gravemente el mayor Moresby.
—Alguien ha de quedarse en casa y pagar los impuestos —respondió Chaney en el mismo tono.
La joven intervino rápida y diplomáticamente:
—Es la política oficial, mayor. Nuestras directrices fueron establecer un equipo equilibrado. —Miró a Chaney como pidiéndole disculpas—. Algunos miembros del Senado se mostraron disconformes con la anterior política de la NASA de seleccionar únicamente personal militar para las misiones orbitales, de modo que nosotros decidimos reclutar una tripulación más equilibrada para…, para evitar cualquier posible encuesta futura. La Oficina tiene muy en cuenta las opiniones del Congreso.
Saltus:
—Traducción: debemos hacer que los fondos sigan llegando.
Moresby:
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