—¿Fuera del alcance de los lectores de labios? —Kinsman sonrió con tristeza.
—Exactamente.
—Muy bien. ¿Mañana?
Leonov pestañeó lentamente otra vez.
—Yo te llamaré.
—Bien.
—Feliz cumpleaños, camarada. Y que cumplas muchos más.
—Ojalá que sea así para todos.
—Ojalá.
La fiesta estaba terminando. Leonov y sus dos muchachas se retiraron, seguidos por algunas miradas de admiración.
—Las muchachas son verdaderamente agentes secretos —aseguró Harriman a una joven rubia con la que estaba compartiendo un cigarrillo de hachís.
Finalmente, Kinsman se dio cuenta que estaba caminando lentamente con Ellen, por un corredor bien iluminado. La sujetaba por la cintura, y ella apoyaba la somnolienta cabeza sobre su hombro.
—Fue una fiesta estupenda —dijo ella, suavemente—. Fue muy gentil de tu parte el haberla organizado para mi primer día aquí.
Él se rió. Había bebido suficiente alcohol para relajarse, pero no para sentirse retraído.
—Es un grupo de gente estupenda. Son la sal de la tierra.
—Querrás decir «de la Luna ».
—Así es. Son buena gente. En realidad esto es un pequeño pueblo, una pequeña ciudad fronteriza. Todo el mundo conoce a todo el mundo. Todos nos ayudamos mutuamente. Tenemos que hacerlo así; de otro modo es muy peligroso vivir aquí.
—Nunca he visto a nadie tan sorprendido —dijo Ellen. La risa hacía que su voz fuera muy tenue.
—Realmente me emocionaron con ese piano —admitió Kinsman—. Nunca esperé una cosa semejante.
Se detuvieron ante la puerta de las habitaciones de Ellen.
—¿Quieres tomar un café? —preguntó ella.
Él la atrajo y la besó. Ella contuvo la respiración, y luego lo abrazó, anhelante. Pero la mente de Kinsman se afanaba en llenarle la cabeza con viejas imágenes muertas luchando contra su cuerpo.
—Yo… creo que es mejor que nos despidamos ahora —dijo, finalmente—. Gracias. Lo he pasado bien.
Ella se mostró sorprendida, intrigada, casi herida. Luego trató de disimularlo.
—¿No quieres un café?
—Gracias, no. Ellen… —Pero no pudo decir nada—. Nos veremos mañana. Buenas noches.
—Buenas noches…, y gracias.
Él se volvió, y apuró el paso por el corredor.
¡Maldito estúpido!
Pasó de largo, delante de sus propias habitaciones. Rondó insomne por los corredores, enojado consigo mismo: sabía que se había comportado como un idiota.
Sin pensarlo, se dirigió hacia la cúpula de recreo. Ahora estaba vacía. Los restos de la fiesta cubrían el suelo. Las luces del techo estaban apagadas, pero brillaban las luces de la piscina, e iluminaban débilmente el salón. Arriba se veía la Tierra inmóvil.
Kinsman se sentó al piano y jugueteó con las teclas. Tocó los dos primeros movimientos completos de la sonata Claro de Luna. Decidió no arriesgarse con el tercero para no estropearlo. Intentó tocar Bach… pero el resultado fue tan deplorable como su estado de ánimo.
Fue entonces cuando sintió una mano sobre su hombro. Sabía que era Ellen, aun cuando no había mirado. Ella se sentó en la banqueta junto a él.
—Sea lo que fuere, está bien —dijo ella.
La sensación fue la misma que tuvo cuando voló por primera vez en órbita. La libertad de la falta de peso. La caída libre. Liberado de todas las limitaciones de la Tierra. Nada más en el universo: sólo él y esta encantadora y cálida mujer. Kinsman hasta se olvidó de la superpoblada Tierra, tan atractiva y tan llena de problemas. Y se olvidó también de las estrellas: los ojos de Dios, que lo miraban.
JUEVES 2 DE DICIEMBRE DE 1999, 15:50 HT
A unos 40.000 kilómetros de la Tierra , la Estación Espacial Alfa era un sistema de anillos concéntricos conectados por túneles a guisa de rayos de una rueda. Las naves espaciales arribaban al cubo central. Vista a la distancia parecía algo así como una docena de ruedas de bicicleta de diferentes medidas encajadas una dentro de otra, pero al acercarse uno podía darse cuenta de que las cosas no eran tan simples: antenas y cápsulas para equipos y otras estructuras de extrañas formas sobresalían de las ruedas cada pocos metros. Como todas las ciudades humanas, ésta también padecía de expansión urbana.
La sección militar de Alfa era comparativamente pequeña. De la población en constante cambio de la estación sólo unas cien personas eran personal de la Fuerza Aérea. Oficialmente pertenecían a la Fuerza Aeroespacial de los Estados Unidos, pero el viejo nombre se seguía usando y ellos se consideraban a sí mismos como Fuerza Aérea. Se ocupaban de las instalaciones de amarre, del radar principal, de los centros de comunicaciones y de los sistemas de generación y distribución de la energía eléctrica. De modo que si bien había cerca de un millar de científicos, técnicos, administradores y hasta turistas a bordo de Alfa, y éstos provenían de todos los países no comunistas del mundo, la Fuerza Aérea aún controlaba la estación satélite.
Frank Colt estaba supervisando los trabajos de reparaciones en su nave espacial monoplaza. La nave estaba en el medio de un gran hangar repleto de otras naves semejantes y de hombres y mujeres que trabajaban en ellas. El hangar estaba junto al cubo de la rueda de la estación, por lo tanto efectivamente no había peso.
Técnicos y equipos se deslizaban fácilmente en una gravedad casi inexistente, suspendidos sobre las naves, erizadas de aparatos diversos. Estos bólidos habían sido alguna vez pulidos y brillantes. Ahora se los veía gastados, con su terminación estropeada por las muchas horas de exposición al bombardeo de partículas solares, y ennegrecidos alrededor de las toberas de los cohetes. Cada nave estaba anclada en medio del aire por medio de tirantes rígidos, de modo que los equipos técnicos podían alcanzar cualquier parte de ellas. Algunos estaban orientados en una dirección y otros en otra. “Arriba” y “abajo” no tenían ningún sentido para los humanos ni para los equipos. Se usaba la totalidad del volumen del enorme hangar, y la gente entraba o salía del área a través de portezuelas abiertas en el “techo”, en el “suelo” y en los cuatro túneles.
Colt señaló con una mano y tomó el hombro de su técnico con la otra.
—Ése es —gritó sobre el ruido de las maquinarias que retumbaba en el hangar—. Ése es el cohete que se congela.
El técnico era un blanco pelirrojo, con pecas. Era nuevo en Alfa. Se colgó de unas manijas instaladas en el exterior de la nave y desde allí observó el pequeño pico de escape del cohete de maniobras.
—A mí me parece que está bien… —dijo, y luego agregó—: Señor.
Colt puso su cara junto a la del técnico.
—Escuche, sargento…, me importa un cuerno lo que a usted le parece. Ese cohete se congeló. Sáquelo y descubra qué es lo que anda mal.
—¿Sacar todo el sistema de empuje?
—Hágale una autopsia si quiere. Pero encuentre dónde está la falla y arréglela.
—Pero mi turno termina en diez min…
—Sargento, su turno terminará cuando yo esté convencido de que ese cohete anda bien, ¿entiende? Y el modo en que lo voy a probar es llevándomelo a usted en un vuelo de prueba. Así que puede elegir entre quedarse y trabajar… o matarse en vuelo.
La cara del sargento se puso roja, pero antes de que pudiera decir nada uno de los altoparlantes anunció:
—Mayor Colt, tiene una llamada urgente desde la Tierra. Responda inmediatamente.
Colt miró por sobre su hombro hacia el altoparlante ubicado en otro extremo. Luego volvió a mirar al técnico.
—Volveré enseguida, sargento. Ninguno de los dos dormirá hasta que este cohete funcione perfectamente.
Después que Colt se alejó deslizándose hacia la portezuela más próxima, el técnico murmuró:
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