—Piense, muchacho —murmuró Holden—. Sé que está locamente enamorado de la encantadora señorita Michelet, pero debe admitir que no es exactamente una belleza de sociedad. ¿Cuántas chicas de su edad conoce que se darían un paseo por el interior apestoso de una máquina? ¿Y cuántas de ellas demostrarían tanta comprensión de los detalles internos de la máquina?… ¿Por no mencionar los conocimientos que ha demostrado de la situación política y militar? Hay más en mademoiselle Françoise de lo que parece… y estaría bien saber más.
Me sentí distanciarme de Holden durante esa declaración. Durante los últimos días había demostrado ser un compañero agradable e informativo, y su percepción en lo que a la gente se refiere era clara; pero su distancia cínica, su constante examen bajo la superficie de la gente y de los acontecimientos —por no mencionar la vena muy extraña de excesivo patriotismo que revelaba de vez en cuando— estaban resultando ser más que irritantes.
Quizás era algo relacionado con la profesión periodística.
Le dije que no era uno de esos que consideran a las mujeres incapaces de tener ideas racionales y fundadas en la cabeza; el se rió, se disculpó graciosamente y el asunto quedó cerrado.
La sala de calderas era una de las tres a bordo del Alberto ; había una para cada eje, y cada una contenía dos calderas.
Cada caldera era una caja de hierro más alta que dos hombres y más ancha que tres de ellos descansando uno tras otro; al acercarnos a la más próxima vi cómo la caldera tenía incrustadas puertas y placas de vidrio de inspección, y que una chimenea de dos pies de ancho salía de su parte superior y rompía el techo de la cámara, a unos buenos treinta pies por encima de nosotros. Yardas de tuberías de cobre y hierro como entrañas se enrollaban alrededor de cada chimenea y vestían el techo y las paredes superiores de la bodega, de forma que si el contenido de la sala de motores me había recordado los miembros de un atleta gigantesco, entonces aquello era como haber sido tragado al interior de uno de esos cuerpos gigantes.
El calor era destacable; sentí que el cuello de la camisa se me ponía blando y tuve la esperanza de que mi apariencia no se deteriorase con demasiada rapidez. No podía entender cómo alguien podía trabajar en esas condiciones durante largos periodos de tiempo, Pero, exceptuando algo de aceite vertido, no se apreciaba la suciedad y mugre que uno asocia habitualmente con una sala de calderas; las barrigas redondeadas de las calderas relucían con colores casi otoñales, y las tuberías pulidas reflejaban la luz de forma casi atractiva.
Dever se subió a un taburete de madera gastado y abrió una ventanilla de inspección como a ocho pies del suelo; uno por uno nos subimos al taburete y miramos dentro. Cuando me tocó el turno distinguí más tuberías, de latón, cobre y hierro. Esas tuberías llevaban vapor supercalentado de las calderas a los pistones. Si aquélla hubiese sido una nave marítima, el agua hubiese venido del mar; pero el Príncipe Alberto estaba obligado a cargar con sus propias reservas, en grandes tanques de un millón de galones. ¡De hecho, la mayoría del agua pasaba por el estanque ornamental en la Cubierta de Paseo!
Dever nos dijo con deleite que si tocásemos una de las tuberías era más que probable que la carne se nos quedase pegada, asada, permitiendo que los huesos quedasen al aire como dedos en un guante…
Rechazando tonterías tan desagradables, me quedé a su lado cuando le tocó el turno a Françoise de subirse al taburete. Lancé una mirada a sus acompañantes —e incluso al pobre Holden— como desafiándoles a intentar mirar los tobillos o la parte baja de las pantorrillas de la señorita Michelet.
Cuando terminamos con las tuberías, Françoise presionó a Dever.
—El antihielo —dijo, la voz llena de entusiasmo—. Debe enseñarnos el antihielo.
Dever alargó la mano hacia una portezuela de inspección colocada como a la altura de la cabeza en la caldera, y —en un poco característico momento de teatralidad— la abrió de un golpe, para que chocase contra la piel de hierro de la caldera, y observó nuestra reacción con algo parecido a una sonrisa.
Nos echamos atrás como si fuésemos uno, sorprendidos. ¡Porque, en medio del calor infernal de la sala de calderas, la cámara que Dever había abierto estaba llena de la escarcha y el hielo del invierno! Françoise habló suavemente en su lengua materna e inclinó su bonita cabeza para mirar en el interior del contenedor de hielo. Permitió que Dever murmurase sus incomprensibles tonterías en su oído delicado, y luego se encaró con el resto de nosotros.
—En el corazón de la caldera hay un termo Dewar —dijo Françoise decidida—. Seguro que saben que ese termo contiene una capa de vacío atrapada entre dos paredes de vidrio, y está plateada por dentro y por fuera, siendo su propósito eliminar la transferencia de calor desde el interior por los procesos de conducción, convención y radiación. Y la temperatura en el interior del termo se reduce a proporciones árticas por medio de bobinas de refrigeración enrolladas alrededor del termo.
Holden se inclinó hacia mí, la nariz bulbosa le brillaba en rojo por el calor.
—Ciertamente una debutante muy poco común.
Françoise siguió explicando, atractivamente, cómo fragmentos del antihielo en el interior del termo eran alimentados por un sistema ingenioso de garfios y pistones a una pequeña cámara externa, liberando su energía confinada de forma controlada, convirtiendo el agua en vapor, cientos de galones cada minuto.
—Sin una energía tan concentrada —concluyó—, apenas sería posible propulsar motores lo suficientemente poderosos para mover este crucero terrestre.
Aplaudí y grité:
—¡Bravo! ¡Qué explicación tan clara! Y —continué hablando, mientras dejaba atrás a los franceses y me acercaba a Françoise—, ahora puedo entender lo limpio que está este sitio. Porque un horno de antihielo elimina la necesidad de chimeneas llenas de carbón ardiente, que es la causa de la suciedad y la mugre.
Me sentía muy orgulloso de esa deducción.
Françoise me miró a través de un velo de largas cejas.
—Bien pensado, señor Vicars.
—¡Ned, por favor! —dije, entusiasmado.
Se volvió para seguir una conversación entre Holden y el guía. Los dedos de Holden seguían la red de tuberías de latón que cubrían las chimeneas, y acabaron en una llave de paso justo encima de la caldera. Dever asintió con seriedad y dijo:
—Para reservar el calor residual de las chimeneas, para eso son las tuberías. —Y se embarcó en un monólogo lleno de graves profecías de desastres si la llave se cerrase y las tuberías ardiesen hasta quedarse secas, y de cómo Traveller había ignorado el consejo de sus ingenieros sobre ese peligro, todo para hacer que los motores fuesen más eficientes…
Y así más, durante un rato largo, deprimente y sombrío. Los franceses escondían los bostezos tras las manos de perfecta manicura. Y yo… yo sólo tenía ojos para Françoise. Examiné la suave curva de su espalda, el movimiento silencioso de sus manos sobre el parasol plegado, y me pregunté de manera ingenua —aunque poco científicamente— ¡si, en el interior de su amable exterior como un termo de Dewar, podría arder una llama de deseo que yo pudiera encender!
Finalmente acabó el tour, para mi tranquilidad, y nos condujeron al casco exterior del Príncipe Alberto . Pero en lugar de regresar al suelo, nos encontramos subiendo por una espectacular pasarela hasta las cubiertas de pasajeros de la nave. Los escalones eran paneles de hierro de apenas un pie de ancho —bien moldeados, con el nombre de la fundición fabricante rodeado de una delicada filigrana—, y la pasarela estaba unida con seguridad al casco blanco. El paisaje belga se abría a nuestro alrededor, y yo podía ver como en una miniatura las festividades que todavía seguían en bares y tabernas de la ciudad provisional; cuando miré hacia abajo vi caras como otras tantas monedas vueltas hacia arriba e iluminadas por el asombro. Pero no sentí vértigo, porque un tubo de vidrio cubría con seguridad aquella precaria pasarela, excluyendo incluso el viento que debía correr con fuerza a esa altura.
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