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Robert Sawyer: El experimento terminal

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Robert Sawyer El experimento terminal

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El doctor Hobson ha creado un monstruo. O mejor dicho, tres. Para probar sus teorías sobre la inmortalidad y la posible existencia de vida tras la muerte, Hobson ha ideado tres simulaciones informáticas de su propia personalidad. Con la primera, de la que se ha eliminado toda referencia a la existencia física, intenta analizar como sería una posible vida tras la muerte. Con la segunda, de la que se elimina toda referencia al envejecimiento y a la muerte, Hobson pretende estudiar la inmortalidad. La tercera, sin alteraciones, es el control de referencia del experimento. Sin embargo, las tres simulaciones escapan del ordenador de Hobson, huyen a la red informática mundial y viven su propia vida. Una de ellas es un asesino y comete crímenes que tal vez Hobson ha imaginado… Finalista del Premio HUGO 1996.

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—División 32.

—Sandra Philo —dijo Peter.

—Es su día libre —dijo el sargento—. ¿Puede ayudarle alguien más?

—No, es… es personal. ¿Sabe dónde está?

—No tengo ni idea —dijo el policía.

—¿Supongo que no me dará su número privado?

El policía rió.

—Debe estar bromeando.

Peter colgó y marcó el directorio de asistencia.

—Philo, Sandra —dijo, y deletreó el apellido.

—No hay listado —dijo la voz computerizada.

Por supuesto.

—Philo, A. —dijo—. A de Alexandria.

—No hay listado.

Maldición, pensó Peter. Pero un policía estaría loco si tuviese un número disponible… a menos que estuviese a nombre de su ex marido.

—¿Tiene a alguien con apellido Philo?

—No hay nadie.

Peter colgó. Debía haber alguna forma de localizarla…

El directorio de la ciudad. Los había visto en la biblioteca pública. Originalmente, los habían creado para encontrar el nombre que iba con una dirección, pero ahora los tenía en CD-ROMs de acceso aleatorio, y era tan fácil hacer lo contrario, encontrar la dirección que iba con un nombre. Peter llamó al teléfono de la línea de referencia para la Rama Central de la Biblioteca Pública de North York.

—Hola —dijo una voz de mujer—. Referencia rápida.

—Hola —dijo Peter—. ¿Tiene ahí algún directorio de la ciudad?

—Sí.

—¿Podría decirme la dirección de Alexandria Philo, por favor? P-H-I-L-O.

—Un momento señor. —Hubo una pausa—. No tengo ninguna A. Philo, señor. De hecho, la única Philo que tengo es Sandy.

Sandy, una versión neutra de su nombre. Exactamente el tipo de precaución que tomaría una mujer inteligente que viviese sola.

—¿A qué profesión se dedica Sandy Philo?

—Dice «funcionario público», señor. Supongo que eso podría ser cualquier cosa.

—Ésa es. ¿Cuál es la dirección, por favor?

—Dos dieciséis Melville Avenue.

Peter lo apuntó.

—¿Hay teléfono?

—Aparece como no disponible.

—Gracias —dijo Peter—. Muchísimas gracias.

Colgó. Peter nunca había oído hablar de Melville Avenue. Llamó a un mapa electrónico y la buscó. Estaba aquí, en Don Mills. No muy lejos. Quizá veinte minutos en coche. Era una locura, lo sabía… una fantasía paranoide. Y aun así…

Corrió al coche y apretó el acelerador hasta el suelo.

43

Peter intentó ver los fallos de su teoría durante el camino, pero encontró que cada vez tenía más sentido, no menos. El día libre de Sandra. Un día en que, muy probablemente, no iría armada. El día perfecto para matar a un policía.

El tráfico era denso. Peter le dio a la bocina. A pesar del mapa electrónico en el salpicadero, se las arregló para girar en la esquina equivocada, encontrándose en un callejón sin salida.

Maldiciendo, giró y fue en dirección contraria. Sabía que estaba conduciendo sin cuidado. Pero si podía advertir a Sandra, decirle que alguien podría estar tras ella; ella podría protegerse, estaba seguro. Era policía.

Finalmente, giró en Melville Avenue. El número 216 era un adosado. Nada ostentoso. Había que cortar la hierba. Había un furgón marrón de UPS aparcado enfrente.

Una señal advertía que era ilegal aparcar en la calle antes de las 18.00. Peter la ignoró.

Miró a la casa. La puerta principal estaba cerrada. Curioso. ¿Dónde estaba el repartidor?

El corazón de Peter estaba desbocado. ¿Y si el asesino estuviese dentro?

Paranoia. Locura.

Pero…

Salió del coche, y fue al maletero, encontró una palanca, la agarró con ambas manos y fue a la puerta.

Estaba a punto de darle al timbre cuando oyó alguna cosa dentro: algo caía al suelo.

Le dio al timbre.

No hubo respuesta.

Dentro por un penique , pensó Peter. Dentro por una libra.

Había una estrecha ventana lateral de suelo a techo cerca de la puerta. Peter la golpeó con la palanca. Se rompió. Golpeó con la barra de metal una y otra vez con todas sus fuerzas. El cristal se rompió. Peter metió la mano y abrió la puerta desde dentro.

Su cerebro luchó por ver toda la escena. Una escalera pequeña llevaba de la entrada a la sala de estar. En lo alto de la escalera había un hombre grande con un uniforme de UPS. En las manos llevaba un dispositivo que parecía una desmesurada billetera de plástico gris. Tendida en el suelo, tras él, estaba Sandra Philo, inconsciente o muerta. Había un gran florero roto a su lado. El sonido que había oído: debía haberlo tirado al caer al suelo.

El hombre levantó el dispositivo que sostenía en la mano y apuntó a Peter.

Peter vaciló durante medio segundo, luego…

Lanzó la palanca con toda la fuerza que pudo. Giró en el aire.

El hombre apretó un botón del arma, pero no emitió sonido. Peter se echó hacia delante.

La palanca golpeó al hombre en la cara. Cayó hacia atrás, sobre Sandra.

Peter consideró durante un segundo simplemente salir corriendo, pero por supuesto no podía hacer eso. Subió los escalones hasta la sala de estar. El asesino estaba aturdido. Peter cogió la extraña arma al pasar. No tenía ni idea de cómo usarla, pero había visto algo más familiar —el revólver de servicio de Sandra— que salía de la pistolera colgada en el respaldo de una silla a un par de metros de distancia. Peter se metió el extraño dispositivo en el bolsillo y cogió la pistola. De pie en medio de la habitación apuntó al asesino, que lentamente se ponía en pie.

—¡Alto! —dijo Peter—. Alto o disparo.

El hombre se acarició la frente.

—Yo no lo haría amigo —dijo con acento australiano.

Peter comprendió que no sabía si el arma de Sandra estaba cargada, o incluso, si lo estaba, no sabía con seguridad cómo dispararla. Probablemente tenía un mecanismo de seguridad en algún sitio.

—No se acerque —dijo Peter.

El hombre dio un paso hacia él.

—Vamos amigo —dijo—. No quiere ser un asesino. No tiene ni idea de lo que sucedía aquí.

—Sé que asesinó a Hans Larsen —dijo Peter—. Sé que le pagaron ciento veinticinco mil dólares por hacerlo.

Eso alteró al hombre.

—¿Quién es usted? —dijo, todavía acercándose.

—¡Quédese ahí! —gritó Peter—. Quédese ahí o disparo —Peter miró a la pistola. Allí… aquello debía ser el seguro. Lo movió y amartilló el arma—. Atrás —gritó. Pero era Peter el que se echaba atrás—. ¡Dispararé!

—No tiene los huevos, amigo —dijo el hombre, moviéndose lentamente por la sala de estar hacia él.

—¡Dispararé! —gritó Peter.

—Deme la pistola, amigo. Le dejaré irse vivo.

—¡Alto! —dijo Peter—. ¡Por favor!

El hombre alargó un brazo hacia Peter.

Peter cerró los ojos.

Y disparó…

El sonido era ensordecedor.

El hombre cayó hacia atrás.

Peter vio que le había dado a un lado de la cabeza. Una larga línea roja corría por el cráneo.

—Oh Dios mío… —dijo Peter alterado—. Oh Dios mío…

El hombre estaba ahora tendido en el suelo, como Sandra, muerto o inconsciente.

Peter, apenas capaz de mantener el equilibrio, los oídos sonándole furiosamente, fue a donde yacía Sandra. No tenía signos de heridas. Aunque respiraba, todavía estaba inconsciente.

Peter fue a la entrada y encontró el videófono. Estaba ocupado, y la pantalla estaba llena de números. Peter reconoció el logo del Real Banco de Canadá; Sandra debía estar conectada para hacer algunas transacciones cuando la había interrumpido el repartidor. Peter rompió la conexión.

De pronto el asesino apareció en la puerta. El corte a un lado de la cabeza estaba seco. Bajo él, Peter podía ver metal brillante…

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