– A ti ni ganas-dice Hugo, mirando hacia otro lado.
Maribel se ha animado por unos momentos cuando ha surgido el tema del desfiladero; incluso ha sonreído. Pero ahora se queda de nuevo pensativa, absorta, como si una mano pasara sobre su rostro aflojando la tensión que la sonrisa ejercía sobre las facciones.
– Al Profeta le daba miedo-dice de pronto, con la mirada perdida en el recuerdo-. Tenía vértigo, el pobre…
– Bueno, da igual-dice Ginés con cierta impaciencia-. Llevaremos la bici de todas formas. Si después vemos que es un engorro y no vale la pena, pues la dejamos y ya está. Ahora hay que salir inmediatamente hacia el desfiladero… ya hemos perdido aquí bastante tiempo.
Todo el mundo abandona con mayor o menor rapidez el lugar que ocupaba en la sala, en busca de la salida o del rincón en el que ha dejado su reducido equipaje. Como si éstas no hubieran sido pronunciadas, nadie ha hecho ningún comentario acerca de las últimas palabras de Maribel. En cambio se oye la voz de Ginés que dice, ya desde el exterior:
– No, no uséis el lavabo. No le vamos a dejar a esta gente ahí… todo enguarrado. Usaremos el monte como lavabo. Por cierto: coged el papel; coged todo el papel que haya.
El desfiladero es una brecha profunda o garganta que ha ido abriendo en la roca el paso constante del agua del río; un río que hace millones de años discurría plácidamente por la llanura, sesenta o setenta metros más arriba. La brecha-que se extiende a lo largo de casi cuatro kilómetros- sorprende por la extraordinaria regularidad de su anchura, que es de unos veinte metros en la zona central del recorrido, y por sus rectas y verticales paredes, que en algunos tramos parecen talladas a cincel en la roca.
Pero el desfiladero no es propiamente un cañón, pues para merecer tal nombre tendría que ser más tortuoso, más laberíntico y serpenteante. El que nos ocupa es más bien un congosto, o una hoz: un par de hoces que despliegan sus amplias curvas simétricas, consecutivas, a lo largo de unos kilómetros.
La naturaleza tenaz, ciega pero constante, ha labrado esta fenomenal hendidura en el paisaje a lo largo de eras. El hombre, más modesto, se ha limitado a rubricar la obra con una delgada línea tallada en la roca a una altura constante, un camino hueco como el que dejaría una lombriz en un terrario, ignorante de la pared de cristal que revela su obra.
El trabajo del hombre: un par de años de actividad impulsiva y vanidosa, perfectamente localizable en el tiempo, hace apenas seis décadas. La barandilla que resigue esa línea en la práctica totalidad de su recorrido: una obra todavía más frágil, más reciente; una línea aún más delgada y sutil, casi invisible, siempre a punto de romperse, como el hilo de una tela de araña.
El sol todavía no se ha puesto. Ni siquiera ha empezado a atardecer. El sol está, en realidad, en la mitad de su parsimoniosa caída desde el cénit hasta el crepúsculo. Pero el grupo de amigos camina a la sombra, sin recibir su luz, sin ver ni siquiera el efecto abrasador de ésta al incidir en la roca, en la tierra, en los arbustos y los rastrojos que tapizan la llanura. La pared izquierda del desfiladero-en la que está excavado el pasadizo por el que van caminando- está orientada hacia el oeste y recibe por lo tanto la luz de la tarde, pero la recibe tan sólo en una franja que no llega a un tercio de su profundidad total, ni mucho menos a la línea por la que discurre la galería o pasadizo, más cercano al umbrío cauce que al borde superior de la pared. Los caminantes no pueden ver esa franja que discurre por encima de sus cabezas, de roca caldeada, blanqueada por una luz que todavía no amarillea, porque ni la barandilla ni la sensatez les permiten asomarse lo suficiente. Sólo pueden mirar la otra pared, la que tienen delante, vestida enteramente de gris; y del sol no ven más que una corona, el inofensivo incendio, la fusión del borde superior de la roca y su encendida pelusilla de vegetación.
Abajo, en el cauce reseco del río, piedras redondeadas de diferentes tamaños, amontonadas, algunas muy grandes; y manojos caóticos de ramas negruzcas, arrastradas por la última crecida, pudriéndose entre las rocas; y la mancha blanca, ofensiva, de un bidón, de una bolsa de plástico. Y más abajo, medio oculta junto a un pequeño remanso de arena combada y grisácea, el agua: estancada, mezquina, insignificante.
El aire es seco, la visibilidad excelente. Al mirar para arriba, entre las dos paredes del congosto se recorta-como un río mucho más limpio y caudaloso-un cielo azul claro, diáfano, de extraordinaria pureza. Una agradable brisa, seca y templada, circula por el túnel que forma la garganta. Pero el silencio es sobrecogedor. No llega el canto de las cigarras ni el zumbido de los insectos hasta el fondo de la brecha; sólo el chillido aislado de algún ave rapaz que tiene su nido en las rocas, a vertiginosa altura. Y más arriba los buitres, empequeñecidos por la distancia, abundantes como golondrinas pero mucho más lentos, mucho más majestuosos.
Ibáñez marcha a la cabeza de la comitiva. Ha empujado con el pie una piedra del tamaño de una naranja, y ésta ha rebotado durante unos segundos hasta llegar al cauce seco del río, produciendo una cadena de golpes y ecos duros como el pedernal, que rebotan y se multiplican por las paredes de la garganta.
Nadie hace ningún comentario: ni María, que camina en segunda posición, a dos pasos de Ibáñez; ni Ginés, que renunció hace tiempo a arrastrar la bicicleta-demasiado problemática en este peculiar sendero-y ahora carga tenazmente con la lámpara de butano; ni Amparo, que ha pedido varias veces la tregua de un descanso; ni ninguno de los otros, que avanzan en fila india, evitando caminar a dúo, porque la estrechez del camino apenas lo permite, silenciosos, cabizbajos, agotado el caudal de exclamaciones y frases admirativas del primer momento, cuando han empezado a transitar por el desfiladero.
Ahora se diría que les abruma la imponente grandiosidad del congosto, y que lo único que desean es salir cuanto antes a cielo abierto, antes de que el sol descienda todavía más, y a la umbría del fondo de la brecha le siga la sombra gris del crepúsculo.
Hugo va cerrando la fila; así se lo ha pedido Maribel, que no deja de mirar para atrás, a pesar de que ni siquiera es ella quien ocupa la última posición. Cova ha retrocedido con Hugo para caminar delante de él; pero ahora se pone a su lado y le habla un momento al oído, después de asegurarse de que nadie mira hacia ellos.
– Que aflojes un poco-bisbisea por segunda vez-… quiero hablar sin que nos oigan.
Hugo aminora la marcha. Nieves, que iba delante de Cova, se da la vuelta instintivamente, al notar que los pasos que la preceden se van quedando atrás; pero al ver con el rabillo del ojo que Cova y Hugo están hablando, vuelve inmediatamente a mirar hacia delante, al movimiento de los pies de su predecesora-Maribel, en este caso-, despreocupándose por completo de la dilación de la pareja.
– Todo esto me da miedo-dice Cova con voz quejumbrosa, cuando considera que ya no pueden oírla-, todo… todo es muy raro… todo esto me parece…
Cova vacila antes de continuar la frase, y Hugo aprovecha su indecisión para interrumpirla bruscamente.
– ¿Y te crees que yo no tengo miedo?-le dice tirando de ella, para que no se alejen más de los diez o doce metros que ya les separan del grupo-, aquí todo el mundo está acojonado; yo también; por eso quiero salir cuanto antes de estas putas montañas, y llegar a algún sitio civilizado…
– No llegaremos a ese pueblo. Hoy no… ya empieza a atardecer.
– No seas pesimista-dice Hugo con un gesto de fastidio-, Lo último que nos hace falta ahora es gente pesimista.
– Es que…-Cova hace un esfuerzo por no llorar, pero los sollozos se le amontonan en la garganta, en el paladar, nublándole los ojos, cerrando el paso del aire hasta convertir su voz en un gemido-todo esto es muy raro y tú… desde que llegamos aquí… desde que estás con tus amigos… es como si yo no existiera, es como si…
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