– Las guardias…-dice alguien, con la entonación inequívoca de quien acaba de descubrir, en el mismo momento, esa posibilidad.
– De dos personas, por supuesto-aclara Ginés-. Los que estén más hechos polvo que descansen, al menos de momento. La lámpara queda encendida. El fuego… Ya haríamos fuego si fuera necesario.
– Pero…
– No hay animales salvajes en esta zona-dice Ginés, cansino, pero tajante-. No estamos en el Serengueti.
María, sentada todavía en el suelo, mira fijamente a Ginés, durante un buen rato, con una mirada, con un ceño levemente fruncido, que tiene mucho más de curiosidad, de extrañeza, que de arrobo o de admiración.
Los pájaros pían como locos, chillan y se desgañitan saludando la proximidad del nuevo día. Hay tantos pájaros que su griterío resulta agresivo, furioso, ensordecedor. Aún no se han apagado las estrellas, no todas; era tal su número, su acumulación, que se diría que el cielo está completamente estrellado a pesar de que ya se ha extinguido la mitad de ellas. Pero el color del cielo sí que ha cambiado: ahora es de un gris incoloro, casi transparente, con un tinte morado allí donde el sol se puso, y unos matices malvas, rosáceos, en el lugar por el que volverá a salir. El aire se ha atemperado sin llegar a ser fresco. La brisa, desde hace poco, se ha detenido por completo.
En el calvero que se abre a la derecha de la carretera, la luz estremecida del amanecer descubre un paisaje derrotado y confuso, de cuerpos hacinados, de ropas arrugadas. Se distinguen dos bultos separados, diferenciados, y otros dos volúmenes más grandes que corresponden, en realidad, al bulto que hacen dos cuerpos en cada uno de ellos. Aunque sigue estando en el centro, no se ve a simple vista la lámpara de butano, porque ahora está apagada, y sin la llama inquieta que la habitaba se convierte en un objeto gris e insignificante.
No hay movimiento en la dispersión de cuerpos yacentes y acurrucados. Hasta que de pronto uno de los bultos, uno de los bultos menores, se contrae bruscamente, se estira; y sólo cuando se pone en movimiento y se incorpora se diferencia claramente la figura humana, y se comprende en qué posición estaba tumbado, qué era la cabeza y qué los pies. Esa persona es Hugo, y se ha despertado gritando, mirando nerviosamente en todas direcciones, como quien se despierta de una pesadilla. Sus gritos no tardan en despertar a las personas que yacen a su alrededor.
– ¡ ¿Qué son esos gritos?!-exclama Hugo con los ojos desorbitados-. ¡ ¿Quién está gritando?!
Todos los compañeros se han incorporado, a diferentes ritmos, incluso alguno se ha puesto en pie. Tan sobresaltados como el propio Hugo, tan asustados, miran agónicamente en todas direcciones esperando, temiendo ver algún horror que justifique los gritos de su amigo.
– ¡Eres tú, Hugo, eres tú mismo!-dice finalmente Ginés, con la voz todavía torpe-. Tenías… tenías una pesadilla, por eso grita…
– ¡No! ¡¿Es que no lo oís?!-insiste Hugo, con el pánico pintado en el rostro-. ¡No paran de gritar! ¿Es que nadie lo oye? ¡Chillan, chillan, y…!
Hugo ha mirado un momento para arriba, para el cielo. Es Amparo la primera que comprende lo que ocurre, en medio del desconcierto general, en medio del temor irracional que se está contagiando ya a todo el grupo.
– ¡Los pájaros, son los pájaros!-dice Amparo, apresurándose, arrastrándose torpemente hasta abrazar a Hugo-. ¡Son los pájaros que están piando, Hugo; cálmate, son los pájaros; hay un montón de pájaros…!
Ginés lanza un resoplido de alivio. Otros cuerpos, a su alrededor, se relajan o incluso se recuestan hasta quedar tumbados de nuevo.
– ¿Quién estaba con Hugo? ¿Quién hacía guardia con Hugo?-pregunta Ginés, mientras Amparo acaricia la cabeza de un Hugo que ha dejado de gritar y ahora lloriquea como un niño.
Ginés mira a su alrededor esperando la respuesta, y de pronto exclama:
– ¿Dónde está Ibáñez?
Ha bastado esa pregunta, esas tres palabras, para poner de nuevo en alerta a todo el grupo.
– ¿Alguien sabe dónde…?-vuelve a preguntar Ginés-. ¡¿Quién estaba con Hugo?!
– No está… no está-dice María.
– Puede haberse levantado… a hacer pis-aventura Nieves.
– Mirad-dice Amparo señalando con la cabeza-, está su bolsa, la bolsa ésa que llevaba.
– ¡Ibáñez!… ¡Ibáñez!-grita Ginés-. ¡¿Quién coño bacía guardia con Hugo?!
Ginés ya se ha puesto en pie, lo mismo que Nieves y María. Amparo mira a sus compañeros con ansiedad; también querría levantarse pero sigue abrazando a Hugo. Hugo parece totalmente aniquilado, ajeno a todo. Maribel mira en todas direcciones, también hacia el cielo, pero sigue tumbada, sentada en el suelo. Algunos pájaros, aparentemente golondrinas, cruzan el cielo con sus trayectorias curvas, vertiginosas como tiros de piedra. Parecen pocas aves, pocos picos para el frenético griterío que se sigue escuchando, envolviéndolo todo con su aguda estridencia.
– Hugo no hacía guardia-dice de pronto Maribel, con una expresión atónita, como si le sorprendiesen sus propias palabras…
– ¿Cómo que no?-dice Ginés-. Entonces…
– Era Ibáñez el que estaba… conmigo.
– Pero… ¿tú no estabas durmiendo?
– Me quedé dormida…
Ginés deja escapar un prolongado bufido y se frota los ojos lentamente, con una mano. La actitud de Maribel, su pueril estado de atontamiento, parecen evidenciar que estaba realmente dormida, profundamente, y que además necesita cierto tiempo para volver por completo al estado de vigilia.
– Dijimos que tenían que ser dos-dice Ginés conteniendo su irritación-, que tenía que haber siempre dos personas despiertas, que si el otro se dormía había que despertarlo, o avisar a otro, ¡por favor!
Maribel no dice nada. Es Amparo quien hace una observación, por lo demás bastante lógica:
– En todo caso habría que culpar a Ibáñez. Es evidente que ella se durmió primero… y él no hizo nada.
– ¿Es verdad eso?-pregunta Ginés dirigiéndose a Maribel-. ¿Ibáñez… estaba despierto cuando tú te dormiste?
– Sí… supongo que sí… ¡Yo tenía mucho sueño!
– Ahora no sabemos… no sabemos «cómo» ha desaparecido-dice Ginés.
– ¿Cómo?-dice Amparo-. Lo mismo que ayer, en el desfiladero…
– ¡Sí, mierda, sí, puede ser…!-dice Ginés-, pero ahora no podemos asegurarlo. No tenemos la evidencia. También se puede haber marchado… Al fin y al cabo ayer le «apretamos» mucho las tuercas.
– Sí-rezonga Amparo-, ahora voy a tener yo la culpa de todo lo que está pasando.
Entretanto, Maribel se despereza y hace ademán de ponerse en pie. Un gesto de dolor le atraviesa la cara cuando apoya el primer pie en el suelo. Pide ayuda, y entre Nieves y María le ayudan a levantarse. Ginés también ha ayudado, distraídamente; su actitud pensativa y cavilosa revela que está dándole vueltas en la cabeza a alguna idea.
– No tenemos una evidencia. Yo quería una evidencia-dice de pronto sin dirigirse a nadie en concreto, como si hablara consigo mismo.
– ¿Qué más evidencia necesitas?-dice Maribel, que ahora parece mucho más espabilada-. Fijaos a quién se ha llevado.
– ¿Quién?-dice Ginés, irritado-, ¿el hombre del saco?
– No te librarás de él aunque hagas burla-dice Maribel-, su plan se está cumpliendo paso a paso.
– No sé cómo podéis discutir así-dice Nieves con una entonación quejumbrosa-. Ibáñez… ha desaparecido… Vamos a desaparecer todos, uno a uno.
– Cálmate-dice María abrazando a Nieves-. Vamos… cálmate… No sabemos… no sabemos nada de momento. Ni siquiera hemos llegado a ese maldito pueblo.
Amparo mira a sus compañeros desde su posición sentada. No dice nada, su mirada grave y preocupada se superpone a la actitud maternal con que sigue meciendo a Hugo mecánicamente, como se haría con un niño al que hay que dormir.
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