Fruncí el ceño.
—Hay que dar gracias a Dios de que no haya ninguna posibilidad de que esos animales se extiendan más, hasta la Tierra, por ejemplo. —Me estremecí, imaginando cómo esos grandes miembros cristalinos surgían de las verdes colinas de Inglaterra.
—Quizá —dijo Traveller—. ¡Pero qué oportunidad para la investigación científica nos daría tal invasión!
—Si alguien sobreviviese para realizar esos estudios —dijo Holden.
—Hay que lamentar —dijo Traveller— que quede tan poco antihielo, y en su mayoría dedicado a otros proyectos, y que a nuestro regreso a la Tierra es poco probable que se produzca otro viaje a la Luna; y puede que pasen siglos antes de que las teorías que he expuesto puedan confirmarse. Puede que no sepamos nunca, por ejemplo, si el hielo que Ned recogió era indígeno de la Luna, fue traído por el cometa de antihielo, o ha sido generado como producto de desecho por las actividades de los febianos.
Bourne sonrió burlón.
—Qué triste para los ingleses quedar aislados de su nueva colonia. Podrían haberles enseñado a los febianos a saludar a su bandera; o cómo instaurar un parlamento, como hicieron con los desdichados indios.
Yo me reí, pero Holden reaccionó y dijo:
—O los franchutes podrían haberles enseñado a hacer la revolución. Son lo suficientemente estúpidos y destructivos para eso.
Yo dije:
—Caballeros, por favor; éste no es el momento para estas disputas. —Miré expectante a Traveller—. Sir Josiah, ha mencionado nuestro retorno a la Tierra. Entonces estamos salvados, ¿no?
Traveller me sonrió, no sin simpatía, y me señaló a la escotilla del techo.
—Véalo por sí mismo.
Me quité los agarres, le di a Pocket lo que me quedaba del cigarro para que se deshiciera de él, y dejé que el globo de brandy flotase en el aire; y luego, todavía con el albornoz de felpa, salté por la escotilla y entré en el Puente.
El Puente era un lugar de belleza espectral; los distintos diales y paneles brillaban bajo la suave luz de los filamentos de Ruhmkorff como las caras iluminadas por las velas de un grupo de cantantes de villancicos; y todo estaba bañado de una suave luz azul: era la luz de la Tierra, que colgaba directamente sobre el domo de vidrio del techo.
Miré fijamente a la encantadora isla de agua y nubes, y a la chispa burbujeante de la Pequeña Luna que se elevaba sobre el océano; y, aunque sabía que todavía habríamos que soportar muchos días de viaje por el espacio, cada momento que pasaba me acercaba a mi hogar, y al mundo de asuntos humanos del que me habían arrancado: al mundo de la guerra… y el amor.
Miré al planeta hasta que me pareció que el reluciente océano estaba superpuesto a los suaves ojos de Françoise, mi faro de la esperanza.
Josiah Traveller trajo a la Faetón de vuelta a Inglaterra el 20 de septiembre de 1870.
El ingeniero maniobró la nave castigada por entre los fuegos de la fricción atmosférica, los vientos que cubrían todo el mundo de la atmósfera superior y finalmente una tormenta bastante devastadora: a una milla del suelo nos sentamos en los asientos, mirando temerosos por las portillas a las espadas de rayos que saltaban de nube a nube; y nos imaginamos que habíamos atravesado la Tierra hasta el infierno.
Y al final la Faetón , habiendo casi agotado las reservas de agua lunar, se posó con un golpe en la suave tierra cubierta de rastrojos de una granja de Kent. Los cohetes se apagaron por última vez, y el silencio se hizo en la Cabina de Fumar, que se había convertido en nuestra prisión. Pocket, Holden y yo nos miramos con anticipación. Luego oímos el suave suspiro del aire de Inglaterra contra la piel exterior de la nave; y gritamos al comprender que estábamos en casa.
El francés, Bourne, gemía callado contra las palmas de las manos. Me di cuenta, e, impulsado por una extraña simpatía que había adquirido para aquel hombre, hubiese dicho algunas palabras para confortarle. Pero la sangre me fluía a toda velocidad al pensar que había regresado a mi país natal; un retorno que durante casi todo nuestro asombroso vuelo más allá de la atmósfera había parecido inconcebible. Así que eché a un lado las correas, aullando todavía como una foca…
… ¡Y caí al suelo, tan rápido como un labriego en una pelea, debido a mi sorprendente peso!
Las piernas se me habían doblado como el papel, y encontré que tenía la cara incómodamente apretada contra el suelo. Con brazos que me temblaban por el esfuerzo me levanté y descansé la espalda contra la pared acolchada.
—Vaya, amigos, esta gravedad nos va a causar problemas.
Holden estuvo de acuerdo.
—Ya nos advirtió Traveller de los efectos debilitadores de la falta de peso.
—Sí; y vaya con ese maldito régimen de ejercicios. ¡A la Luna con un juego de mazas de gimnasia! Bien, me gustaría ver cómo le va al gran hombre bajo este peso que nos era tan familiar… —Pero Holden me avergonzó recordándome que Traveller era un hombre mayor que no debería someter su corazón a esfuerzos. Y, por tanto, fui yo el que se arrastró como un niño débil hasta la gran escotilla situada en la pared de la cabina.
Después de muchos esfuerzos conseguí girar la rueda y abrí la escotilla de una patada.
Una bocanada de aire fresco, la esencia de una fresca tarde de otoño inglesa, entró en la nave. Oí a Holden y Pocket suspirar por el rico oxígeno, e incluso Bourne levantó la vista de sus sollozos introvertidos. Me tendí de espaldas y absorbí aquella maravillosa atmósfera, y sentí cómo me corría la sangre por las mejillas al tocarme el frío.
—¡Qué cargado estaba el aire de la nave! —dije.
Holden respiró profundamente, tosiendo.
—El sistema químico de Traveller es una maravilla científica. Pero debo estar de acuerdo, Ned; el aire envasado de esta lata se ha vuelto progresivamente más cargado.
Me puse recto y me eché hacia delante hasta que las piernas me colgaban sobre la caída de diez pies a ha tierra oscura de Kent; miré por los campos, setos, volutas de humo de los fuegos de las granjas y arboledas.
Miré abajo, preguntándome cómo llegar al suelo… y me encontré mirando el rostro ancho y colorado de un granjero. Llevaba un traje gastado pero respetable de tweed, botas wellington manchadas de barro y un sombrero de paja; y llevaba una horca muy grande, sostenida al frente para defenderse. Mientras miraba a nuestra nave imposible tenía la boca abierta, mostrando pobres dientes.
Subrepticiamente me aseguré de llevar la corbata recta y le saludé.
—Buenas tardes, señor.
Se echó atrás tres pasos, levantó la horca en mi dirección y abrió aún más la boca.
Levanté las manos y probé con mi sonrisa más diplomática.
—Señor, somos ingleses; no debe temer nada, a pesar de la forma extraordinaria de nuestra llegada —era hora de ser modestos—. Sin duda ha oído hablar de nosotros. Pertenezco a la expedición de sir Josiah Traveller, y ésta es la Faetón .
Me detuve, esperando reconocimiento instantáneo —seguro que habíamos sido objeto de las elucubraciones de la prensa desde nuestra desaparición— pero el buen rústico se limitó a fruncir el ceño y emitir una sílaba que interpreté como: «¿Quién?»
Empecé a explicarme, pero mis palabras sonaban fantásticas incluso a mis oídos, y el granjero se limitó a fruncir el ceño con mas suspicacia aún. Así que al final me rendí.
—Señor, déjeme destacar el hecho pertinente: que es que somos cuatro ingleses y un francés, que necesitan su ayuda desesperadamente. A pesar de mi juventud y salud ni siquiera puedo soportar mi propio peso, gracias a las extraordinarias experiencias a las que me he visto sometido. Por tanto le pido, de cristiano a cristiano, que nos ofrezca la ayuda que necesitamos.
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