Robert Silverberg - El proclamador

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La perspicacia de los discernidores

Hablar ante un público no era nada nuevo para mí, por supuesto. No después de todos esos años que he pasado en aulas, pacientemente instruyendo a la nueva cosecha de jóvenes hirsutos de cada temporada en los misterios de la teoría taquión, de partículas de anti-carga y de ecuaciones de la inversión del tiempo. Tampoco era este público particularmente ajeno ni alarmante: consistía en su mayor parte de gente del profesorado de Harvard y M. I. T., algunos estudiantes de la escuela graduada, y unos pocos abogados, psicólogos y otra gente profesional de Cambridge y las afueras. Todos nosotros eramos parte de la comunidad de la erudición, por decirlo así. El tipo de público que podría reunirse para protestar por el último incidente de violación ecológica y de liberación nacional preventiva. Pero me inquietaba un aspecto de mi papel esta noche. Esta era, en el verdadero sentido de la palabra, una reunión religiosa; eso es, nos juntábamos para discutir la naturaleza de Dios y para llegar a alguna comprensión de nuestra debida relación con Él. Y yo era el conferenciante principal, yo, el viejo Bill Gifford, que durante casi cuatro décadas había considerado a la Deidad como un ente anticuado y no pertinente. Yo era el pastor de este rebaño. Me causaba una sensación rara.

—Pero yo creo que muchos de vosotros estáis en la misma situación difícil —les dije—. Hombres y mujeres para quienes el impulso religioso ha sido algo esencialmente ajeno. Cuyas vidas eran satisfactorias y plenas aunque la oración y el rito estaban enteramente ausentes de ellas. Quienes consideraban el concepto del Ser Supremo como sin sentido y quienes consideraban las costumbres dominicales eclesiásticas de los que les rodeaban como nada más que la superstición de la clase baja por un lado y la mojigatería de la clase media por el otro. Entonces vino la gran sorpresa del 6 de junio: que nos obliga a reconsiderar las doctrinas que habíamos despreciado, que nos obliga a reexaminar nuestros esquemas filosóficos básicos, que nos obliga a buscar una explicación aceptable de un fenómeno que siempre habíamos juzgado imposible y poco plausible. Todos vosotros, como yo, de pronto os encontráis pedaleando en aguas metafísicas muy profundas.

El núcleo de este grupo se había reunido ad hoc la semana después de que ocurrió Eso y, desde entonces, se juntaba dos o tres veces a la semana. Al principio no había una estructura formal de organización, ningún nombre oficial, ninguna política; era simplemente una reunión de inteligentes personas refinadas, procedentes de Nueva Inglaterra, que individualmente se sentían incapaces de salir adelante con el problema de la alterada naturaleza de la realidad y que necesitaban refuerzos y afirmación. Por esa razón yo empecé a asistir, de todos modos. Pero a los diez días estábamos tanteando hacia un propósito más positivo: ya no queríamos simplemente aprender cómo aceptar lo que había acontecido a la humanidad, sino que queríamos encontrar alguna manera de virarlo hacia un objetivo útil. Yo había comenzado a articular algunas ideas en estos términos durante una conversación privada, y abruptamente varios de los líderes del grupo me pidieron que hiciera públicos mis pensamientos en la próxima reunión.

—Un acontecimiento asombroso ha ocurrido —seguía—. Un buen número de teorías ingeniosas se han propuesto para dar razón de él, como, por ejemplo, la que explica que la Tierra fue detenida por la operación de una fuerza extrasensorial telequinética generada por la concentración mental simultánea de toda la población mundial. También hemos oído las explicaciones astrológicas: que los planetas o las estrellas se alinearon de cierta forma por una-vez-en-la-vida-del-universo para dar tal resultado. Y ha habido discusiones, algunas salidas de tono bastante sorprendentes en favor de la noción de que el acontecimiento del 6 de junio fue la obra de seres malévolos del espacio exterior. La hipótesis de la telequinesis tiene cierta plausibilidad superficial, desfigurada sólo por el hecho de que los experimentadores nunca han podido detectar ni un ápice de habilidad telequinética en ningún ser humano ni conjunto de seres humanos. Quizá un esfuerzo de alcance mundial podría generar fuerzas no descubiertas en unidades menores que la total población mundial, pero tales razonamientos requieren una multiplicación indeseable de hipótesis. Yo creo que la mayoría de vosotros está de acuerdo conmigo en que las otras explicaciones sobre el acontecimiento del 6 de junio dan por sentado lo que queda por probar: ¿Por qué ocurrió la retardación de la Tierra tan rápidamente, al parecer en respuesta directa a la campaña para la oración global de Tomás el Proclamador? ¿Podemos creer que esa alineación única de fuerzas astrológicas ocurrió por casualidad el día después de esa hora de oraciones? ¿Podemos creer que los malvados seres extragalácticos se metieron por casualidad en la rotación de la Tierra exactamente ese día? El elemento de coincidencia necesario para sostener éstos y otros argumentos es mortal para ellos, creo yo.

»¿Con qué nos quedamos, entonces? Sólo con la explicación de que el Señor Todopoderoso, haciendo caso a las peticiones de la humanidad, obró un milagro para que nos confirmáramos en nuestra fe en Él.

»Ésa es mi conclusión. Ésa es la de muchos de vosotros. Pero ¿se deduce necesariamente que la penosa historia religiosa de la humanidad, con todas sus guerras santas, sus dogmas absurdos, sus ritos infantiles, sus ayunos y flagelaciones, se justifica por eso? Porque tú y tú y tú y yo fuimos arrollados ese 6 de junio, fuimos destrozados, deshechos de nuestro escepticismo por un acontecimiento que no tiene una explicación racional, ¿debemos ir corriendo a las iglesias y las sinagogas y las mezquitas para inscribirnos inmediatamente en la ortodoxia de nuestra preferencia? Yo creo que no. Creo que era correcto mantener nuestras actitudes de escepticismo y de racionalismo, aunque nuestro objetivo fue equivocado. Al desdeñar los atavíos triviales y ostentosos de la fe organizada, al pasar por alto las iglesias donde se arrodillaban devotamente nuestros vecinos, erramos también al apartarnos del asunto que era la base de su fe: la existencia de un Ser Supremo cuyo plan divino guía el universo. El hacer girar los molinillos de oraciones y el susurrar de credos nos parecían acciones tan inanes que en nuestra repulsión por tales cosas, llegamos a negar todos los conceptos de un orden más alto, de un universo teleo-lógico, y abrazamos el concepto de un cosmos enteramente azaroso. Entonces la Tierra se inmovilizó durante un día y una noche.

»¿Cómo ocurrió? Admitimos que fue la obra de Dios, tú y yo, aunque estamos asombrados al encontrarnos diciéndolo. Hemos sido empujados hacia una posición de creencia por ese acontecimiento inexplicable. ¿Pero qué queremos decir por «Dios»? ¿Quién es Él? ¿Un viejo con una larga barba blanca? ¿Dónde se le puede hallar? ¿En alguna parte entre las órbitas de Marte y de Júpiter? ¿Es un ser sobrenatural, o meramente un ser extraterrestre? ¿Reconoce Él también una autoridad superior? Y así sucesivamente, una infinidad de nuevas preguntas. No poseemos un conocimiento válido de Su naturaleza, aunque ahora tenemos un conocimiento seguro de Su existencia.

»Muy bien. Una oportunidad tremenda existe para nosotros, los pocos discernientes, para nosotros que tenemos costumbre de la actividad intelectual. A todo nuestro alrededor vemos un mundo enloquecido. Los apocalipsistas se desmayan de placer pensando en la catástrofe que se acerca, los glosolaliacos cotorrean con júbilo maniático, los superiores de las jerarquías eclesiásticas atrincheradas están horrorizados ante la posibilidad de que el Milenio pueda estar realmente a mano; todo está en flujo, todo es nuevo y extraño. Surgen nuevos cultos. Se disuelven viejas doctrinas. Y éste es nuestro momento. Vamos a intervenir y reemplazar la credulidad y la superstición con la razón. El fin de los cultos; el fin de la teología; el fin de la fe ciega. Que sea nuestro objetivo relacionar los acontecimientos de ese pasmoso día con algún principio de la razón, y desarrollar un movimiento útil, dinámico y racional: un movimiento de renacimiento y renovación, no una religión per se, sino un conjunto de creencia basada en el concepto de que existe un plan divino, de que vivimos bajo la autoridad de un Ser Supremo o por lo menos superior y de que debemos luchar para llegar a algún tipo de relación racional con este ser.

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