Durante varios minutos miramos boquiabiertos. Luego el capitán dijo:
—Vamos, muchachos; tenemos que cumplir con nuestro deber.
Formamos una vez más. Sonaron una corneta y un tambor, sonidos enardecedores muy fuera de lugar, y cruzamos las ruinas de las murallas.
Así que al final, como a las cuatro de la tarde, el Ejército británico entró en Sebastopol.
Al principio llevábamos las armas listas para la batalla y nos movíamos en perfecto orden militar, reconociendo el terreno y con vigías; pero el único sonido era el crujido del vidrio y los materiales de construcción bajo las botas, y era como si caminásemos por la superficie de la Luna. Incluso en las afueras de la ciudad los edificios estaban uniformemente quemados y ennegrecidos, y recordé el terrible calor que había consumido el corazón de Sebastopol. Llegamos a una casa que parecía como si la hubiesen abierto de un tajo, por lo que podíamos ver los muebles y elementos decorativos de los desafortunados ocupantes. Vehículos destrozados salpicaban las calles, caballos muertos o heridos todavía atrapados en sus arneses.
Y la gente:
Padre, yacían allí donde habían caído, hombres, mujeres y niños por igual, los cuerpos retorcidos y arrojados como muñecos, las ropas rusas rotas, manchadas de sangre y quemadas. De alguna forma la posición de aquellos cadáveres desafortunados hacía que pareciesen menos que humanos, y yo sólo sentía un entumecimiento enfermizo.
Luego nos encontramos con nuestro primer ruso vivo.
Salió tambaleándose de una puerta que ya no llevaba a ningún sitio. Era un soldado —un oficial, por lo que pude ver— y a mi alrededor pude oír a los muchachos murmurando y manoseándose los brazos. Pero el pobre tipo había perdido la gorra, no llevaba armas de ningún tipo y, con un pie colgando tras él, se las arreglaba para caminar sosteniéndose sobre una muleta improvisada con un trozo de madera. El capitán nos ordenó que nos echásemos las armas al hombro. El tipo empezó a hablar en esa lengua gutural de ellos, y gradualmente el capitán dedujo que había varias personas, quizás una docena, atrapadas en las ruinas de la escuela, a un centenar de yardas de allí.
A un grupo de soldados se les dio palas y herramientas y se les envió con los rusos.
Y así fue durante los siguientes días. Padre, por lo que sé, no se disparó ni un solo tiro por furia en Sebastopol después de la caída del proyectil de antihielo; en lugar de eso, trabajamos junto con los supervivientes rusos —y con los franceses y turcos— en las entrañas del puerto caído.
Recuerdo una niña, tirada de espaldas, con un pañuelo rojo alrededor de la cabeza. Tenía una mano extendida hacia el cielo que la había traicionado, y los dedos ardían como velas. Un muchacho salió de las ruinas de los astilleros, arrastrándose con los brazos; dejó un rastro brillante al moverse, como si fuese una horrible babosa.
Padre, he decidido contarle estas cosas; pero sé que no permitirá que madre y el joven Ned sufran por la repetición de este relato.
El trabajo más importante era retirar los cadáveres; pero no lo podíamos hacer con la rapidez suficiente. Después de unos días bajo el cálido sol de Crimea, el olor en aquel lugar era imposible de soportar, y sobre la boca todos llevábamos pañuelos empapados en «raki».
La visión más extraña se produjo después de unos días, cuando me enviaron a un cráter en el corazón de la ciudad.
Teníamos que atarnos trapos mojados alrededor de las botas porque, incluso entonces, todo estaba todavía tan caliente como para quemar la piel. Allí encontré un trozo de pared que surgía como una lápida de la tierra destrozada; la pared estaba uniformemente ennegrecida exceptuando una mancha de forma extraña cerca del suelo; y esa mancha, comprendí después de un momento, tenía la forma de una vieja mujer, que recorría pacíficamente la calle.
Padre, sobre la pared se dibujaba la sombra de una dama proyectada por la luz del proyectil de antihielo. Por supuesto de la dama en sí no había ni rastro; ni tampoco encontramos ningún superviviente en esa parte de la ciudad.
En más de una ocasión me crucé con el ingeniero Traveller trabajando con el resto de nosotros; y en una ocasión vi cómo las lágrimas caían por sus sucias mejillas. Quizá, supusimos, ni siquiera él había previsto la devastación que iba a provocar su invento. Me pregunté cómo pasaría Traveller el resto de sus días; y qué otros milagros —o maldiciones— podría producir a partir de antihielo.
Pero no me acerqué a él, y no sé de nadie que lo hiciese.
Poco más hay que decir, querido padre. Se me relevó de mi trabajo en Sebastopol en cuanto llegaron nuevas tropas desde Gran Bretaña y Francia; ahora, después de nueve o diez días, la ciudad —aunque destruida— ya se parece menos a una escena de la Divina Comedia; y el puerto comienza a funcionar de nuevo.
Por supuesto, los meses de sitio están a punto de acabar y hemos ganado la guerra. Pero desde que ocupamos la ciudad sabemos que antes del bombardeo con antihielo los rusos perdían mil vidas cada día, debido a los disparos de nuestra artillería y las privaciones que sufrían. Aparentemente cada vez estaban más desesperados y —me han dicho— sus oficiales habían estado considerando una jugada final, una salida y asalto que, estoy seguro, hubiésemos podido rechazar y ganar la guerra.
Por tanto, padre, ¿era necesario emplear el antihielo? ¿Podíamos haber ganado sin tanto sufrimiento en la población de la ciudad?
Me temo que sólo Dios, el Señor de otros mundos aparte de éste, conoce la respuesta a esas preguntas.
En lo que a mí respecta: el doctor me ha dicho que con el tiempo recuperaré el uso parcial de la mano quemada, aunque nunca será un espectáculo agradable, ¡y jamás podré sostener un violín con ella! Y hablando de espectáculos agradables —debo decirlo antes del encuentro y reconciliación entre nosotros que, espero, se producirá algún día—, me temo que mi rostro quedó dañado por las llamas del antihielo y que permanecerá marcado de esa forma durante el resto de mi vida; todo el rostro menos la inconfundible y clara sombra de la mano que tenía sobre los ojos en el momento en que el extraño proyectil cayó sobre Sebastopol.
Padre, acabo ahora. Por favor, transmita mi amor y devoción a madre y Ned; como he dicho, espero verles de nuevo una vez más, sí desean recibirme, a mi regreso a Inglaterra; ocasión en que podré agradecerle, padre, las reparaciones que realizó a la joven dama cuyo honor tan inconscientemente mancillé con los actos de mi juventud.
Que Dios le guarde, Señor.
Sigo siendo, con amor, su devoto hijo
Hedley Vicars
Fue en la inauguración de la Nueva Gran Exposición, el 18 de julio de 1870, donde me encontré por primera vez en persona con el famoso ingeniero Josiah Traveller, aunque había crecido con el relato de mi hermano Hedley del terror acarreado por el antihielo de Traveller en la campaña de Crimea. Nuestro primer encuentro fue muy breve y quedó enmascarado en mi mente por las maravillas de la Catedral de Cristal y todo lo que contenía —por no mencionar el rostro de una tal Françoise Michelet— pero, sin embargo, la cadena de eventos iniciada por ese primer encuentro casual llevaría de eslabón en eslabón a una aventura asombrosa que me elevaría por encima de la misma estratosfera; y que me hundiría finalmente en las profundidades de un infierno provocado por el hombre en Orléans.
En ese año culminante de 1870 yo era agregado subalterno del Foreign Office. Mi padre, desesperado por mi poco carácter y aún más reducido intelecto, había estado dispuesto a encontrar un puesto en el que pudiese realizar un significativo servicio al país. Sospecho que jugó con la idea de adquirir una comisión para mí en uno u otro servicio militar; pero, advertido como estaba por las experiencias de Hedley en Crimea, se había decidido en contra de ese curso de acción. Además, yo siempre había demostrado facilidad para los idiomas, y padre imaginaba vagamente que eso podría ser útil en puestos de ultramar (se equivocaba, por supuesto; el inglés sigue siendo la lengua común del mundo civilizado).
Читать дальше