Stephen Baxter - Antihielo

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En 1870, cuando el poder del Imperio británico es absoluto, en las remotas tierras de una península antártica al sur del continente australiano se descubre un nueva material: el antihielo. Por el fenómeno que Faraday denominará de «conductancia aumentada», el material libera prodigiosas cantidades de energía cuando su temperatura se eleva. Su potencial energético, casi infinito, va a acelerar la Revolución Industrial de forma insospechada.
El antihielo, como no podía ser de otra manera, es empleado en la campaña de Crimea, pero también se revela útil en otras aventuras del espíritu humano que, a priori, parecen menos. sangrientas. En la Nueva Gran Exposición de Manchester de 1870, un joven agregado del Foreing Office descubrirá el inmenso poder del antihielo y, junto al visionario sir Josiah Traveller, tendrá que enfrentarse a un inesperado y decimonónico viaje espacial a la Luna.
Stephen Baxter, la nueva y gran estrella de la ciencia ficción británica, es considerado el sucesor de Arthur C. Clarke y un igual de Isaac Asimov y Robert A. Heinlein. Sus homenajes a Herbert G. Wells (
) y a Julio Verne (
) son un verdadero tour de force de la mejor ciencia ficción.

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Me volví hacia ella. Había ensayado algunas frases ingeniosas a ella dedicadas sobre la sensación literaria de la temporada — Las dos naciones , la fantasía distópica del futuro de Disraeli— pero me interrumpió Frédéric Bourne, quien dijo:

—¿Sospecho que no nos encontraremos a sus colegas prusianos hoy, señor Vicars?

Confundido, fui consciente de que mi boca se abría y se cerraba.

—Ah…

Françoise me examinó con un gesto de desaprobación.

—¿Seguro que es consciente del progreso de la guerra, señor Vicars?

Holden vino a mi rescate.

—Pero las noticias cuando dejamos Inglaterra eran favorables. Los mariscales Bazaine y MacMahon parecían estar proporcionando una buena oposición a los prusianos.

—Me temo que las noticias han empeorado, señor —dijo Bourne—. Bazaine ha sido desplazado de Forbach-Spicheren y está dirigiéndose a Metz, mientras que MacMahon va hacía Chalôns-sur-Marne…

—No deberías ocultar la seriedad de la situación, Frédéric —dijo Françoise bruscamente. Observé el fino pelo de la base de su cuello flotar bajo la luz del sol. Se dirigió a Holden—. MacMahon fue derrotado en Worth. Se perdieron veinte mil hombres.

Holden lanzó un silbido.

—Mademoiselle, debo decir que esas noticias son una sorpresa. Suponía que las experimentadas tropas de Francia podrían más que enfrentarse a la turba prusiana.

El elegante rostro adoptó un gesto severo.

—No volveremos a cometer el error de subestimarles. Supongo.

Holden se acarició la barbilla.

—Supongo que ahora el debate en Manchester debe de ser aún más virulento.

—¿Debate? —pregunté.

—Sobre si Gran Bretaña debería intervenir en esta disputa. Darle fin: esa disputa medieval, todas esas discusiones principescas.

Françoise se desbocó, abriéndosele la bonita nariz.

—Señor, Francia no recibiría con agrado la intervención de los británicos. Los franceses pueden defender Francia. Y esta guerra no estará perdida mientras un francés sostenga un chassepot frente a él.

Esas palabras, enunciadas con un tono líquido y amable, eran duras; para nada, comprendí de inmediato a pesar de mi niebla romántica, típicas de una joven belleza de sociedad de su clase. Sentí la incómoda sensación de que me quedaba mucho que aprender de mademoiselle Michelet, y sentí aún menos confianza.

—Bien —dije—, ¿se dirigen al Gran Salón, mademoiselle? He oído que ya fluye el champán…

—Buen Dios, no —sofocó un bostezo fingido con un guante delicado—. Si quisiese estudiar paredes con espejos y arabescos me hubiese quedado en París. Nos dirigimos a la sala de máquinas y calderas, señor Vicars, con la guía de un ingeniero de la nave.

Holden se rió, aparentemente agradado.

—Es una oportunidad verdaderamente única —dijo Françoise fríamente—. ¿Quiere unirse a nosotros, señor Vicars? ¿ 0 es la llamada del champán demasiado fuerte para usted?

Bourne rió por lo bajo sin ningún atractivo.

Y no me quedó elección.

—¡A la sala de máquinas! —grité. Una entrada en un lado de la nave permanecía abierta al final de la pasarela, y entramos, no sin algo de turbación, al menos por mi parte, en las entrañas oscuras de la nave.

Nuestro guía era un tal Jack Dever, un ingeniero de la Compañía James Watt que se había ocupado de los motores de la nave. Dever era un joven melancólico de rostro delgado vestido con una bata manchada de grasa. El pelo que le quedaba estaba peinado hacia atrás y me pregunté ocioso si no se habría aplicado algo de grasa de máquina.

Con todas las muestras de impaciencia e irritación, Dever nos llevó en fila india por un pasillo de metal hasta el corazón de la máquina.

Salimos a una gran cámara de paredes de hierro desnudo. Era la sala de máquinas, nos explicó renuente el guía; era una de las tres existentes —una para cada uno de los ejes de la nave— y era tan ancha como la misma nave. Un par de vigas de hierro de la altura de dos hombres recorrían el ancho de la habitación, y sobre esas vigas descansaban motores oscilantes, maquinarias de pistones, ahora paradas, de las que escapaba aceite. Los pistones estaban inclinados en parejas uno hacia el otro, como pretendientes mecánicos, y cada par soportaba un enorme huso de sección en T. El eje mismo atravesaba la sala de máquinas de lado a lado, atravesando los husos. El guía, hablando continuamente, nos contó cómo aquellos motores oscilantes estaban adaptados a la tracción por medio de correas de fricción, que podían soltarse a la orden (transmitida por tubos) desde el puente.

Miré al poderoso eje de metal e imaginé las grandes ruedas más allá del casco. En presencia de aquellos gigantes ociosos me sentí como reducido a la escala de un ratón. Intenté imaginar el aspecto que tendría aquella habitación monstruosa cuando el Príncipe Alberto navegase. Mientras las orugas pisasen las tierras de Europa, ¡cómo esos poderosos miembros de metal se tensarían y se esforzarían! La habitación sería un manicomio de órdenes a gritos, torsos cubiertos de grasa y pies corriendo.

Holden se inclinó hacia mí, con diversión amarga en los ojos.

—Ese tipo, Dever. Un muchacho agradable, eh, ¿ Ned?

Fruncí el ceño.

—Bien, es posible que esté ocupado, Holden. Uno debe hacer concesiones.

—¿En serio? El propósito del acontecimiento de hoy es conseguir fondos para la operación de la nave. Nos deberían sonreír, servirnos vino, darnos la bienvenida, incluso aquí, ¡en el apestoso interior de la nave! Estoy seguro de que el señor Dever lo sabe todo de las llaves de paso y los mamparos pero es un desastre diplomático. ¿Tienen nuestros acompañantes aspecto de estar dispuestos a hacer concesiones a este zoquete?

Eché un vistazo a los franceses, pero no estuve de acuerdo con el pesimista diagnóstico de Holden; los jóvenes continentales, con el aspecto de ser un ramillete de flores arrojado en medio de una gran máquina, miraban fijamente a los grandes motores con toda muestra de emoción y anticipación. Quizás el encanto y la novedad de la nave misma quedaba fuera del alcance de los cálculos cínicos de Holden.

Intenté acercarme a la fragante Françoise, pero sólo hubiese tenido éxito a costa de la discreción y las buenas maneras. Aun así, observé, para mi sorpresa, que ella no mostraba ningún signo de turbación enfrentada a esos leviatanes de acero. Más bien tenía el rostro algo sonrosado, como si estuviese emocionada; y presionaba a nuestro renuente guía con una serie de preguntas desconcertantes sobre cigüeñales y bombas de aire.

Mientras yo permanecía admirando aquel perfil de porcelana —ajeno totalmente a los encantos competidores de las máquinas grasientas que nos rodeaban— Holden se acercó sigilosamente a Françoise.

—Bastante atractivo, toda esta fuerza bruta, mademoiselle.

Ella se volvió hacia él.

—Muy cierto, señor.

—Imagine a estos pistones bombeando y empujando —dijo Holden con voz melosa— y el eje reluciendo como un miembro sudoroso al girar…

Las cejas de Françoise se elevaron no más de una fracción de pulgada y, con una ligera sonrisa, se alejó. Holden la observó irse, con una mirada calculadora en el rostro.

No me había gustado nada ese tono tan obsceno en la conversación, y mientras el grupo proseguía por la sala de máquinas hacia la sala de calderas aproveché la oportunidad para hacerle a un lado y decírselo.

Él frunció el ceño y metió los pulgares en la faja de cintura.

—Me disculpo por cualquier ofensa hacia usted, Ned —dijo, sonando poco sincero—, pero yo al menos tengo un objetivo en mente.

—¿Qué es? —pregunté fríamente.

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