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Arturo Pérez-Reverte: El maestro de esgrima

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Arturo Pérez-Reverte El maestro de esgrima

El maestro de esgrima: краткое содержание, описание и аннотация

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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– Quiero aprender la estocada de los doscientos escudos.

El maestro de esgrima se quedó con el plato y la taza en las manos, moviendo desconcertado la cucharilla. Creía no haber entendido bien. -¿Perdón?

Ella mojó los labios en el café, y después lo miró con absoluto aplomo.

– Me he informado debidamente -dijo con naturalidad- y sé que es el mejor maestro de armas de Madrid. El último de los clásicos, aseguran. Sé también que posee el secreto de una célebre estocada, creada por usted mismo, que enseña a los discípulos interesados en ella al precio de mil doscientos reales. El costo es elevado, sin duda; pero puedo pagarlo. Deseo contratar sus servicios.

Jaime Astarloa protestó débilmente, sin salir de su asombro.

– Disculpe, señora mía. Esto… Creo que es un tanto irregular. El secreto de esa estocada me pertenece, en efecto, y la enseño por la cantidad que usted acaba de mencionar. Pero le ruego que comprenda. Yo… bueno, la esgrima… Nunca una mujer. Quiero decir que…

Los ojos violeta lo miraron de arriba abajo. La cicatriz acentuaba la sonrisa enigmática.

– Sé lo que quiere decir Adela de Otero dejó pausadamente la taza vacía sobre la mesita y juntó las yemas de los dedos, como si se dispusiera a orar-. Pero que yo sea una mujer no creo que venga al caso. Para tranquilizarlo sobre mi capacidad, si es lo que le preocupa, le diré que poseo las nociones adecuadas del arte que usted practica.

– No se trata de eso -el maestro de armas se removió inquieto en el asiento, pasándose un dedo por el cuello de la camisa. Empezaba a sentir demasiado calor-. Lo que intento explicarle es que una mujer como alumna de esgrima… Le ruego me disculpe. Se trata de algo inusual.

– ¿Intenta decirme que no estaría bien visto?

La miró de hito en hito, con la taza de café casi intacta entre las manos. Aquella permanente y atractiva sonrisa le causaba una incómoda desazón.

– Le suplico me excuse, señora; pero ésa es una de las razones. Me resultaría imposible, y reitero mis disculpas. Jamás me había visto en semejante situación.

– ¿Teme por su prestigio, maestro?

Había una socarrona nota de provocación en el fondo de la pregunta. Don Jaime depositó cuidadosamente la taza sobre la mesa.

– No es corriente, señora mía. No es la costumbre. Quizás en el extranjero, pero no aquí. No yo, al menos. Quizás alguien más… flexible.

– Quiero poseer el secreto de esa estocada. Y además, usted es el mejor.

Don Jaime sonrió benévolo ante el halago.

– Sí. Es posible que sea el mejor, como usted me hace el honor de afirmar. Pero también soy ya demasiado viejo para cambiar de hábitos. Tengo cincuenta y seis años, y hace más de treinta que ejerzo mi oficio. Los clientes que pasaron por mis galerías han sido siempre, exclusivamente, varones..

– Los tiempos cambian, señor mío.

El maestro de esgrima suspiró con tristeza.

– Eso es muy cierto. Y ¿sabe una cosa?… Puede que cambien demasiado rápidamente para mi gusto. Permítame, por tanto, que siga fiel a mis viejas mantas. Constituyen, créame, el único patrimonio de que dispongo.

Ella lo miró en silencio, moviendo despacio la cabeza como si sopesara sus argumentos. Después se levantó para dirigirse hacia la panoplia de la chimenea.

– Dicen que su estocada es imposible de parar.

Don Jaime esbozó una sonrisa modesta.

– Exageran, señora. Una vez conocida, pararla es de lo más sencillo. La estocada imparable no he logrado descubrirla todavía. -¿Y sus honorarios son doscientos escudos?

Volvió a suspirar el maestro de armas. El capricho singular de aquella dama lo estaba colocando en una situación incómoda. -Le suplico que no insista, señora.

Ella le daba la espalda, acariciando con los dedos la empuñadura de un florete. -Me gustaría saber lo que cobra por sus servicios ordinarios. Don Jaime se puso lentamente en pie.

– Entre sesenta y cien reales al mes por alumno, lo que incluye cuatro lecciones por semana. Y ahora, si me disculpa…

– Si me enseña la estocada de los doscientos escudos, le pagaré dos mil cuatrocientos reales.

Parpadeó, aturdido. Aquella suma ascendía a cuatrocientos escudos, el doble de lo que percibía por enseñar la estocada cuando encontraba clientes interesados en ella, lo que no era habitual. También suponía el equivalente a tres meses de trabajo.

– Quizás no haya caído usted en la cuenta de que me está ofendiendo, señora.

Ella se volvió con brusquedad y Jaime Astarloa vislumbró durante una fracción de segundo un relámpago de cólera en los ojos violeta. Muy a su pesar, pensó que no era tanto desatino imaginarla con un florete en la mano.

– ¿Se le antoja poco dinero? -preguntó ella, insolente.

El maestro de esgrima se irguió con una pálida sonrisa. De haber escuchado aquel comentario en boca de un hombre, éste habría recibido a las pocas horas la visita de sus padrinos. Sin embargo, Adela de Otero era mujer, y demasiado hermosa por añadidura. Deploró una vez más verse envuelto en aquella penosa escena.

– Mi querida señora -dijo serenamente, con una helada cortesía-. Esa estocada por la que tanto se interesa, tiene el precio exacto del valor que le atribuyo; ni un ochavo más. Por otra parte, sólo decido enseñarla a quien lo estimo conveniente, derecho éste que pienso seguir conservando con sumo celo. Jamás me pasó por la cabeza especular con ella, y mucho menos discutir ese precio como un vulgar mercader. Buenas tardes.

Recogió chistera, guantes y bastón de manos de la doncella y bajó las escaleras con aire taciturno. Desde el segundo piso llegaban hasta él las notas de la Polonesa de Chopin, arrancadas al piano por unas manos que golpeaban el teclado con furiosa determinación.

Parada en cuarta. Bien. Parada en tercia. Bien. Semicírculo. Otra vez, por favor. Así. En marcha y avance. Bien. En retirada y rompiendo distancia. A mí. Enganche en cuarta, eso es. Tiempo en cuarta. Bien. Parada en cuarta baja. Excelente, don Fulano. Paguito tiene condiciones. Tiempo y disciplina, ya sabe.

Pasaron varios días. Prim seguía al caer y la reina doña Isabel iniciaba viaje para tomar baños de mar en Lequeitio, muy recomendados por los médicos para atenuar la enfermedad de la piel que padecía desde niña. La acompañaban su confesor y el rey consorte, con nutrido bagaje de moscones, duquesas, correveidiles, personal de servicio y la habitual cuerda de elementos de la Real Casa. Don Francisco de Asís humedecía las puntillas haciendo mohínes de pasta flora sobre el hombro de su fiel secretario Meneses, y Marfori, ministro de Ultramar, chuleaba a todo el mundo luciendo orgullosamente sus espolones, ganados a pulso con proezas de alcoba, de pollo real a la moda.

A uno y otro lado de los Pirineos, emigrados y generales conspiraban sin el menor rebozo, enarbolando unos y otros sus nunca colmadas aspiraciones. Los diputados -viajeros en un tren de tercera- habían aprobado el último presupuesto del Ministerio de la Guerra, a sabiendas de que la mayor parte de éste se destinaba al inútil intento de calmar la ambición de espadones de cuartel, que tasaban su lealtad a la Corona en ascensos y prebendas, acostándose moderados y despertándose liberales según las vicisitudes del escalafón. Mientras tanto, Madrid pasaba las tardes sentado a la sombra, hojeando periódicos clandestinos con el botijo al alcance de la mano. Por las esquinas, los vendedores voceaban sus mercancías. Horchata de chufa. A la rica horchata de chufa.

El marqués de los Alumbres se negaba a irse de veraneo y seguía manteniendo con Jaime Astarloa el ya viejo rito del florete y la copa de jerez. En el café Progreso se proclamaban por boca de Agapito Cárceles las excelencias de la república federal, mientras Antonio Carreño, más templado, hacía signos masónicos y se tiraba a fondo por la unitaria, aunque sin descartar una monarquía constitucional como Dios manda. Don Lucas clamaba al cielo cada tarde y el profesor de música acariciaba el mármol del velador, mirando por la ventana con ojos dulces y tristes. En cuanto al maestro de esgrima, no podía apartar de su mente la imagen de Adela de Otero.

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