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Vernor Vinge: La guerra de la paz

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Vernor Vinge La guerra de la paz

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Paul Hoehler, un brillante científico, descubre el principio del funcionamiento de las “burbujas”, unos campos de fuerza esféricos completamente infranqueables. Gracias a ellos, sus usuarios se harán con el poder e impondrán una “paz” forzada y un estancamiento científico-tecnológico en un mundo diezmado por los conflictos y las plagas. “ ” es la primera obra de la serie de las “burbujas” en la que un brillante autor de sólida formación científica nos narra un futuro posible y la rebelión contra una autoridad despótica en medio de una intriga política de gran alcance. Una interesante y dinámica exploración de cómo un nuevo y maravilloso artilugio científico todavía incomprendido puede alterar el destino del mundo.

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—Pues, ¡por mil diablos!, piensa algo mejor, Mike. Tenemos cuatro mil clientes. Debe haber alguien que pueda ayudarle ¡Un chico perdido al que nadie quiera recoger! ¡Sería algo inaudito!

¡Y qué chico! Pero Mike no podía olvidarse de Sally y Arta:

—Ya.

Durante la conversación Naismith se había mantenido en silencio, casi sin hacer caso de los dos agentes. Parecía estar más interesado por lo que pasaba en la Oíd 101 que por lo que hablaban. Luego se retorció sobre su silla de madera, para mirar hacia el sheriff y hacia su ayudante.

—Recogeré a este muchacho, Sy.

Rosas y Wentz le miraron estupefactos, sin articular palabra. Paul Naismith estaba considerado como anciano en un país donde dos tercios de la población ya habían pasado de los cincuenta. Wentz se humedeció los labios, al parecer sin encontrar la manera de rechazar su oferta.

—Mire, Paul, ya ha oído usted lo que Mike ha dicho. El muchacho casi le mata esta tarde. Ya sé lo que la gente de su… uh… edad siente por los jóvenes pero…

El anciano movió la cabeza, y dirigió a Mike una rápida mirada que no era ni abstracta ni débil.

—Ya sabe usted que desde hace años me están diciendo que me busque un aprendiz, Sy. Pues bien, me he decidido. Además de intentar matar a Mike, jugó Celeste como un maestro. La maniobra de buscar la ayuda de la gravitación es algo que no había visto hacer jamás sin aparatos de cálculo.

—Mike me lo ha contado. Es muy rebuscado pero he visto a muchos jugadores hacer lo mismo. Casi todos lo hacemos. ¿Es tan extraordinariamente listo?

—Según su instrucción, es mucho más que eso. Isaac Newton no hizo mucho más, cuando dedujo las órbitas elípticas a partir de la ley del inverso del cuadrado.

—Mira, Paul… lo siento de verdad pero, incluso con Bill e Irma, es demasiado peligroso…

Mike se acordó del dolor de su brazo. Y luego se acordó de sus hermanas gemelas que otrora había tenido.

—Eh, jefe, ¿podemos hablar un poco, usted y yo?

Wentz enarcó una ceja.

—Pues… De acuerdo. Dispénsenos por un momento, Paul.

Hubo un momento de embarazoso silencio cuando ambos abandonaron la habitación. Naismith se frotó la mejilla con su mano ligeramente paralizada y miró, a lo largo de la carretera 101, las pálidas luces que se iban encendiendo en el Centro Comercial. Todo había cambiado mucho, y los años que habían transcurrido quedaban como borrosos. ¿Centro Comercial? Toda la gente de la Santa Inés actual podría haberse perdido entre el público asistente a un buen partido de baloncesto en la década de 1990. En la actualidad, un condado con siete mil habitantes era considerado como un territorio floreciente.

El Sol ya se había puesto, y la oficina se iba haciendo cada vez más oscura. Las pantallas de la habitación eran como unos fantasmas débilmente visibles que flotaran en el aire. Muchas de estas imágenes habían sido obtenidas con cámaras instaladas en el Centro Comercial. Paul pudo ver que allí el negocio iba en aumento. Los Quincalleros, los Mecánicos y los Restauradores habían sacado sus mercancías, y grandes grupos de compradores se reunían delante de las pantallas aéreas. Al otro lado de la habitación, otras pantallas coloreadas de rojo pálido y verde, recibían las imágenes infrarrojas procedentes de cámaras compradas por los clientes de Wentz.

La conversación de los dos agentes en la habitación contigua se oía como un leve murmullo. Naismith se inclinó hacia adelante y aumentó al máximo su audífono. Por unos instantes el sonido del funcionamiento de sus pulmones y de su corazón pareció dominarlo todo; después los filtros reconocieron las notas periódicas y las hicieron disminuir, con lo que pudo oír a Wentz y a Rosas más claramente que cualquier persona con oído normal. Poca gente podía presumir de un equipo como aquél, pero Naismith exigía pagas elevadas y los Quincalleros, desde Norcross hasta Beijing, estaban más que satisfechos al suministrarle las prótesis de una calidad superior a la normal.

La voz de Rosas le llegó claramente:

—…pienso que Paul Naismith puede cuidar de sí mismo, jefe. Hace muchos años que vive en las montañas. Y los Morales son robustos y no tienen más que unos cincuenta y cinco años. En tiempos pasados allí vivían bandidos y ex militares…

—Y todavía quedan algunos —añadió Wentz.

—Pero ahora ya no es como cuando por allí había muchas armas. Naismith ya era viejo incluso cuando eran fuertes, y pudo sobrevivir. He oído hablar de aquel sitio. Tiene aparatos que tardaremos años en poder conocer. Por algo será que le llaman el Mago de los Quincalleros. Yo creo…

El resto de la frase se perdió a causa del ruido de unos crujidos que fue aumentando hasta llegar a tener una intensidad casi dolorosa para los oídos de Naismith, y que luego disminuyó cuando los filtros amortiguaron la amplificación. Naismith, sobresaltado, miró a su alrededor, y luego se dio cuenta de que era un temblor de tierra. Eran muy frecuentes y habituales en aquella zona tan próxima a Vandenberg. La mayoría apenas si eran perceptibles, a menos que se utilizara un potente amplificador, como había hecho Paul, El estruendo lo había originado un ligero agrietamiento de los maderos de la pared. El ruido desapareció y pudo seguir escuchando a los agentes de paz.

—Lo que dice sobre su necesidad de un aprendiz, es verdad, jefe. Y no somos sólo nosotros, los de la California Central, los que insistimos en ello. Sé de gente de Medfotd y de Norcross que se asustan en gran manera cuando piensan que se puede morir sin dejar un sucesor. Podemos decir a ojos cerrados que es el mejor especialista en algoritmos de Norteamérica, y no digo del mundo para no parecer exagerado. ¿Sabe usted qué aparatos de comunicaciones tenemos atrás en la sala de control? Ya sé que usted los quiere como a sus ojos, y que son sus juguetes más apreciados, y los míos. Pues bien, la compresión de la anchura de banda que hace posible que todas estas bonitas imágenes en color lleguen por medio de la fibra y las microondas, sería completamente imposible sin los dispositivos que él ha vendido a los Quincalleros. Y esto no es todo…

—Para, para. Está bien —rió Wentz—. Puedo afirmar que lo tomaste en serio cuando te aconsejé que te especializaras en los clientes de alta técnica. Ya sé que sin él California Central sería como agua estancada, pero…

—Y lo volverá a ser, cuando falte, a no ser que encuentre un aprendiz. Durante muchos años le han estado insistiendo en que se buscara algunos estudiantes, o que diera clases como antes del Estallido, peto siempre lo ha rechazado. Y estoy convencido de que tenía razón. A menos de tratarse de alguien terriblemente creativo, para empezar, es imposible que sea capaz de hallar nuevos algoritmos. Pienso que ha estado esperando, sin aceptar a nadie, pero que siempre se ha mantenido alerta. Creo que hoy ha encontrado a su aprendiz. El chico es malo… puede matar. Y no sé qué es lo que quiere, además de dinero. Pero tiene una cosa que todas las buenas intenciones y motivaciones del mundo no pueden conseguir: cerebro. Debería haberlo visto usted en el Celeste, jefe…

La conversación, o conferencia, duró algunos minutos más, pero se podía predecir el resultado: el Mago de los Quincalleros por fin había logrado tener un aprendiz.

3

Era de noche y había una triple luz lunar. Wili yacía en la trasera del vehículo, envuelto en abundantes mantas. Los blandos muelles absorbían muchos de los golpes y sacudidas causados por el paso del carro sobre el roto pavimento de cemento. Los únicos sonidos que Wili oía eran los que el frío viento producía al pasar entre los árboles, el rítmico sonido de las herraduras cauchutadas del caballo, o su ocasional relincho en la oscuridad. Todavía no habían llegado al gran bosque negro que se extendía de norte a sur; era como si toda la California Central se extendiera delante de él. La niebla marítima, que con gran frecuencia hacía que las noches fueran oscuras, estaba ausente, y la luz de la Luna daba al aire un tono azul casi luminoso. Directamente hacia el oeste, la dirección hacia la que Wili estaba encarado, estaba Santa Inés que parecía helada, vista bajo aquella luz silenciosa. Había pocas luces visibles, pero la forma de las calles se veía claramente y había un suave tinte anaranjado y violeta que procedía del recinto del bazar.

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