Roberto Bolaño - Putas Asesinas

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En «Últimos atardeceres en la tierra» se narra un viaje a Acapulco que se convierte paulatinamente en un des-censo a los infiernos. En «Dentista» se cuenta la historia de un adolescente misterioso y dos adultos, ya de vuelta de todo, que lo observan desde un precipicio. En «Buba» se cuenta una historia de fútbol en tres partes: la de un futbolista sudamericano, la de un futbolista africano y la de uno español, y la sorprendente historia de su equipo, que bien podría ser el Barcelona. En «Carnet de baile» se dan 69 razones para no bailar con Pablo Neruda. En «Prefiguración de Lalo Cura», por el contrario, nos su-merge en una historia de narcotraficantes y directores de cine porno, y «Fotos» nos trae una vez más a Arturo Belano, el protagonista de Los detectives salvajes. Una deslumbrante colección de relatos de un autor que se ha convertido en una de las voces imprescindibles de la literatura en lengua española.
Contrastando el título, Putas asesinas, por un lado, con el estilo sobrio del libro, podría deducirse que su finalidad obedece a una razón de índole comercial. No obstante, si por otro lado, lo contrastamos con su contenido, sería improbable no hallarle justificación, ya que a lo largo de las más de doscientas páginas, el verdadero denominador común, en efecto, es la violencia, violencia sobre la que se nos advierte, desde las primeras líneas, `no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de los cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende`,
Como los grandes cuentistas `Hemingway, Maupassant – Bolaño relata más por lo que oculta que por lo que desvela (`Hay cosas que se pueden contar`, piensa M, `y hay cosas que no se pueden contar.`) Tras esta técnica del ocultamiento, suerte de camuflaje, se disimulan los verdaderos temas de la obra.
Quien ingrese en el mundo de Putas asesinas ratificará la capacidad creadora de Roberto Bolaño en su convicción de escritor que no teme enfrentar los grandes temas literarios, tan extensos, complejos y problemáticos. Así pues, en convivencia con la violencia a la que refiero, volvemos a toparnos con los amores secretos («Días de 1978», «Vagabundo en Francia y Bélgica»), la amistad («El Ojo Silva», «Dentista»), la muerte («El retorno», «Putas asesinas», «Prefiguración de Lalo Cura»), la soledad, la literatura, («Encuentro con Enrique Lihn», «Vagabundo en Francia y Bélgica», «Carnet de baile») el absurdo («Fotos»), tratados todos ellos bajo el aura del sueño latinoamericano, truncado y convertido en pesadilla. Muerto el boom y el realismo mágico, el tema de la pesadilla latinoamericana pervive en la nueva narrativa despojado de sustratos idílicos, provisto más bien de toda su crudeza e innegable inmundicia, la de la corrupción, el hambre, y la del exilio indefinido. Factor este último que a diferencia de los otros dos, contiene un aspecto positivo, el cosmopolitismo, de ahí que los problemas de B y otros protagonistas, en su mayoría chilenos exiliados en México D.F, Acapulco, Barcelona, París, no sean tales en tanto que exiliados, sino en tanto que hombres del mundo, puesto que derivan del desamparo y la confusión que, según Bataille, los burgueses no `pueden realmente disimular`.
Esto explica la ironía, la sensualidad, el humor mordaz, lo onírico, y otras vías de escape tan frecuentes en esta obra, productos o deshechos ` a propósito del fin de las ideologías- del escepticismo moderno, que tan pocas esperanzas le depara a la humanidad y al que son tan proclives los jóvenes de hoy.
El Ojo Silva tratará en vano de huir de la marginación en el Distrito Federal, donde sus compatriotas lo tachan de `invertido` porque `al menos de cintura para abajo` eran `exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba en Chile`. Encontrará otra violencia más tangible transformada en ineludible destino.
«Últimos atardeceres en la tierra» narra una peripecia vacacional padre ` hijo, y el mundo que, trasuntado en infierno, los divide en `unas horas que B llamaría aburrimiento, pero que ahora llamaría desastre, un desastre peculiar, un desastre que por encima de todo aleja a B de su padre`.
En «Días de 1978» se habla del rencor y de la suerte que corren los amores secretos en medio de una desgracia inminente. `Aquí debería acabar el relato`, señala el protagonista `pero la vida es un poco más dura que la literatura.`
Por otro lado «Vagabundo en Francia y Bélgica», – a mí parecer el cuento más logrado-, mezcla literatura y vida, en el sentido que los fetichismos que provoca en algunos la primera pueden revestir de pretextos la segunda y enmascarar así intenciones inconfesables. Tal vez se trate de deseos oscuros y del empecinamiento con que, en ocasiones, nos hacen ver lo que queremos, como la correspondencia en el objeto que los ocasiona. ¿Marchará B de París a Bruselas motivado por una publicación erudita o por una señal que andaba esperando? `¿Una señal de qué? Lo ignora. Una señal terrible en todo caso.`
«Prefiguración de Lalo Cura» recuerda la excelente película La virgen de los sicarios, no tanto por su tratamiento, aquí edulcorado con un humor corrosivo, sino por la realidad retratada, la del negocio del sexo y la droga en la Colombia de los cárteles.
«Buba» es un cuento sobre el absurdo en `la ciudad del sentido común`, sobre el humor resultante de esta paradoja. Y así como «Funes el memorioso», según Borges, `es una larga metáfora sobre el insomnio`, «Fotos» lo es sobre la inutilidad de la información despojada de formación.
Putas asesinas deja un sabor extraño, agridulce, múltiples imágenes de ciudades, un cúmulo de sensaciones y la vaga idea de que los cuentos se parecen entre sí, tanto como a los cuentos de Ramírez, personaje de «Dentista» y especie de prodigio literario: `el argumento daba un giro y se pulverizaba a sí mismo, el cuento se convertía en una historia sobre el fantasma de un pedagogo encerrado en una botella, y también en una historia sobre la libertad individual y aparecían otros personajes, dos merolicos más bien canallas, una veinteañera drogadicta, un coche inútil abandonado en la carretera que servía de casa a un tipo que leía un libro de Sade. Y todo en un cuento`.

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Entre brumas recordaba que Cavernas había vuelto a llamarlo maricón, las risas de los hombres que lo sostenían, los automóviles aparcados en el cielo, un cielo gris parecido a la calle Sevilla. La certidumbre de que te mueres y de que te mueres por nada, por estupideces, y de que tu vida, la vida que estás a punto de perder, es también una sucesión de estupideces, es nada. Y hasta la certidumbre carece de dignidad.

Eso me dijo mientras bebíamos tequila en la fonda de comidas corridas, que por supuesto carecía de permiso para expender bebidas alcohólicas, en uno de los barrios bajos de Irapuato. Después se extendió en una argumentación cuyo eje central era el descrédito del arte. Los grabados de Cavernas, yo lo sabía, aún estaban colgados en su sala y no tenía noticias de que mi amigo hubiera realizado ningún gesto encaminado a venderlos. Cuando quise argüir que su affaire con Cavernas pertenecía a la historia particular y no a la historia del arte y que por lo tanto podía utilizar esa historia para el descrédito de los seres humanos pero no para el descrédito de los artistas y menos aún para el descrédito del arte, mi amigo puso el grito en el cielo.

El arte, dijo, es parte de la historia particular mucho antes que de la historia del arte propiamente dicha. El arte, dijo, es la historia particular. Es la única historia particular posible. Es la historia particular y es al mismo tiempo la matriz de la historia particular. ¿Y qué es la matriz de la historia particular?, dije. Acto seguido pensé que me respondería: el arte. Y también pensé, y ése fue un pensamiento afable, que ya estábamos borrachos y que era hora de volver a casa. Pero mi amigo dijo: la matriz de la historia particular es la historia secreta.

Durante unos instantes me miró con los ojos brillantes. Pensé que la muerte de la india con el cáncer en la encía le había afectado mucho más de lo que en principio creí.

¿Y tú te preguntarás qué es la historia secreta?, dijo mi amigo. Pues la historia secreta es aquella que jamás conoceremos, la que vivimos día a día, pensando que vivimos, pensando que lo tenemos todo controlado, pensando que lo que se nos pasa por alto no tiene importancia. ¡Pero todo tiene importancia, buey! Lo que pasa es que no nos damos cuenta. Creemos que el arte discurre por esta acera y que la vida, nuestra vida, discurre por esta otra, y no nos damos cuenta de que es mentira.

¿Qué hay entre una acera y otra acera?, me preguntó. Algo le debí de responder, supongo, aunque no me acuerdo de qué dije porque en ese momento mi amigo vio a un conocido y lo saludó con la mano, desentendiéndose de mí. Recuerdo que el local en el que estábamos se había ido llenando de gente. Recuerdo las paredes con baldosas verdes, como si se tratara de un urinario público, y la barra en donde antes no había nadie y que ahora estaba llena de personajes de aspecto cansado o festivo o patibulario. Recuerdo a un ciego cantando una canción en una esquina del local o una canción que hablaba de un ciego. El humo, antes inexistente, flotaba por encima de nuestras cabezas. Entonces el amigo al que mi amigo había saludado con un gesto se acercó a nuestra mesa.

No tenía más de dieciséis años. Aparentaba menos. Era más bien bajo y su figura, que podía ser fuerte, tendía hacia lo redondo, hacia la eliminación de aristas. Vestía pobremente, aunque algo había en su ropa que no terminaba de cuajar, una cualidad movediza, como si la ropa estuviera diciendo algo incomprensible desde distintos sitios a la vez, y llevaba unos tenis gastados de tanto andar, unos tenis que en el círculo de mis amistades o mejor dicho en el círculo de los hijos de algunas de mis amistades, estarían desde hace mucho tiempo sepultados en el closet o abandonados en un basurero.

Se sentó a nuestra mesa y mi amigo le dijo que pidiera lo que quisiera. Fue la primera vez que sonrió. No puedo decir que tuviera una bonita sonrisa sino más bien todo lo contrario: era la sonrisa de alguien desconfiado, la sonrisa de quien espera pocas cosas de los demás y todas malas. En ese momento, cuando el adolescente se sentó con nosotros y exhibió su sonrisa fría, se me pasó por la cabeza la posibilidad de que mi amigo, que era un soltero empedernido y que pudiendo haberse radicado desde hacía años en el DF había preferido no abandonar su ciudad natal de Irapuato, se hubiera vuelto homosexual o que siempre lo hubiera sido y sólo esa noche, precisamente la noche en que habíamos hablado de la muerte de la india y del cáncer en la encía, aflorara, fuera de toda lógica, una verdad oculta durante años. Pero pronto deseché esta idea y me concentré en el recién llegado o tal vez fueron sus ojos, en los que no había reparado hasta entonces, los que me obligaron a dejar a un lado mis temores (pues la posibilidad, incluso remota, de que mi amigo fuese homosexual en ese entonces me atemorizaba) y a dedicarme a la observación de aquel ser que parecía fluctuar entre la adolescencia y una niñez de espanto.

Sus ojos, cómo decirlo, eran potentes. Ése fue el adjetivo que se me ocurrió entonces, un adjetivo que evidentemente no ahondaba en la impresión real que sus ojos dejaban en el aire, en la frente de quien le sostuviera la mirada, una especie de dolor entre las cejas, pero no encuentro otro que sirva mejor a mis propósitos. Si su cuerpo tendía, como ya he dicho, a una redondez que los años acabarían concediéndole con rotundidad, sus ojos tendían hacia lo afilado, lo afilado en movimiento.

Mi amigo me lo presentó con no disimulada alegría. Se llamaba José Ramírez. Le tendí la mano (no sé por qué, no soy dado a estos formalismos, al menos no en un bar y de noche) y él vaciló antes de darme la suya. Cuando se la estreché mi sorpresa fue mayúscula. Su diestra, que esperaba suave y vacilante como la de cualquier adolescente, exhibía al tacto una acumulación de callosidades que le daba una apariencia de hierro, una mano no demasiado grande, de hecho, ahora que lo pienso, ahora que vuelvo a aquella noche en los suburbios de Irapuato, lo que aparece ante mis ojos es una mano pequeña, una mano pequeña rodeada u orlada por los exiguos resplandores del bar, una mano que surge de un lugar desconocido, como el tentáculo de una tormenta, pero dura, durísima, una mano forjada en el taller de un herrero.

Mi amigo sonreía. Por primera vez en aquel día le vi en el rostro un atisbo de felicidad, como si la presencia tangible (con su figura redonda, sus ojos afilados y sus manos duras) de José Ramírez ahuyentara la culpa de la india con el cáncer en la boca, el malestar recurrente que el recuerdo del pintor Cavernas le provocaba. Como si adivinara la pregunta que estaba tentado de hacer y que sin embargo por una elemental cuestión de educación no haría, mi amigo dijo que había conocido a José Ramírez de forma profesional.

Tardé en entender que se refería a su consulta odontológica. Gratis, dijo entonces el muchacho, con una voz que, como sus manos y sus ojos, también se desdecía del resto de su cuerpo. En la consulta de la cooperativa, dijo mi amigo. Le empasté siete muelas, un trabajo fino. José Ramírez asintió y bajó los ojos. Fue como si de nuevo se transformara en lo que de verdad era, un muchacho de dieciséis años. Recuerdo que después pedimos más bebidas y que José Ramírez se comió un plato de chilaquiles (no quiso comer nada más aunque mi amigo insistió en que pidiera lo que quisiera, que él invitaba).

Durante todo el rato que aún permanecimos en la fonda la conversación se mantuvo entre ellos dos y yo me quedé al margen. A veces oía sus palabras: hablaban de arte, es decir mi amigo había retomado la historia de Cavernas, que mezclaba arbitrariamente con la india muerta en una cama de hospital, en medio de dolores espantosos, o tal vez no, tal vez había sido anestesiada, tal vez alguien le aplicaba morfina regularmente, pero la imagen era ésa, la india, apenas un bulto minúsculo, abandonada en una cama de hospital en Irapuato, y la risa de Cavernas y sus grabados que colgaban perfectamente enmarcados en la sala del dentista, una sala, y por ende una casa, que el joven Ramírez había visitado, según deduje de las palabras de mi amigo, y donde había visto los grabados de Cavernas, las joyas de su pinacoteca particular, y le habían gustado.

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