Para que la partida atacante tuviera éxito, tendrían que penetrar en la cámara central de la torre y matar a su gigantesco ocupante. Dougal Macdougal los había conducido a la base de la estructura. Evitando las entradas principales, disparó un delgado cable a las alturas. Entonces se ató una polea y subió. En unos pocos segundos, se había encaramado a una de las caras del montículo. Los demás le siguieron, ayudándose unos a otros. Había poco riesgo en esta acción, pues ni siquiera una caída directa sería fatal.
Agarrándose a los salientes, el grupo atacante levantó sus agudas piquetas. Se abrieron paso por la cara de cemento hasta que formaron una abertura lo bastante grande para poder arrastrarse por ella.
Por debajo, los soldados defensores estaban completamente confundidos. Corrían de un lado a otro, tocándose mutuamente con las antenas y verificando una y otra vez las rutas de acceso a los túneles de entrada. Ninguno pensó en subir a la cara de la torre.
—Rápido ahora —dijo Macdougal—. Todo el mundo adentro.
Sudaba lleno de excitación, mucho más entusiasmado por esto que por cualquiera de sus deberes oficiales.
Lotos, casi la última del grupo, obedeció. Se encontró en un túnel en espiral que se internaba hacia la mitad de la fortaleza. Había un olor mareante producido por hongos y secreciones animales, y la pared era suave al tacto y tan dura como el cemento. El túnel estaba desierto. Corrieron por él, hasta que, después de un centenar de pasos, los líderes ordenaron un alto. Docenas de trabajadores emergían por los lados, bloqueándoles el camino.
—Abríos paso a través de ellas —dijo Macdougal. Agitaba el arma en la mano, tan peligrosa para sus compañeros como para sus enemigos—. No son un peligro real, pero mantened los ojos abiertos en cuanto a los soldados. Ahora ya saben que estamos dentro, y nos perseguirán.
Los proyectiles eran suficientemente potentes para destrozar el suave cuerpo de las obreras y apartarlas sin esfuerzo. Pero eran cientos de criaturas. El avance se hacía más y más lento, a través de una carnicería de habitantes moribundos. Lotos descubrió que se resbalaba al pisar la pálida carne y los grasientos fluidos corporales, perdiendo pie cada dos por tres. En un par de minutos se quedó otra vez detrás. Pero la gran cámara central estaba ya a la vista, delante.
Se detuvo para recuperar el aliento. Por detrás sonó un chirrido de zarpas.
Lotos se dio la vuelta, alarmada. Los soldados estaban a menos de diez pasos de distancia, aproximándose rápidamente. Dio un grito de aviso, levantó el arma y pulsó el disparador automático. Una ráfaga de proyectiles se cebó en los guerreros y esparció sus cuerpos por el duro suelo del túnel. Cuatro cayeron de inmediato.
Pero los otros tres seguían acercándose. Lotos le voló la cabeza a uno, y cortó a otro en dos con una andanada de fuego. El último estaba demasiado cerca. Antes de que pudiera cambiar la posición del arma, unas mandíbulas tan grandes como un brazo la agarraron por el torso. Sus bordes interiores eran agudos y duros como el acero.
Lotos quedó con los brazos aprisionados junto al cuerpo. No podía liberar el arma, ni dispararla contra el soldado. Los otros componentes de la partida gritaban, pero no podían dispararle a su atacante sin herirla a ella. La presión en su pecho se hizo mayor, causándole un dolor insoportable. Lotos sintió que sus brazos se rompían, sus costillas se quebraban y el corazón le estallaba. No podía respirar. Mordió fuertemente al interruptor entre sus molares traseros. Mientras todo se oscurecía a su alrededor, sintió el sabor de la sangre en la garganta abriéndose paso hasta la boca.
Lotos sudaba y tiritaba en el asiento de observación. ESTO ES EL FINAL DE ADESTIS PARA USTED, susurró una voz desagradable en su oído. PERMANEZCA SENTADA SI LO DESEA, PERO QUEDA PROHIBIDO VOLVER A PARTICIPAR.
Se quitó el casco de control, lo apartó y se asomó para ver el coso debajo. El ataque al montículo de los termitas continuaba. Al desconectar su enlace sensorial, su simulacro de cinco milímetros había «muerto» automáticamente allí abajo. Y justo a tiempo. Todavía sentía la presión de las costillas rotas y la espina dorsal quebrada. Adestis no dejaba a los perdedores marcharse fácilmente. Si no hubiera activado el interruptor, la probabilidad de morir por paro cardíaco habría sobrepasado el treinta por ciento. En cualquier caso, el dolor era bastante real. Continuaría durante horas. El realismo era una perversa razón de la popularidad de Adestis.
Lotos lanzó un profundo suspiro y miró a su alrededor. Más de la mitad de los cuarenta participantes habían regresado ya. Todos estaban vivos, y se frotaban los ojos, la cabeza, o las costillas; las termitas soldado tenían sus puntos de ataque favoritos. Los otros veinte todavía llevaban puestos los cascos y permanecían aún en sus asientos.
Hubo un repentino jadeo por parte de Dougal MacDougal, que se encontraba ceñudo a su izquierda. Fue seguido por un hervidero de actividad cerca del fondo del montículo situado debajo. O bien los intrusos habían conseguido matar a la reina y se abrían paso hacia la salida, o el número de defensores había sido excesivo para ellos y habían abandonado el ataque. Pequeñísimas figuras de forma humana, menos de una docena ahora, salieron corriendo de uno de los túneles en la base del montículo hacia el llano arenoso. Pero se encontraban lejos de hallarse a salvo. Docenas de termitas soldados enloquecidas se precipitaron sobre ellos desde todas partes. Las armas disparaban sus proyectiles continuamente. Y sin resultado. En menos de treinta segundos, todas las figuras habían sido sepultadas por la masa de los defensores. Los jugadores en el círculo volvieron a la consciencia.
LA REINA SIGUE VIVA, dijo la voz desagradable, HAN SIDO USTEDES DERROTADOS. ESTO MARCA EL FINAL DE ADESTIS PARA SU EXPEDICIÓN. LA AVENTURA HA TERMINADO.
Dougal Macdougal gruñía en su asiento y se frotaba las caderas. Un soldado debía de haberle atrapado por debajo de la cintura. Pero sonreía como un loco. Miró rápidamente alrededor.
—Todo el mundo está de vuelta —dijo—. Bien, ninguna baja. ¡Estuvimos cerca! ¡Teníamos a la reina a veinte segundos cuando llegó el resto de los soldados! ¡Para que luego hablen de mala suerte!
—Habla de lo que quieras, Dougal —dijo un hombrecito regordete que vestía el uniforme de capitán de un transbordador. Tenía la cara pálida y se tocaba los genitales—. Te diré una cosa. Nunca me volverás a meter en una cosa así. ¡Duele! ¿Te das cuenta de que los soldados destrozaron mi simulacro?
—No es nada, Danny —Macdougal continuaba sonriendo—. Volverás a sentirte bien dentro de una hora, y podremos intentarlo otra vez mañana.
—No cuentes conmigo, entonces.
—Ni conmigo —intervino una mujer alta de cabellos oscuros que se frotaba el cuello—. Cuando me dijeron qué se sentía no bromeaban. No podía mover la mandíbula. No pude hacer funcionar el interruptor hasta el último segundo. Pensé que me moría.
Mientras la discusión proseguía, Lotos se secó el sudor de la frente, y peinándose con cuidado se marchó en silencio. Había visto todo lo que necesitaba saber de Adestis, e incluso más de lo que quería.
Cuando regresó a su diminuta oficina, Esro Mondrian le estaba esperando sentado en el asiento del visitante, mirando impasible su agenda de citas. No levantó la vista cuando ella entró.
—¿Es el fin del universo, Lotos? —preguntó tranquilamente—. Tiene que serlo. Creo que tienes tres pelos fuera de sitio.
Ella sacudió la cabeza.
—Adestis.
Esto sorprendió a Mondrian lo bastante para hacerle abandonar su actitud de indiferencia casual. Miró a Lotos Sheldrake.
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