Vernor Vinge - La guerra de la paz

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La guerra de la paz: краткое содержание, описание и аннотация

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Paul Hoehler, un brillante científico, descubre el principio del funcionamiento de las “burbujas”, unos campos de fuerza esféricos completamente infranqueables. Gracias a ellos, sus usuarios se harán con el poder e impondrán una “paz” forzada y un estancamiento científico-tecnológico en un mundo diezmado por los conflictos y las plagas.

” es la primera obra de la serie de las “burbujas” en la que un brillante autor de sólida formación científica nos narra un futuro posible y la rebelión contra una autoridad despótica en medio de una intriga política de gran alcance. Una interesante y dinámica exploración de cómo un nuevo y maravilloso artilugio científico todavía incomprendido puede alterar el destino del mundo.

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—¿Y qué? Aún no tienen idea de donde está nuestro generador de burbujas. Y tenemos bastantes fuerzas convencionales para poder destruirles aunque fueran diez veces más. Mi orden es firme.

El otro le miró durante un instante. Pero Maitland había sido un individuo que siempre había obedecido órdenes. Si no hubiese sido así, Avery le habría destituido muchas décadas antes. Se volvió para encaminarse al terminal, canceló el programa, y luego habló por él a los analistas que se hallaban en la parte delantera de la sala, transmitiéndoles las directrices de Avery. El zumbido intermitente que llegaba desde detrás de la pared había cesado.

El director indicó a Lu que le siguiera.

—¿Algo más? —le preguntó en voz baja cuando estuvieron fuera del alcance de los oídos de Maitland.

Della no vaciló.

—Sí, señor. Haga caso omiso de todos los informes automáticos remotos. En el área de Livermore utilice comunicaciones de alcance visual directo, sin retransmisiones. Tenemos mucha gente en tierra y muchos aviones. Es posible que perdamos parte de nuestro equipo al hacerlo, pero debemos tener un reconocimiento físico que pueda conocer el menor movimiento que tenga lugar. Para los sitios muy lejanos, Asia en especial, estamos obligados a utilizar los satélites, pero los vamos a usar sólo para comunicaciones de voz y de vídeo, no para datos ya procesados —lo dijo de un tirón, casi sin poder respirar.

—De acuerdo. Lo haré tal como usted dice. Quiero que usted permanezca aquí, pero no dé órdenes a Maitland.

Les costó casi veinte minutos pero, por fin, Maitland y sus analistas dispusieron de un sistema provisional de barridos visuales desde aviones, que les proporcionaba algo parecido a una completa supervisión del valle cada treinta minutos. Por desgracia, muchas de las aeronaves no iban equipadas con sensores sofisticados. En muchos casos, las observaciones se hacían a simple vista. Sin infrarrojos y sin radar de observación lateral, en los profundos barrancos se podía ocultar casi cualquier cosa. Por esta razón, Maitland y su gente estaban muy preocupados. Durante los años veinte, habían dejado que el antiguo sistema de observación desde el terreno cayera en el olvido y, para sustituirlo, se habían gastado inmensos recursos en el sistema de satélites, porque creían que les podía dar una protección más precisa y aplicable a toda la Tierra. Ahora, al no utilizar este sistema, era como si volviesen a luchar en la Segunda Guerra Mundial.

Maitland señaló hacia el tablero de situación, que sus hombres iban rellenando penosamente con los datos que recibían desde el terreno.

—¿Lo ve? La gente que está allí no ha visto la mayor parte de las concentraciones que veíamos desde los satélites. El enemigo está muy bien disimulado. Sin buenos sensores, nos vamos a quedar sin poder verles.

—De todas maneras, han visto algunas pequeñas escuadras.

Maitland se estremeció.

—Sí, señor. ¿Debo suponer que tenemos permiso para encerrarlas en burbujas?

Había una chispa en la mirada de Avery cuando respondió a su pregunta. Cualquiera que fuera el resultado de las teorías de Lu, los días de Maitland en su empleo estaban contados.

—Inmediatamente.

Una vocecita salió de la terminal del general.

—Señor, tengo algunas dificultades para actualizar el área del paso de la Misión. Dos A-57 han sobrevolado el paso. Ambos dicen que la burbuja que había allí ha desaparecido.

Los ojos de todos ellos se volvieron hacia la pantalla grande. El mapa estaba allí con precisión fotográfica. La burbuja del paso de la Misión, la burbuja de los Quincalleros que casi la había matado la noche anterior, relucía plateada y serena en la pantalla. El sistema de los satélites seguía viéndola o transmitía datos de que la veía.

Había desaparecido. Avery se puso todavía más pálido. Maitland lanzó su aliento a través de los dientes. Aquello era una evidencia directa, incontrovertible. Les habían engañado, les habían tomado el pelo. Y ahora sólo tenían una muy vaga idea de dónde estaba el enemigo en realidad.

—¡Dios mío! ¡Ella tenía razón! ¡La ha tenido durante todo este tiempo!

Della no estaba escuchando. No tenía la sensación de haber ganado. A ella también la habían engañado. Había creído la vanidosa aseveración de los técnicos de que el tiempo mínimo de duración teórica de una burbuja era de diez años. ¿Cómo era posible que se le hubiera escapado una cosa así? «Anoche, ya los tenía, me apostaría cualquier cosa. Tenía a Hoebler, a Wili, a Mike y a todos los importantes. Y he dejado que se escaparan a través del tiempo hasta hoy. Su mente consideraba frenéticamente todas las implicaciones que aquello tenía. Si se podían formar burbujas de veinticuatro horas, ¿por qué no iba a ser posible hacerlas de sesenta segundos, o de un segundo? ¿Qué ventaja podrían obtener los del otro lado con esto? Claro que sí, podrían…

—¿Señora? —alguien le estaba tocando el codo.

Su atención regresó a la brillantemente iluminada sala de mando. Era el ayudante de Maitland. El general le acababa de hablar. Los ojos de Della enfocaban a los dos ancianos.

—Lo siento. ¿Qué decía usted?

La voz del general era átona, pero no hostil. Hasta la sorpresa había desaparecido de él. Todo aquello en que había confiado, acababa de traicionarle.

—Acabamos de recibir una llamada por la red de los satélites. Máxima prioridad, y en clave de máxima seguridad.

Esto sólo podía proceder de un director, y no había más que otro director superviviente. K. T., en China.

—El que llama quiere hablar con usted. Dice que se llama Miguel Rosas.

37

Mike conducía. Cincuenta metros delante de él, casi tragado por la niebla, podía ver el otro vehículo oruga. En él iban Paul, Wili y Allison, ésta sentada frente a los mandos. Era muy fácil ir detrás, hasta que Allison se salió de la ancha carretera. Tuvo que bajar una colina demasiado aprisa y poco faltó para que perdiera el control.

—¿Está usted bien? —la voz de Paul sonaba con ansiedad en su oído. Había establecido el enlace por láser unos pocos segundos antes.

Mike invirtió los controles del comunicador.

—Sí. ¿Pero por qué hay que bajar la colina por la vía directa?

—Lo siento, Mike —parecía Jill, pero era Allison—. Habría sido mucho peor si hubiéramos bajado en diagonal. Las cadenas podrían haber patinado.

Corrían por el campo abierto. El anillo de periscopios no era tan bueno como hubiera sido un holo de visión circular, pero el conductor tenía la impresión de que asomaba su cabeza al exterior. El estruendo de su motor enmascaraba los ruidos normales de la mañana. Excepción hecha de sus bandas de rodaje y de un cuervo que pasó volando por la niebla, nada se movía. La hierba estaba marchita y tenía el color de oro. La tierra que había debajo de ella era blanca y arenosa. Algún que otro roble enano asomaba entre la niebla y obligaba a Allison, y luego a Mike, a desviarse. Debería haber podido oler el rocío de la mañana sobre la hierba, pero los únicos olores que percibía eran de gasoil y pintura.

Por fin, la niebla matutina empezó a levantar. El color azul empezaba a verse por arriba. Luego el color azul se transformó en cielo. Mike se sentía como el nadador que sale a la superficie de un mar de aguas turbias y que, al fin, puede ver las colinas lejanas que están más allá del agua.

Aquello era la guerra, y era mucho más fantástico que cualquier película antigua.

Esferas de plata flotaban, a docenas, por los cielos. A lo lejos, los reactores de la Paz eran como gusanos oscuros que dejaran un rastro de vapor sucio. Caían en picado y volvían a elevarse. Sus picados se remataban en destellos de color, cuando bombardeaban las infiltraciones de los Quincalleros en la parte más lejana del valle. Las bombas y el napalm ardían con colores naranja y negro en medio del mar de niebla. Vio cómo uno de los aviones que picaban se convertía en una esfera plateada, que continuó la trayectoria hasta el suelo. Tal vez el piloto se despertaría algunas décadas después, como le había sucedido a Allison, y se preguntaría qué había sido de su mundo. Éste fue un tiro de suerte. Mike sabía que los generadores de los Quincalleros eran pequeños, incluso menos potentes que aquel que Wili había llevado a Los Ángeles. Su alcance de precisión era de unos cien metros, y la burbuja mayor que podían generar era de cinco a diez metros de diámetro. Pero, por otra parte, podían usarse como armas defensivas. Según las últimas informaciones que había obtenido Mike, los Quincalleros del Área de la Bahía habían conseguido una duración mínima de quince segundos, si esto se mejoraba un poco más sería posible utilizar tácticas de «cámara lenta».

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