Harry Harrison - ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!

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¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!: краткое содержание, описание и аннотация

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Lunes, 9 de agosto de 1999. El siglo está en sus postrimerías. Nueva York posee una población de 35 millones de seres humanos. Viven hacinados en las casas, en los cementerios de coches que en otro tiempo fueron aparcamientos, en los viejos barcos anclados a orillas del Hudson, en los depósitos militares cerrados hace tiempo... y algunos ni siquiera tienen un techo donde guarecerse y viven simplemente en las calles. El petróleo se ha agotado, los vegetales se están agotando, la carne es un artículo de súper lujo, la gente vive a base de galletas y sucedáneos extraídos del mar, el agua está racionada, y cualquier accidente puede romper este precario equilibrio. Y en Nueva York vive el policía Andrew Rusch, cuyo trabajo es investigar los crímenes que se producen diariamente en la ciudad, pero también cargar contra las muchedumbres que simplemente piden comida y agua.
Peor en ese miserable mundo, que puede ser el nuestro dentro de muy pocos años, en el que todo escasea excepto la necesidad, ni siquiera la policía tiene efectivos suficientes para llevar a cabo su trabajo.

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una masa de cabezas grises, cabezas calvas, la mayoría de ellos apoyándose en bastones, en tanto que un viejo con una gran barba blanca se balanceaba sobre sus muletas. Había un gran número de sillas de ruedas. Cuando llegaron a la Plaza de la Unión, el sol, no bloqueado ya por los edificios, ardió implacablemente sobre ellos.

—Es un crimen —dijo Steve Kulozik, bostezando mientras se apeaba del camión—. Sacar a la calle a todos esos viejos con este calor… probablemente acabará con la mitad de ellos. Debemos estar a más de 37 grados al sol: a las ocho estábamos a 34.

—Para eso están los enfermeros —dijo Andy, señalando al pequeño grupo de hombres vestidos de blanco que estaban desplegando camillas punto a un remolque del Departamento de Hospitales. Los detectives echaron a andar hacia la retaguardia de la multitud que había llenado ya el parque, rodeando la plataforma del orador instalada en el centro. Unos sonidos chirriantes revelaron que el sistema de altavoces estaba siendo sometido a prueba.

—Toda una marcha —dijo Steve, sin apartar de la muchedumbre sus investigadores ojos mientras hablaba—. He oído decir que los depósitos de agua han bajado tanto de nivel que algunas de las tuberías de salida han quedado al descubierto. Eso, y los paletos de la parte alta del Estado dinamitando de nuevo el acueducto…

Los chirridos de los altavoces se disolvieron en el estruendo resonante de una voz amplificada.

… Camaradas, Damas y Caballeros, miembros todos de los Ancianos de América, reclamo vuestra atención. Había encargado algunas nubes para esta mañana, pero es evidente que el pedido no ha llegado a tiempo…

Un murmullo de aprobación rodó sobre el parque, y resonaron algunos aplausos.

—¿Quién es el que habla? —preguntó Steve.

—Un tal Reeves, al que llaman Kid Reeves porque sólo tiene sesenta y cinco años. En la actualidad es el administrador de los Ancianos, y el año próximo será su presidente, si continúa así…

Sus palabras quedaron ahogadas por la voz de Reeves desgarrando de nuevo el cálido aire:

«Pero nosotros tenemos bastantes nubes en nuestras vidas, de modo que quizá podamos vivir sin esas nubes en el cielo. —Esta vez, el murmullo de la multitud estuvo levemente teñido de furor—. Las autoridades han decidido que no podemos trabajar, aunque nos encontremos en perfectas condiciones físicas y mentales, y han fijado la minúscula, insultante y ridícula pensión con la que se supone que tenemos que vivir, y al mismo tiempo se encargan de que el poder adquisitivo del dinero sea menor cada año, cada mes, casi cada día…»

—Ahí va el primero —dijo Andy, señalando a un hombre de las últimas filas que había caído de rodillas, agarrándose el pecho con las dos manos. Echó a andar hacia allí, pero Steve le retuvo.

—Déjaselo a ellos —dijo, señalando a los dos enfermeros que se dirigían hacia aquel lugar—. Fallo cardíaco, o insolación, y no será el último. Vamos a dar una vuelta por ahí.

«…de nuevo tenemos que unir nuestros esfuerzos… las fuerzas que pretenden mantenernos sumidos en la pobreza, en el hambre, en el olvido… la subida de los precios ha barrido…»

No parecía existir ninguna relación entre la pequeña figura de pie en la lejana plataforma y la voz que retumbaba alrededor de ellos. Los dos detectives se separaron, y Andy se abrió paso lentamente a través de la multitud.

«…no permitiremos que nos conviertan en ciudadanos de tercera o cuarta categoría, no aceptaremos un sucio rincón de la tierra para dormitar y morirnos de hambre. El nuestro es un segmento vital… no, es el segmento vital de la población, un depósito de edad y de experiencia, de conocimiento, de discreción. Hagamos llegar nuestra voz al Ayuntamiento, y a Albany, y a Washington, para que actúen en consecuencia. En caso contrario, cuando llegue el momento del recuento de los votos descubrirán…»

Las palabras se rompían en fragorosas oleadas alrededor de la cabeza de Andy, y dejó de prestar atención a ellas mientras avanzaba entre los dolorosamente atentos Ancianos, con los ojos alerta y en constante movimiento, navegando a través del mar de encías desdentadas, mejillas con patillas grises y ojos acuosos. El teniente se había equivocado al enviarles aquí, a Steve y a él: los rateros eran lo bastante listos como para saber que «trabajar» en una aglomeración como esta era perder el tiempo. Todos estos hombres y mujeres eran auténticos muertos de hambre. Y si alguno de ellos tenía un poco de dinero lo llevaba en uno de aquellos anticuados bolsos de cierre y cosido a su ropa interior o algo por el estilo.

Se produjo un movimiento en la multitud y dos chiquillos surgieron de repente gritando y riendo, entrelazando sus desnudas y arañadas piernas, jugando a quién derriba a quién.

—Basta de juegos —dijo Andy, parándose delante de ellos—. Salid del parque ahora mismo, muchachos, aquí no hay nada para vosotros.

—¿Quién ha dicho eso? Nosotros podemos hacer lo que nos dé la…

—Lo dice la ley —replicó secamente Andy, sacando el rompecabezas de su bolsillo y agitándolo con aire de amenaza—. ¡Andando!

Se volvieron sin pronunciar una sola palabra y empezaron a alejarse de la multitud. Andy les siguió unos instantes para asegurarse de que se marchaban. No eran más que unos chiquillos, pensó mientras se guardaba el tubo de perdigones, diez o doce años a lo sumo, pero había que vigilarles de cerca y no permitir que se le subieran a uno a las barbas, porque si uno les daba la espalda y eran lo bastante numerosos, le atacaban a uno y le cortaban con trozos de cristal como hicieron con el pobre Taylor.

Algo pareció empujar a los ancianos, que empezaban a moverse hacia adelante y hacia atrás, y cuando la voz amplificada quedó silenciosa unos instantes, se oyó un lejano griterío que procedía de más allá de la plataforma de los oradores. Sonaba a jaleo, y Andy trató de abrirse paso hacia allí. La voz de Reeves se interrumpió súbitamente, y el griterío aumentó en intensidad, y se oyó el ruido de cristales rotos. Una nueva voz retumbó por los altavoces.

«Habla la policía. Les ruego que se dispersen, esta reunión ha terminado. Diríjanse hacia el norte de la Plaza…»

Un rabioso aullido ahogó las palabras del orador, y los Ancianos se lanzaron hacia adelante, arrastrados por olas de emoción. Cuando sus gritos remitieron un poco, la voz amplificada de Reeves volvió a resonar en los altavoces.

«…Calma, calma… No hay que perder la cabeza… No puedo reprocharos que os sintáis molestos por esta interrupción, pero no se trata de lo que pensáis. El capitán me ha explicado la situación, y desde el lugar en que me encuentro puedo comprobar que no tiene nada que ver con nuestra reunión. Ha surgido algún problema en la Calle Catorce… ¡NO! No avancéis en aquella dirección, la policía está allí y no os dejará pasar… Además, veo llegar los helicópteros, y el capitán ha mencionado el alambre volador…»

Un gemido siguió a las últimas palabras y la multitud se estremeció, el impaciente movimiento cambió de dirección, y la masa empezó a desplazarse lentamente hacia la parte alta de la ciudad, fuera de la Plaza de la Unión, alejándose de la Calle Catorce. Los ancianos de aquella multitud lo sabían todo acerca del alambre volador.

Andy estaba más allá de la plataforma de los oradores y la muchedumbre era menos densa; ahora podía ver el populacho que atestaba la Calle Catorce y empezó a avanzar rápidamente hacia allí. Había agentes uniformados a lo largo de la orilla del parque, despejando el espacio contiguo, y el más próximo levantó su porra nocturna y gritó:

—No siga avanzando, amigo, si no quiere tener problemas.

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