El Mar de las Nubes.
Era una llanura desolada como marcada de viruelas, ondulada de roca desnuda, golpeada durante eones por una constante lluvia de meteoros y más recientemente, cerca de la cúpula, barrida por los cohetes de descenso de las naves espaciales. Era un mar helado de piedra, desnudo y completamente sin vida, con rocas desparramadas sin orden en cualquier parte, como un trabajo de construcción a medio terminar que los albañiles hubieran abandonado, dejándola meditar gris y fantasmal a la luz de la brillante Tierra creciente.
Si fuera realmente un mar, o siquiera nubes, no necesitaríamos esa maldita planta de agua. Las arrugas de su ceño se hicieron más profundas mientras pensaba en eso. Odiaba tener que discutir con la gente, detestaba la necesidad de aguijonearlos y presionarlos. Quizás no necesitáramos el agua excedente. Pero el agua es vida, y no quiero tener que negársela a nadie, ni siquiera a los rusos. Miró el atractivo, encantador azul y blanco de la Tierra creciente. Especialmente a los rusos, agregó silenciosamente.
Se volvió levemente. Miró a través del amplio y silencioso ámbito de la silenciosa cúpula hacia la pared transparente del otro lado. Los desolados y redondos grupos de montañas agrupados allí, guardianes de la circular muralla de Alphonsus, un cráter lo suficientemente amplio como para contener cualquier ciudad de la Tierra , incluyendo sus suburbios. El solo pensamiento de una creciente, fétida y descompuesta ciudad aquí en la Luna lo asqueó.
Volvió su atención hacia el Mar de las Nubes y miró hacia arriba para tratar de distinguir la nave que se acercaba. No había resplandor de cohetes, ni reflejos de luz de la Tierra sobre el pulido metal. Vio el horizonte, tan cercano que casi se podía tocar. Y más allá la negrura de lo infinito. Sin importarle la cantidad de veces que se había enfrentado a eso, era una visión que todavía lo conmovía. Algunas estrellas brillantes podían distinguirse a través de las gruesas paredes de plástico. Los ojos de Dios, se dijo a sí mismo. Y luego agregó: ¡Idiota supersticioso!
Los tractores presurizados de la tripulación de superficie comenzaron a salir por la enorme esclusa para vehículos y a distribuirse en el área de descenso. Las luces estaban encendidas afuera, de modo que la lanzadera ya debía haber comenzado el descenso. Ahora sí, Kinsman vio una explosión de color brillante que desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Luego otra, y el pesado y aplastado artefacto comenzó a tomar forma mientras caía como una piedra en una pesadilla, lenta pero inexorablemente, cayendo, siempre cayendo… Otra explosión de cohete, y luego otra más…
La desnuda roca de la zona de descenso bulló en una pequeña tormenta de arena, en el mismo lugar donde hacía un momento parecía imposible que hubiera algo semejante al polvo. La lanzadera descendió como un hombre gordo y viejo sentándose en su sillón favorito: lentamente, cuidadosamente y luego… ¡plop! , las patas de apoyo tocaron el suelo y se arquearon bajo el peso de la nave espacial. Se desconectaron los motores y la tormenta de polvo y guijarros se calmó.
Los tractores de la tripulación de superficie se unieron alrededor del cohete aún caliente, fieles cachorros mecánicos saludando el regreso del amo. Un tubo flexible comenzó a serpentear desde la portezuela del personal de la esclusa neumática hacia la escotilla principal de la nave.
Kinsman hizo un gesto para sí mismo, satisfecho por el descenso. Un nuevo grupo para una estada de noventa días, casi todos en su primer turno de obligaciones en la Luna. Al llegar llamarían a este lugar Moonbase , la designación oficial impuesta por superiores del coronel Kinsman allá en la Tierra. Al igual que los nuevos rusos llamarían a su base Lunagrad .
Pero aquellos que permanecieran en la Luna , aquellos que harían su hogar en la comunidad del subsuelo, a pesar de las protestas iniciales, llegarían a llamar a este lugar Selene. Kinsman le había dado ese nombre hacía varios años, y había quedado también entre los rusos. Los novatos que pudieran ver la diferencia entre Moonbase y Selene volverían a cumplir otros turnos de obligaciones; Kinsman se encargaría de que fuera así. Los otros no regresarían nunca más. También se encargaría de eso.
Acercándose a la portezuela interior de la esclusa neumática para uso del personal, Kinsman observó la entrada de los recién llegados. Eran ocho muchachas, hablando todas al mismo tiempo, y cuatro hombres silenciosos. Muchachos, realmente. Todos excepto el que iba delante rebotaban torpemente al tratar de caminar en la baja gravedad lunar; ése era el más seguro síntoma de recién llegados. Las muchachas tenían los ojos muy abiertos y conversaban excitadas. Era su primera vez.
Kinsman reconoció al muchacho que venía a la cabeza. Llevaba insignias de capitán en las solapas de su traje enterizo: Perry, Christopher S. El joven vio a Kinsman y lo saludó enérgica y rápidamente. Kinsman movió la cabeza en respuesta mientras el capitán Perry conducía a su fila de recién llegados a la escalera mecánica que conducía hacia abajo, hacia las áreas de vivienda y trabajo de Selene. Las muchachas lo ignoraron, siempre conversando y mirando intensamente el grave paisaje lunar.
Todos tan tremendamente jóvenes, pensó. Casi niños.
Pero cerrando el pequeño grupo venía una mujer, no una muchacha. Alta, delgada, de pelo corto y oscuro y con una buena figura debajo de su traje enterizo gris verdoso.
—¡Un adulto! —se oyó decir Kinsman a sí mismo.
Ella abrió sus oscuros ojos como un relámpago. Eran marrones, grandes y sobrecogedores. Sonrió y respondió:
—Yo soy la madre de los cachorros.
Kinsman se quedó inmóvil mientras ella pasó junto a él, dando saltos. Admiró el modo en que ella llevaba su traje mientras trataba de caminar con dignidad. Pasarían unos cuantos días antes de que se habituara a la escasa gravedad.
Más de seis horas después, precisamente a las 1100 a .m., hora estándar del Este, el Presidente entró lentamente, casi resistiéndose, a la Sala del Gabinete. Los miembros del Consejo de Seguridad, cada uno en su sitio alrededor de la lustrada mesa ovalada, estaban de pie.
—Siéntense, por favor.
El Presidente forzó una sonrisa y movió sus manos hacia ellos. Se sentó a la cabecera de la mesa mientras los demás murmuraban unas dos docenas de versiones de “Buenos días”.
El Secretario de Defensa no sonreía cuando se sentó.
—Señor Presidente, me veo en la obligación de hablar de un asunto que despertó mi atención esta mañana, y por lo tanto no está en la agenda.
El Presidente era negro, aunque no demasiado negro. Su complexión y su estructura facial ósea mostraban una decidida influencia caucasiana, algo que le había costado algunos votos. Su pelo, muy corto, estaba moteado de gris, pero su cuerpo tenía ese aspecto firme y a la vez flexible de la persona que juega al tenis para ejercitarse. Su sonrisa era simpática y tenía el don de hacer sentir cómoda a la gente que estaba con él. Algunos decían que éste era su don, pero quienes así lo hacían eran generalmente considerados intolerantes, sin importar el color que tuvieran.
El Secretario de Defensa era frío y enjuto, con un cuerpo filoso como la hoja de un sable. De facciones agudas, sus ojos eran penetrantes y metálicos. Cuando no estaba presente lo llamaban El Halcón. Este sobrenombre se refería tanto a su aspecto como a sus actitudes. Secretamente, se sentía complacido por la comparación.
El Presidente lo miró con sorpresa.
—¿No está en la agenda? ¿Y por qué no?
—La información llegó hace escasamente una media hora. No hubo tiempo…
El Presidente, mirando a los demás alrededor de la mesa, golpeteó la única hoja de papel que estaba delante de él.
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