David Brin - Tiempos de gloria

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Tiempos de gloria: краткое содержание, описание и аннотация

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La joven Maia, una descastada nacida en verano, debe abandonar el clan de sus privilegiadas medio hermanas clones nacidas en invierno. Su difícil y peligroso viaje iniciático arranca en los muelles de Puerto Sanger y prosigue a bordo de uno de los barcos tripulados por los escasos hombres (menos de un veinte por ciento) que forman la población de Stratos, un mundo creado por y para las mujeres. Sólo el difícil y lejano éxito le permitirá ser la fundadora de un nuevo clan. Las manipulaciones genéticas de la Madre Fundadora Lysos han creado en Stratos un mundo nuevo y distinto, dominado por mujeres que se reproducen por clonación. Una nueva opción sociopolítica, tecnológica, ecológica y, sobre todo, en el ámbito de la relación entre ambos sexos. En la senda de la literatura que denuncia las relaciones entre los sexos o propone establecer nuevos vínculos,
se une a obras ya clasicas como
de Ursula K. Le Guin.

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Programado normalmente, el artilugio simplemente recorrería una fila de paneles listados mostrando su superficie blanca a menos que se dieran ciertas condiciones. Tres de sus teclas debían sentir objetos vecinos con cierto intervalo temporal. Dos, cuatro o incluso ocho toques no servían de nada. Había que pulsar exactamente tres teclas para que permaneciera quieta.

El burdo marinero se acercó a la mujer, tendiendo la pieza ante ella, con la cara negra hacia arriba. Apoyando un pie sobre su superficie, no la activó hasta que, agarrando su bastón con ambas manos, ella asintió, indicando que estaba preparada.

El marinero saltó hacia atrás y la pieza empezó a chasquear. A la cuenta de ocho, la mujer se abalanzó de pronto, golpeando la pieza en tres puntos en rápida sucesión. Pasó un segundo y el disco quedó quieto. Entonces la Cuenta de ocho latidos se repitió, sólo que más rápido. Ella repitió su hazaña, escogiendo un trío distinto de teclas, haciendo que pareciera tan fácil corno aplastar zizzers. Pero la pieza había sido programada para incrementar su tempo. Pronto la punta del bastón se convirtió en un borrón y el tictac de la pieza fue un staccato . El sudor corría por la frente de la mujer mientras su mano de madera bailaba más y más rápida…

Bruscamente, los canales del disco destellaron con un fuerte clack , volviendo hacia arriba la superficie blanca.

—¡Ah! —exclamó la mujer.

—¡Veintiocho! —gritó un marinero, y la mujer se rió con una mueca mientras sus camaradas se burlaban de ella por haber quedado tan lejos de su récord.

—¡Demasiada bebida y pereza en tierra! —la reprendieron.

—¡Vosotros vais a hablar! —replicó ella—. ¡Todo el día retozando con las zorras Bizzie!

Uno de los hombres empezó a dar cuerda a la pieza para intentarlo de nuevo, pero el segundo de a bordo del Wotan eligió ese momento para bajar del alcázar y llamó a la mujer para hablar con ella. Conversaron durante unos cuantos minutos, y luego el oficial se marchó. La marinera se sacó un silbato de la camiseta y con un agudo pitido hizo que todo el mundo le prestara atención.

—Pasajeras de segunda clase a popa —dijo con tono neutro, indicando a Maia y a las demás que se pusieran en fila junto a la banda de estribor.

—Me llamo Naroin —dijo la pequeña marinera al grupo congregado—. Mi rango es el de contramaestre, igual que el marinero Jum y el marinero Rett, así que no lo olvidéis. También soy maestra de armas de esta bañera.

A Maia no le costó creérselo. Las piernas de la mujer mostraban cicatrices de combate, le habían roto la nariz al menos dos veces, y sus músculos, aunque no eran masculinos, resultaban impresionantes.

—Estoy segura de que todas visteis anoche que los rumores que venimos oyendo son ciertos. Este año hay actividad saqueadora más al norte que nunca, y empieza temprano. Podríamos convertirnos en su objetivo en cualquier momento.

A Maia le dio la impresión de que era precipitado llegar a esa conclusión a partir de un incidente aislado, y al parecer lo mismo pensaban las otras vars. Pero Naroin se tomaba sus responsabilidades muy en serio. Así se lo dijo, apoyando el bastón acolchado en su espalda.

—El capitán ha dado órdenes. Debemos estar preparadas, por si hay problemas. No vamos a convertirnos en presa de nadie. Si una banda de únicas rebotadas intenta abordar este barco…

—¿Por qué iba a querer hacerlo nadie? —murmuró una var, provocando risitas. Era la mujer de mandíbula cuadrada que había despreciado antes a las «mocosas Lamai».

—¿Qué clase de sangradoras atípicas nos abordarían por un cargamento de carbón ? —continuó la medio Chuchyin.

—Te sorprenderías. El mercado está en alza. Además, incluso una mengua en los beneficios podría arruinar a las propietarias…

La explicación de Naroin fue interrumpida por la ofensiva imitación de un pedo.

Cuando la contramaestre alzó la cabeza, la var Chuchyin bostezaba exageradamente. Naroin frunció el ceño.

—Las órdenes del capitán no tienen que ser explicadas a gente como vosotras. Una tripulación que no permanece unida…

—¿Quién necesita unirse? —La alta var chasqueó los nudillos, dando un codazo a sus amigas, aparentemente un grupo cerrado de compañeras de viaje—. ¿Por qué preocuparnos por esas saqueadoras amantes de lúgars? Si vienen, las enviaremos en busca de sus papás.

Maia sintió enrojecer sus mejillas, y esperó que nadie se diera cuenta. La maestra de armas se limitó a sonreír.

—Muy bien, coge un bastón y enséñame cómo pelearás llegado el caso.

Un bufido. La Chuchyin escupió sobre la cubierta.

—Me quedaré mirando, si no te importa.

Los tendones de los antebrazos de Naroin se tensaron como cuerdas de arco.

—Escucha, basura del verano. ¡Mientras estés a bordo, obedecerás las órdenes, o te volverás nadando por donde viniste!

La alta mujer y sus camaradas la miraron sombrías, la hostilidad pintada en sus duros rostros.

Una voz grave interrumpió desde atrás.

—¿Hay algún problema, maestra de armas?

Naroin y las vars se volvieron. El capitán Pegyul se encontraba en el extremo del alcázar, rascándose su barba de cuatro días. De aspecto banal en la taberna Bizmai, su figura era ahora impresionante, vestido sólo con una camiseta azul, algo que los machos nunca hacían en tierra. Tres brazaletes de bronce, insignia de rango, circundaban un brazo del grosor del muslo de Maia. Otros dos marineros, más altos y de hombros aún más anchos, se mantenían tras él al pie de las escaleras; el pecho desnudo. A pesar de la clara tensión, Maia se sintió fascinada por aquellos torsos. Por una vez, pudo dar crédito a ciertas exageradas historias que decían que a veces, en el calor del verano, un macho particularmente grande y loco podía atormentar a propósito a un lúgar para que la bestia se volviera la horrible furia en la que era capaz de convertirse, sólo por luchar con la criatura mano a mano, hasta vencerla.

—No, señor. No hay ningún problema —respondió Naroin tranquilamente—. Estaba explicando a las pasajeras de segunda clase que se entrenarán para defender el cargamento de la nave.

El capitán asintió. …

—Tienes el apoyo de tus camaradas, maestra de armas —dijo suavemente, y se marchó. .

El escalofrío que recorrió la espalda de Maia no fue debido al viento del norte. Generalmente hablando, los hombres eran considerados inofensivos cuatro quintas partes del año, igual que los lúgars lo eran todo el tiempo. Pero eran seres inteligentes, capaces de decidir enfurecerse incluso en invierno. Los dos grandes marineros se quedaron observando. Maia pudo ver en sus ojos la alerta ante cualquier amenaza a su barco, a su mundo.

La Chuchyin hizo como si se examinara las uñas, pero Maia vio sudor en su frente.

—Supongo que podría entrenarme un poquito —murmuró la alta var—. Para practicar.

Todavía fingiendo indiferencia, se acercó al bastidor de las armas. En vez de coger el otro bastón acolchado de entrenamiento, tomó uno de combate, hecho de dura madera Yarri con mínima cobertura en el garfio y el diente.

Desde las jarcias, dos mujeres de la tripulación jadearon, pero Naroin se limitó a retroceder hacia la ancha y plana puerta que cubría la bodega de popa, levantando una película de polvo de carbón con los pies descalzos. La alta var la siguió, dejando huellas con sus sandalias. No hizo ninguna reverencia. Ni la hizo tampoco la marinera cuando ambas empezaron a dar vueltas.

Maia miró a los dos marineros sin camisa que ahora estaban sentados, observando, toda la furia desaparecida de sus dóciles ojos. Una vez más sintió curiosidad, medio excitada medio asqueada, por el sexo. Su curiosidad era normal. Pocos clanes dejaban que sus hijas del verano entraran en sus Salones de Placer, donde la danza de negociación, acercamiento, rechazo y aceptación entre marinero y futura madre alcanzaba una consumación diferente dependiendo de la estación. Entre las ambiciones que compartía con Leie se encontraba la de construir un salón propio donde disfrutar de cuantas delicias fueran posibles (por improbable que pareciera) al mezclar su cuerpo con uno de aquéllos tan grandes e hirsutos. Sólo con imaginarlo la cabeza le dolía de forma extraña.

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