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Robert Sawyer: El experimento terminal

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Robert Sawyer El experimento terminal

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El doctor Hobson ha creado un monstruo. O mejor dicho, tres. Para probar sus teorías sobre la inmortalidad y la posible existencia de vida tras la muerte, Hobson ha ideado tres simulaciones informáticas de su propia personalidad. Con la primera, de la que se ha eliminado toda referencia a la existencia física, intenta analizar como sería una posible vida tras la muerte. Con la segunda, de la que se elimina toda referencia al envejecimiento y a la muerte, Hobson pretende estudiar la inmortalidad. La tercera, sin alteraciones, es el control de referencia del experimento. Sin embargo, las tres simulaciones escapan del ordenador de Hobson, huyen a la red informática mundial y viven su propia vida. Una de ellas es un asesino y comete crímenes que tal vez Hobson ha imaginado… Finalista del Premio HUGO 1996.

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Hacía frío y estaba oscuro, una tarde típica de febrero en Toronto. Peter recorría las siete calles desde el edificio de cuatro plantas de Hobson Monitoring hasta The Bent Bishop. Los colegas de Cathy no eran realmente de su gusto, pero sabía que para ella era importante que él apareciese. Aun así, Peter intentaba siempre llegar después de todo el mundo; lo último que quería hacer era mantener una charla insustancial con un contable o un director artístico. Había algo superficial en el mundo de la publicidad, algo que le repelía.

Peter empujó la pesada puerta de madera del Bishop y se quedó en la entrada, esperando a que los ojos se ajustasen al oscuro interior. A su izquierda había una pizarra con los especiales del día. A la derecha un póster de Molson's Canadian que mostraba a una mujer de muchas curvas con un bikini rojo con hojas de arce cubriendo cada uno de sus pechos. Sexismo en los anuncios de cerveza, pensó Peter; pasado, presente y probablemente para siempre.

Dio un paso y examinó el pub, buscando a Cathy. Largas mesas grises con ángulos al azar ocupaban todo el espacio por el local, como portaaviones en un atasco de tráfico oceánico. Al fondo dos personas jugaban a los dardos.

Ah, allí estaban: acumulados alrededor de una mesa contra una pared. Los que tenían la espalda a la pared —decorada con pósters de otras buenorras Molson— estaban sentados en un sillón. El resto estaban en sillas, con bebidas en la mano. Algunos compartían un tazón de nachos. La mesa era lo suficientemente grande para que hubiese dos o tres conversaciones separadas, los participantes en ellas gritaban para que se les oyese por encima de la música a todo volumen, una vieja tonada Mitsou tocada a volumen más alto del que los altavoces podían manejar.

Cathy era una mujer brillante; eso era lo primero que había atraído a Peter de ella. Sólo más tarde había redefinido sus propios estándares de belleza femenina, que habían tendido hacia las rubias explosivas al estilo de los anuncios de cerveza, para encontrar bonitos el pelo negro y los labios finos. Estaba sentada en el sofá, dos de sus colegas —Toby, ¿no? Y ese gritón, Hans Larsen— a cada lado de ella, por lo que no podía salir a menos que uno de ellos se moviese primero.

Cathy miró mientras Peter se acercaba, le lanzó su radiante sonrisa y saludó. Peter todavía sentía un escalofrío cuando ella le sonreía. Quería sentarse a su lado, pero la disposición actual de cuerpos lo hacía imposible. Cathy sonrió de nuevo, con el amor claramente visible en la cara, luego se disculpó encogiéndose de hombros y le hizo un gesto para que cogiese una silla libre de la mesa de al lado. Peter lo hizo, y los colegas de Cathy se movieron para dejarle sitio. Se encontró sentado entre una de las damas pintadas a su izquierda —las secretarias y coordinadoras de producción que llevaban demasiado maquillaje— y el pseudointelectual a la derecha. Como siempre, Pseudo tenía un lector sentado frente a él, con la portada de la tarjeta bien visible a través de la ventana del lector. Proust. Cabrón ostentoso.

—Buenas tardes, doc —dijo Pseudo.

Peter sonrió.

—¿Cómo te va?

Pseudo tenía unos cincuenta años, y era tan pequeño como las posibilidades de los Leafs en la Copa Stanley. Tenía las uñas largas; el pelo sucio. Se entrenaba para ser Howard Hughes.

Otros reconocieron la presencia de Peter, y Cathy le dedicó otra sonrisa especial desde el otro lado de la mesa. Su llegada había sido suficiente para detener momentáneamente las conversaciones separadas. Hans, a la derecha de Cathy, aprovechó la oportunidad para disponer de la atención de todos.

—La vieja bola y cadenas no estará en casa esta noche —anunció a todos—. Se fue a visitar a sus sobrinas. –Que también eran las sobrinas de Hans; parecía que no se le había ocurrido—. Eso significa que estoy libre, damas.

Las mujeres alrededor de la mesa refunfuñaron y se rieron. Todas habían oído antes algo así de Hans. A duras penas era lo que llamarías un hombre guapo: tenía el pelo rubio sucio y tenía el aspecto de algo como Pillsbury Doughboy. Aun así, su increíble descaro era atractivo; incluso Peter, que encontraba desagradable la infidelidad de Hans, debía admitir que tenía algo inherentemente llamativo.

Una de las mujeres pintadas levantó la vista. El lápiz de labios rojo había sido aplicado en un área mayor que los labios reales.

—Lo siento, Hans. Esta noche tengo que lavarme el pelo.

Risas generales, Peter miró al pseudointelectual para ver si había registrado la noción de que lavarse el pelo pudiese ser una prioridad. No lo había hecho.

—Además —dijo la mujer—, una chica tiene que tener sus mínimos. Me temo que tú no llegas.

Toby, a la izquierda de Cathy, rió.

—Sí —dijo—. No le llaman el pequeño Hans por nada.

Hans sonrió de oreja a oreja.

—Como solía decir mi papá, siempre puedes ir por el otro lado. —Miró a la mujer con los labios pintados—. Además. ¡No digas que no… hasta que no te haya tocado yo! —rió, encantado por su propio ingenio—. Pregunta a Ann-Marie en contabilidad. Ella te dirá lo bueno que soy.

—Anna-Marie —le corrigió Cathy.

—Detalles, detalles —dijo Hans, agitando una mano como un guante—. De todas formas, si ella no me apoya, preguntarle a la rubia de nóminas… las de las grandes domingas.

Peter se estaba cansando de aquello.

—¿Por qué no intentas salir con ella? —dijo, señalando a la mujer en el póster de Molson—. Si tu mujer regresa inesperadamente, la puedes doblar en un avión de papel y enviarla volando por la ventana.

Hans estalló en risas de nuevo. Era un tipo afable, Peter le concedía eso.

—Hey, ¡el doctor ha hecho un chiste! —dijo, mirando de cara en cara, invitando a todos a compartir la supuesta maravilla de que Peter hubiese contado un chiste. Avergonzado, Peter apartó la vista, y accidentalmente alcanzó la mirada del joven que servía las bebidas. Levantó una ceja, y el muchacho vino. Peter pidió un gran zumo de naranja; no bebía alcohol.

Sin embargo Hans no era de los que la dejaba escapar.

—Vamos, doc. Cuéntanos otro chiste. Debes oír muchos de ésos en tu línea de trabajo —estalló de nuevo.

—Bien —dijo Peter, decidido a realizar por Cathy un esfuerzo por encajar—. Ayer hablaba con un abogado y me contó uno gracioso. —Dos de las mujeres habían vuelto a mascar nachos, evidentemente sin interesarse en el chiste, pero el resto del grupo le miraba expectante—. Vale, tenemos esa mujer que había matado a su marido golpeándole en la cabeza con una vinagrera. —Cuando a Peter le habían contado el chiste, era sobre un marido que mataba a su mujer, pero no había podido resistirse a invertir los papeles con la esperanza de plantar en la cabeza de Hans la idea de que su mujer podría no aprobar su mariposeo.

»Bien —siguió Peter—, el caso finalmente llega a juicio, y la fiscal quiere presentar el arma del crimen. Coge la vinagrera de la mesa. Todavía tiene un pequeño cierre de vidrio, y está llena en su mayoría de líquido. Comienza a llevarla hacia el juez. “Su señoría —le dice al juez—, ésta es el arma con la que se cometió el acto. Me gustaría presentarla como prueba de la acusación número uno.” La levanta a la luz. “Como puede ver, todavía está llena de aceite y vinagre…” Bien, inmediatamente, el abogado defensor se pone en pie y golpea la mesa frente a él. “¡Protesto, Su Señoría! —grita—. Esa prueba es inmiscible.”

Todos se le quedaron mirando. Peter sonrió para demostrar que el chiste había terminado. Cathy hizo todo lo que pudo por reír, aunque lo había oído la noche antes.

—Inmiscible —dijo débilmente Peter una vez más. Todavía no había respuesta. Miró al pseudointelectual. Pseudo lanzó una risita condescendiente. Lo había cogido, o eso pretendía. Pero las otras caras estaban en blanco—. Inmiscible —dijo Peter—. Significa que no pueden mezclarse. —Miró a cada una de las caras—. Aceite y vinagre.

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