Llegué a la puerta que daba a la oficina de Albrecht. ¿Estaría Tom allí? ¿O Albrecht? ¿O ambos? Si tenían la luz encendida, me cegaría. Abrí la puerta milímetro a milímetro.
La oficina estaba a oscuras. Y sumida en un silencio antinatural… por supuesto. Si se desconectaba la energía, cualquier ventilador o acondicionador de aire del piso se apagaría también. La ausencia total de ruidos me indujo a pensar que el piso de Albrecht debía de tener sistemas independientes. Si Tom estaba en la habitación, podría oír su respiración si conseguía contener la mía un momento .
Tropecé ligeramente con el escritorio y dejé que mis manos resbalaran hasta la zona en la que debía de estar la lámpara. Estaba allí. Probé con el interruptor porque tenía que intentarlo, pero no ocurrió nada. Rodeé el escritorio, deteniéndome para escuchar cada dos o tres pasos. Y conteniendo la respiración hasta que el sonido de mi propio pulso en la cabeza me ensordeció. Finalmente, conseguí llegar hasta la puerta camuflada que daba a la sala grande y luminosa que había sido el escenario del último drama de Tom.
Estaba a oscuras, como la oficina. Y una humedad calurosa y sofocante había reemplazado el aire fresco y seco. No funcionaba la ventilación ni el aire acondicionado. Podía sentir cómo empezaba a sudarme la piel, como una capa de condensación sobre un vaso. Di un paso en el vacío, otro…
Y no pude reprimir un sonido al sentir que algo me tocaba la cara. Retrocedí tambaleándome. No había pasado nada. Extendí el brazo y mis dedos encontraron algo: plástico, tiras alargadas de plástico, suspendidas del techo como enredaderas.
Lo que tuve que reprimir entonces fue una cascada de imprecaciones. Eran cintas de película. Cintas de película de media pulgada, arrancadas de las bobinas y colgadas como si fueran serpentinas de fiesta hasta donde alcanzaban mis brazos.
Una luz trémula recorrió la habitación y al principio pensé que era un reflejo de algo. Pero entonces comprendí lo que había visto. Alguien había levantado las persianas y el primer destello pálido de un relámpago se había colado. Un relámpago. ¿Y viento? Esa parte de la fiesta no me tocaba a mí. No podía permitirme el lujo de sentir esperanzas o miedo.
Pero me había dado un momento de iluminación. Gracias a él, había visto que la cinta cubría la habitación de lado a lado. La colección de Albrecht, supongo, todo lo que había encontrado para él, todo lo que le había comprado a otros proveedores, siempre originales, porque él insistía en ello. Cerré los dos puños y empecé a arrancar la película a puñados, metódicamente.
El mobiliario había desaparecido. Al llegar al sitio ocupado antes por los dos sofás, no encontré más que el suelo vacío. Un relámpago me mostró las marcas dejadas en la gruesa alfombra por las patas de los sofás y la mesa china. Puede que no esté aquí, pensé de repente, con alarma. Un pedazo de película cayó al suelo resbalando entre mis dedos. Puede que hubiese dejado todo aquello para mí y estuviera en otra parte, imaginando la escena, riéndose. Si era así, era posible que hubiese dejado algo más, algo letal.
No, no podía ser. Tom Worecksi poseía una imaginación asombrosa. Tenía la prueba allí mismo. Pero no creo que quisiese perderse el efecto que provocaría, aunque tuviera que limitarse a juzgarlo por los ruidos que yo emitiese. Cogí un trozo de película y tiré.
Una luz blanca y cegadora penetró en la habitación por las ventanas y desapareció al instante, seguida de cerca por el estruendo de la trepidación del aire. Me tambaleé y caí al suelo, con los nudillos metidos en la boca para impedir que salieran el ruido y el aire.
Dana estaba colgada del techo. La imagen atisbada un segundo seguía grabada en mi retina, mirara donde mirara: boca abajo, desnuda, con los brazos enredados con la película, los restos manchados y deshechos de su pelo colgando alrededor de su cara, la boca manchada de sangre seca y los ojos abiertos de par en par, vacíos. Le habían cortado la garganta.
Hubo otro destello sin que nada me advirtiera que debía apartar la vista, así que volví a verla. Iba a tener que verla para pasar. Hubiera debido bajarla de ahí; pero, oh, dioses, oh, dioses, no podía hacerlo. ¿Por qué le ponías velas a Erzulie, Dana? ¿Para que te salvara de alguien como Tom Worecksi? ¿Estaba viva el día anterior, mientras yo sacaba su cabello de una caja? Era imposible saberlo a la luz de los relámpagos. Un maniquí roto, una muñeca hecha trizas… Pero antes había estado viva, había sido real, y yo no me había fijado. Ahora era demasiado tarde.
Según parecía, podía olvidarme del sigilo.
-¿Dónde estás, Tom? -dije en voz alta.
-Por aquí -respondió desde detrás de una pantalla hecha de película, con el mismo tono que utilizaba yo: plano, despojado de toda frivolidad y toda personalidad. Esta vez era su voz real, no un altavoz en el techo. Avancé cautelosamente entre el plástico. Se me adhería a la piel, a la capa de sudor que la cubría. Podía sentir cómo se me pegaba la camisa a la espalda, cómo me rozaban los pantalones húmedos contra los muslos y las pantorrillas.
-¿Por qué me has llamado, Tom?
-Mick me contó tu historia. Dijo que no recordabas haber sido un Jinete, pero yo creo que era mentira. -Estaba moviéndose; su desplazamiento estaba llevándolo hacia la derecha, lejos de la ventana, de modo que yo quedara entre él y ella. ¿Pensaba que tenía una pistola?
-Es la verdad. No lo soy. Nunca he sido un Jinete.
-Oh, chorradas. Los putos chevaux no eran más que envoltorios de carne. Alguien tenía que manejarlos. ¿Eres Mitchell, capullo? Siempre se creyó el puto señor CI superior. Le encantaría tratar de liquidarme.
-Ya te he dicho lo que soy. -No había razón para guardar silencio. El crujido de la película le habría indicado mi posición. Me había invitado. Creía que era un Jinete. Quería otra pelea mental, quería demostrarle a otro de los suyos que era el amo.
-¿O Scoville, quizás? Jesús, menudo chochito. Chichenas me odiaba a muerte… ¿Eres Chichenas?
Por otro lado, si me quedaba sin nada que decir, no había razón para seguir hablando. Cuando terminara de jugar conmigo, atacaría. Y entonces veríamos si funcionaba el truco que le habíamos preparado.
Theo se encontraba en el Gilded West, justo al otro lado de aquella ventana. Si tenía suerte y un ciclón en miniatura decidía bailar con las aspas de su turbina, y no lo tiraba del tejado y se hacía trizas contra el pavimento, iluminaría la noche. Parecía algo terriblemente estúpido y lejano. ¿Por qué lo habíamos hecho? ¿De qué le iba a servir a nadie? Solo esperaba que Theo saliese sano y salvo. Frances lo ayudaría. Rodeé otro trozo de película.
-Gorrión, cuidado -dijo alguien en voz baja y rápida. Vi un movimiento frente a mí, una mancha menos oscura en la oscuridad, como una cara. Me agaché. Hubo una llamarada y un chasquido seco y ensordecedor, y sentí que algo me abría un agujero a través de la carne del hombro izquierdo. Mi grito y el disparo resonaron en la habitación y desaparecieron al unísono.
Había caído sobre una rodilla. Me quedé allí, con el cuerpo encorvado y la respiración entrecortada. Me llevé una mano al hombro, pero no era lo bastante grande como para tapar los agujeros de entrada y de salida. La sangre que resbalaba por mi muñeca derecha me manchó la manga. Adiós a mi camisa limpia. Tendría que disculparme con su propietario cuando… no, no creo que tuviese ocasión de hacerlo. Nunca se me había ocurrido que él podía tener un arma, que podía librar la batalla con algo que no fuera su mente. Era idiota. No era la persona adecuada para hacer aquel trabajo.
Los rayos se encendieron y apagaron en una danza rápida y desprovista de ritmo. Entre relámpago y relámpago, la habitación parecía picada de viruela con la imagen de la lluvia que golpeteaba contra la ventana. Los sofás se encontraban en un extremo, y Mick Skinner estaba en uno de ellos. La voz que me había avisado era la suya. Estaba tieso como un palo, con las manos unidas entre las rodillas, el pelo enmarañado y sucio y su bonito y prestado rostro demacrado y vacío. Tom se encontraba a su lado, apuntándome con una pistola que empuñaba como un profesional. A su espalda estaba la puerta del otro cuarto, donde había muerto Cassidy.
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