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Roberto Bolaño: Monsieur Pain

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Roberto Bolaño Monsieur Pain

Monsieur Pain: краткое содержание, описание и аннотация

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A un discípulo de Mesmer le encargan que cure el hipo que sufre un sudamericano pobre abandonado en un hospital de París en la primavera de 1938. En apariencia, nada puede pasar. Sin embargo el mesmerista Pierre Pain se verá envuelto en una intriga en donde se planea un asesinato ritual de proporciones planetarias. ¿Quién es el sudamericano que agoniza en el hospital Arago? ¿Por qué unas fuerzas ocultas desean su muerte? ¿Qué se pierde y qué se gana con esa muerte? Sólo Pierre Pain se da cuenta de lo que se teje entre bastidores. Y él no es un héroe sino un hombre común y corriente: solitario, secretamente enamorado de madame Reynaud, delicado, pacífico, descreído, el menos indicado para intentar resolver una historia extraordinaria a mitad de camino entre la casualidad y la causalidad, una aventura a vida o muerte en donde se pondrá en juego el amor, la soledad, la dignidad y el valor del ser humano, el delirio, la irremediable tristeza. Una insólita novela en la que el autor de Los detectives salvajes, premiado con el Rómulo Gallegos, exhibe su no menos insólita altura literaria.A un discípulo de Mesmer le encargan que cure el hipo que sufre un sudamericano pobre abandonado en un hospital de París en la primavera de 1938. En apariencia, nada puede pasar. Sin embargo el mesmerista Pierre Pain se verá envuelto en una intriga en donde se planea un asesinato ritual de proporciones planetarias. ¿Quién es el sudamericano que agoniza en el hospital Arago? ¿Por qué unas fuerzas ocultas desean su muerte? ¿Qué se pierde y qué se gana con esa muerte? Sólo Pierre Pain se da cuenta de lo que se teje entre bastidores. Y él no es un héroe sino un hombre común y corriente: solitario, secretamente enamorado de madame Reynaud, delicado, pacífico, descreído, el menos indicado para intentar resolver una historia extraordinaria a mitad de camino entre la casualidad y la causalidad, una aventura a vida o muerte en donde se pondrá en juego el amor, la soledad, la dignidad y el valor del ser humano, el delirio, la irremediable tristeza. Una insólita novela en la que el autor de Los detectives salvajes, premiado con el Rómulo Gallegos, exhibe su no menos insólita altura literaria. En una conversación de bar parisino, monsiuer Pain discute sobre mesmerismo con otro paciente -quizá un farsante-, que le recuerda que uno de los practicantes de esta teoría (que pretendía curar mediante el uso del magnetismo) fue el médico inglés Hell, apellido que, discurren los dos, significa infierno. Curiosamente no llevan la analogía más allá, pero quizá en esta charla se encuentra una de las claves de la sorprendente novela del narrador chileno, avecindado en España, Roberto Bolaño, Monsieur Pain, que la editorial Anagrama reeditó recientemente. A lo largo de toda la historia, los nombres de los protagonistas son parte fundamental del misterio y llevan a este seguidor de las enseñanzas de Mesmer a un insólito viaje por el París de la primera posguerra, en donde convalece César Vallejo y aún resuenan los disparos de la guerra civil española. La historia ocurre en 1938 e inicia cuando madame Reynaud, una viuda joven a la que Pierre Pain ama en silencio, le pide a éste -que asistió en la agonía a su esposo- que ausculte al poeta peruano, convaleciente en un hospital a causa de un ataque de hipo. Esta petición es el detonador de una aventura inquietante donde tienen cabida tanto los seguidores de Mesmer como ciertos conspiradores de origen español, e incluso las investigaciones metafísicas de Pierre Curie forman parte de la intriga. La novela de Bolaño es un pastiche, un collage de situaciones que poco a poco sugieren una historia aún más oscura: la de una conspiración maligna no sólo contra el poeta que agoniza sino también contra ciertas teorías que, como el propio mesmerismo, rechazan la verdad científica oficial. Monsieur Pain será el encargado de descubrir los hilos de esta trampa, pero al realizar su investigación sólo encontrará lo que profetiza su apellido. Incapaz de enfrentar a los verdugos, el protagonista de la novela callará para siempre lo que descubrió o aquello que simplemente creyó intuir. Bolaño, cuya novela Los detectives salvajes ha conocido un éxito inusitado, se muestra aquí como un narrador de buena mano: algunos protagonistas fueron personas reales y algunos de los hechos que ocurren en la novela -la muerte de Curie o la de Vallejo- sucedieron realmente, pero el autor ha mezclado de tal suerte las historias que el resultado es inquietante y, por momentos, perturbador. Pain es la clave, lo que leemos es la historia de un momento de su vida y su fracaso tanto en el amor como en la resolución de un misterio que está más allá de sus propias fuerzas. Para hacer aún más profundo el enigma, al final de la obra el autor plantea la vida de sus protagonistas a través de diversas voces que prefiguran los testimonios acerca de sus `detectives``. Y de alguna manera el epílogo hace aún más inquietante el destino de Pain, las casualidades que lo llevaron a encontrarse, en una ciudad plagada de surrealistas, con dos fabricantes de cementerios marinos que desprecian a los seguidores de André Breton, así como con un mundo nocturno repulsivo y atrayente donde la única persona que parece comprenderlo es un portero argelino. Porque si bien monsieur Pain es incapaz de vestirse de héroe, el azar y sus leyes lo llevan por caminos jamás imaginados para concluir en el fracaso. Por eso su personalidad nos toca a todos. Pain representa al hombre que espera la derrota final, a quien no lo redime ni siquiera un último acto de rebeldía. El protagonista de la novela de Bolaño vive una aventura que no esperaba pero también padece, como todo solitario, el terror a la oscuridad, la sospecha que anida en el corazón de los amantes desesperanzados y silenciosos. Y si parece que al final que no ocurre nada -o al menos eso podemos creer-, la verdad es que las peripecias del señor Pain son las que mantienen pendiente al lector hasta la última página. La novela en conjunto no es más que una gran trampa en la que caemos fácilmente. Pero de eso se trata precisamente: de seguir a Pierre Pain a lo largo de un periplo que lo llevará (y a nosotros con él) al desencanto. Si bien Monsieur Pain no es la más lograda de las novelas de Roberto Bolaño, sí prefigura algunos de sus temas y ese estilo personal que ha convertido al escritor chileno en una de las más gratas revelaciones de la prosa latinoamericana de los últimos años.

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Subí las escaleras sin encender la luz, lo más silenciosamente posible, y me encerré en mi cuarto. Ya en la cama, después de haber calentado un té en el hornillo, me dije que había elementos nuevos entre ayer y hoy que trastornarían mi cotidianidad. Movimiento, pensé. El círculo se abre en el punto más inesperado. Tengo un paciente que se muere de hipo; dos españoles (y mi paciente, si no español, es hispanoamericano) que sin duda alguna me siguen; madame Reynaud que se pone nerviosa al ver a los dos caballeros altos que nos observaban en el café Bordeaux, quienes a su vez no son los españoles que me siguen pero a quienes madame Reynaud parece conocer, o adivinar su identidad, y temer.

Abril, pensé. Un nuevo ciclo vital. En algún momento me quedé dormido.

Desperté tarde, con dolor de cabeza. Alguien golpeaba la puerta. Era madame Grenelle, la arrendataria de las habitaciones contiguas a las mías, sujetando entre los dedos un sobre azul oscuro y otro blanco, de papel corriente. Al verme reprimió un grito:

– Monsieur Pain, qué susto me ha dado.

– Pero si sólo he abierto la puerta -dije, y, en efecto, lo había hecho sin ninguna violencia, incluso casi demasiado lentamente, digamos: como si hubiera abierto la puerta con resignación. ¡Y la Grenelle se había asustado!

– Es mediodía -dijo mientras alargaba el cuello con la vana esperanza de encontrar algún acompañante nocturno en mis habitaciones.

Por dignidad cerré un poco más la puerta y pregunté si las cartas eran para mí.

– Por supuesto -dijo-, a mí nadie me escribe, si recibo carta es de provincias, de mi hermana o de la hermana de mi difunto esposo, pero nunca del mismo París.

Sonrió retadora y su doble papada quedó a la altura de mi pecho. También yo intenté una sonrisa comprensiva.

– Las han traído personalmente. Esta -abanicó el sobre blanco-, dos individuos extranjeros, españoles o italianos. Y ésta -hizo una pequeña espiral en el aire con el sobre azul y guiñó un ojo de inteligencia-, un mensajero. Pero huélala. Perfume, ¿verdad?

Permanecí impasible, aparentando un desinterés que no sentía, las manos en los bolsillos de la bata, con la vista perdida en el pasillo desierto y frío.

– ¿Vio usted a los caballeros extranjeros?

– Sí, también hablé con el mensajero, un pobre muchacho recién llegado de Albi, ni siquiera conoce la ciudad.

– ¿Habló usted con los españoles?

– ¿Eran españoles?

– Creo que sí -dije no muy seguro-. ¿Habló con ellos?

– Un poco. Estuvieron llamando a su puerta durante mucho rato, serían las nueve de la mañana, tiene usted el sueño pesado, monsieur Pain.

– ¿Qué le dijeron, madame Grenelle?

– Nada en particular, me preguntaron si usted vivía aquí y yo les dije que sí, claro, pero que seguramente había pasado la noche en otro sitio, quién se iba a figurar que estaba acostado; después me preguntaron si usted solía pasar las noches fuera de casa y yo les dije que eso no era de mi incumbencia, aunque me cuidé de asegurar que usted era una persona poco bohemia, dedicada a los estudios, que casi siempre venía a dormir. Se ve que les costaba entender o que no sabían cómo responderme. El caso es que se quedaron callados, como esperando oír algún ruido proveniente de su habitación, luego uno de ellos escribió una nota, la metió dentro del sobre y me la dio, el sobre está cerrado, véalo. Me dijo que era urgente que usted lo recibiera sin demora, lo repitió varias veces. Qué tipo más pesado. De acuerdo, de acuerdo, le dije, lo he entendido todo, no se preocupe. El otro no despegaba la oreja de su puerta, sin perder la esperanza, digo yo.

Le arrebaté las cartas murmurando unas confusas palabras de agradecimiento y cerré la puerta. Recordé entonces, mientras escuchaba las pisadas de madame Grenelle perdiéndose por el pasillo, haber despertado en algún momento de la noche soñando que alguien a quien intuía de forma vaga como benefactor me tapaba con suave y obstinada autoridad la boca. Al despertar me había encontrado con mi propia mano apretada sobre los labios. ¿Como si pretendiera ahogarme? ¿Como si pretendiera obligarme a permanecer en silencio?

Sentado en el borde de la cama abrí el sobre blanco: Monsieur Pierre Pain, le rogamos se sirva acudir al café Victor, en el Barrio Latino, a las 22 horas. Es un asunto de extrema gravedad. No falte. Por supuesto, carecía de firma. El sobre azul lo había mandado madame Reynaud y decía lo siguiente: Querido amigo, he hablado con madame Vallejo, está de acuerdo en que nos encontremos hoy, a las cuatro de la tarde, en el café Bordeaux. El estado de monsieur Vallejo es el mismo, sigue con hipo y la fiebre no ha bajado. Madame Vallejo no cree que pueda surgir ningún problema entre el médico que trata a su esposo y usted. Soy de la misma opinión. Hasta pronto. Marcelle Reynaud.

Desde la ventanilla algo empañada del taxi contemplé la fachada de la clínica: comprendí que sobre todas las cosas, incluso sobre la locura, allí había soledad, tal vez la forma más sutil de locura, al menos la más lúcida.

Eran las siete de la tarde del día 7 de abril y madame Vallejo, madame Reynaud y yo acabábamos de llegar a la Clínica Arago. Durante el trayecto casi no despegué los labios. Ambas mujeres parecían tener mucho de que hablar y mis pensamientos, por lo demás, deambulaban por regiones brumosas, poco proclives a la charla.

– Parece usted ausente -comentó madame Reynaud mientras su amiga cambiaba unas palabras, en el otro extremo, con la enfermera encargada de la recepción.

– De ninguna manera -sonreí.

Después nos internamos a la zaga de madame Vallejo por pasillos blancos y grises, de una tonalidad metálica, fosforescente, manchada aquí y allá por imprevistos rectángulos negros.

– Es como una galería de arte moderno -oí que murmuraba madame Reynaud.

– En realidad los pasillos son circulares -dije-. Si se prolongaran podríamos llegar hasta el último piso sin haber tenido en ningún momento atisbo de ello.

– Como la torre de Pisa -dijo madame Vallejo con voz ausente.

Me pareció que no era un buen ejemplo, pero no quise contradecirla.

Madame Reynaud me sonrió con un gesto raro: la atmósfera que emanaba del hospital conseguía entristecerla, dando a su rostro un aire grave y expectante.

– Es todo tan blanco -dijo.

– Antinatural -añadió madame Vallejo cogiéndola del brazo y acelerando la marcha.

Las seguí.

Las dos amigas caminaban deprisa aunque sus pasos no eran firmes. Vistas desde atrás uno tenía la impresión de que los tacones de sus zapatos estuvieran flojos. Pensé que todo era culpa de los nervios. Asimismo noté que la luz de los pasillos, dispuesta de una manera curiosa pero muy práctica puesto que iluminaba uniformemente hasta los rincones en donde un extraño a simple vista no percibía trazas de instalación eléctrica, tendía a parpadear; de forma imperceptible y a intervalos regulares, la iluminación decrecía.

De pronto, plantado en medio del corredor, encontramos a un hombre de bata blanca, el primero que veíamos a lo largo de nuestro recorrido, el cual parecía sumido en profundas cavilaciones. Al aproximarnos levantó la mirada, midiéndonos con los labios curvados en una mueca burlona, y luego se cruzó de brazos. Me dio la impresión de una persona fría, o al menos así lo pensé entonces. Por su gesto deduje que nuestra irrupción, a todas luces, lo disgustaba. Madame Vallejo, de manera notoria, declinó la marcha como si quisiera posponer el encuentro inevitable con aquel hombre. Era evidente que se conocían, así como que ella le temía. ¿Pero por qué?

Fuimos presentados formalmente:

– El doctor Lejard, médico de cabecera de mi marido.

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