Poul Anderson - Tau cero

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Tau cero: краткое содержание, описание и аннотация

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La época es el siglo XXI. Los personajes son cincuenta especialistas: hombres y mujeres elegidos tras un largo y cuidadoso proceso de selección destinado a incorporar sólo personal particularmente entrenado en el viaje espacial y excepcionalmente apto para desarrollar con éxito una nueva colonia. La nave es la
, la más reciente de su clase. Y todos los esfuerzos están puestos al servicio de una única misión: viajar a través del espacio interestelar hasta un lejano planeta donde debe establecerse una colonia terrestre.
Sin embargo dos años después de su partida, la
colisiona con una nube de desechos del espacio, se avería y la ruta se altera. Todos se ven irremediablemente sin fin hacia lo desconocido.

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»Y, por supuesto, no podemos apagar los aceleradores. Eso significaría desconectar todos los campos, incluyendo los escudos, que sólo el núcleo de potencia exterior puede mantener. A nuestra velocidad, el bombardeo de hidrógeno produciría suficientes rayos gamma e iones como para freírnos a todos en unos minutos.

Se quedó en silencio, menos como un hombre que ha terminado de hablar que como una máquina que se apaga.

—¿No tenemos ningún control direccional? —preguntó Reymont, todavía sin ninguna emoción.

—Sí, sí, eso sí lo tenemos —dijo Boudreau—. La forma de aceleración puede cambiarse. Podemos reducir cualquiera de los tubos Venturi y potenciar los demás… podemos producir un vector lateral tanto como frontal. Pero no lo entiende, no importa qué camino tomemos, debemos seguir acelerando o moriremos.

—Acelerando para siempre —dijo Telander.

—Al menos —susurró Lindgren—, podemos permanecer en la galaxia. Dando vueltas y vueltas alrededor del núcleo. —Dirigió la vista hacia el periscopio, y supieron lo que pensaba: tras esa cortina de extrañas estrellas azules estaba la oscuridad, el vacío intergaláctico, el exilio definitivo—. Al menos… podremos envejecer… con soles a nuestro alrededor. Incluso si no podemos volver a tocar un planeta.

Los rasgos de Telander se contrajeron.

—¿Cómo se lo digo a nuestra gente? —gruñó.

—No tenemos ninguna esperanza —dijo Reymont. No era realmente una pregunta.

—Ninguna —contestó Fedoroff.

—Oh, podemos vivir nuestra vida aquí… llegar a una edad razonable, aunque no la misma que permitiría normalmente el tratamiento antisenectud —le dijo Pereira—. Los biosistemas y los sistemas de ciclo orgánico están intactos. Podríamos incluso aumentar la productividad. No hay que temer al hambre inmediata, o a la sed o a la asfixia. Es verdad que la ecología cerrada, el reciclado, no es eficiente al cien por cien. Sufriremos pérdidas lentas, un lento deterioro. Una nave espacial no es un mundo. El hombre no es un diseñador tan inteligente ni un diseñador a gran escala tan bueno como Dios. —Su sonrisa era cadavérica—. No aconsejo que tengamos hijos. Intentarían respirar cosas como acetona, mientras sobrevivirían sin cosas como fósforo y nos sofocarían en cerumen y pelusa de ombligo. Creo que podremos sacarle unos cincuenta años más de vida a nuestros aparatos. En estas circunstancias, pienso que es mucho tiempo.

Lindgren habló mirando a los mamparos como si pudiese ver a través de ellos:

—Cuando el último de nosotros muera… Debemos establecer una desconexión automática. La nave no debe seguir funcionando después de nuestra muerte. Que la radiación haga lo que debe, que la fricción cósmica la rompa en trozos y que los fragmentos vaguen por el infinito.

—¿Por qué? —preguntó Reymont.

—¿No es evidente? Si establecemos una ruta circular… consumiendo hidrógeno, viajando cada vez más rápido, haciendo que tau sea cada vez más pequeña a medida que pasan los milenios… nos haremos más masivos. Podríamos acabar devorando la galaxia.

—No, eso no —dijo Telander. Se refugió en la pedantería—. He visto los cálculos. Alguien se preocupó una vez de lo que podría hacer una nave Bussard fuera de control. Pero como ha dicho el señor Pereira, cualquier obra humana es insignificante allá fuera. Tau tendría que ser del orden de, digamos, diez a la menos veinte antes de que la masa de la nave fuese igual a la de una estrella pequeña. Y las probabilidades de chocar contra algo más importante que una nebulosa son astronómicamente minúsculas. Además, sabemos que el universo es finito en el espacio y el tiempo. Dejaría de expandirse y se colapsaría antes de que tau se hiciese tan pequeña. Vamos a morir. Pero el cosmos está a salvo de nosotros.

—¿Cuánto tiempo podremos vivir? —se preguntó Lindgren. Interrumpió a Pereira—. Quiero decir potencialmente. Si dice medio siglo, le creo. Pero creo que en un año o dos dejaremos de comer, o nos cortaremos la garganta, o decidiremos apagar los aceleradores.

—No si puedo evitarlo —le respondió inmediatamente Reymont.

Le lanzó una mirada triste.

—¿Quieres decir que continuarías… no sólo aislado de la humanidad, sin vivir en la Tierra, sino de toda la creación?

Él a su vez la miró con firmeza. Su mano derecha descansaba sobre la culata de la pistola.

—¿No tienen tantas agallas? —contestó.

—¡Cincuenta años dentro de este ataúd volador! —casi gritó—. ¿Cuántos años serán fuera?

—Calma —la advirtió Fedoroff, y la agarró por la cintura. Ella se agarró a él y respiró profundamente.

Boudreau habló tan cuidadosamente tranquilo como Telander:

—La relación temporal parece algo académica en nuestra situación, ¿ n'est-cepas ? Depende de lo que hagamos. Si seguimos en línea recta, naturalmente nos encontraremos con un medio menos denso. El ritmo de decrecimiento de tau se hará proporcionalmente más lento al entrar en el espacio intergaláctico. Al contrario, si intentamos una ruta circular que nos lleve a través de concentraciones más densas de hidrógeno, podríamos obtener una tau inversa muy grande. Podríamos ver pasar miles de millones de años. Podría ser maravilloso. —Sonrió forzadamente, un resplandor en la barba larga—. También nos tenemos los unos a los otros. Buena compañía. Estoy con Charles. Hay mejores formas de vivir, pero también peores.

Lindgren se refugió en el pecho de Fedoroff. Él la sostuvo y la acarició torpemente con una mano. Después de un rato (una hora o así en la historia de las estrellas) volvió a levantar la cara.

—Lo siento —aceptó ella—. Tienes razón. Nos tenemos unos a otros. —Paseó la mirada por ellos, acabando en Reymont.

—¿Cómo voy a decírselo? —suplicó el capitán.

—Le sugiero que no lo haga —contestó Reymont—. Que la primer oficial dé la noticia.

—¿Qué?—dijo Lindgren.

—Eres nice —contestó él—. Lo recuerdo.

Se liberó del abrazo de Fedoroff y dio un paso hacia Reymont.

De pronto el condestable se tensó. Permaneció un segundo como si estuviese ciego, antes de darse la vuelta y encararse con el navegante.

—¡Eh! —exclamó—. Tengo una idea. ¿Sabe…?

—Si crees que yo debería… —había empezado a decir Lindgren.

—Ahora no —le dijo Reymont—. Auguste, vamos a la mesa. Tenemos cosas en que pensar… ¡rápido!

10

El silencio seguía y seguía. Desde la tarima, donde se encontraba con Lars Telander, Ingrid Lindgren miraba al grupo. Ellos le devolvían la mirada. Y nadie en aquella habitación podía encontrar palabras.

Las suyas habían sido elegidas con cuidado. La verdad era menos terrible en su garganta que en la de ningún hombre. Pero cuando llegó al punto medio previsto…

—Hemos perdido la Tierra, hemos perdido Beta 3, hemos perdido la humanidad a la que pertenecíamos. Nos queda el coraje, el amor, y, sí, esperanza. —No pudo continuar. Se quedó con los labios atrapados entre los dientes, con los dedos entrelazados y lentas lágrimas que le salían de los ojos.

Telander se movió.

—Ah… si pudiesen —intentó—. Por favor, presten atención. Existen medios… —La nave se burló de él con gritos de truenos lejanos.

Glassgold no aguantó más. No lloró con estrépito, pero al intentar detenerse hizo que el sonido fuese más patético. M'Botu, a su lado, intentó consolarla. Él, sin embargo, se había refugiado en tal estoicismo que podía haber sido un robot. Iwamoto se alejó de ellos, de todos ellos; podía verse cómo llevaba su alma a algún nirvana con una cerradura en la puerta. Williams agitó los puños en alto y blasfemó. Otra voz, femenina, empezó a gemir. Una mujer miró al hombre con el que formaba pareja y dijo:

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