Arturo Pérez-Reverte - El maestro de esgrima
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La joven levantó el rostro al cabo de unos instantes.
– ¿Qué piensa hacer con la carta?
Jaime Astarloa se encogió de hombros.
– Tengo una duda -respondió con sencillez-. No sé si ir directamente a la policía o pasarme antes por casa de su benefactor y meterle un palmo de acero en la garganta. Y no me diga ahora que se le ocurre a usted alguna idea mejor.
Los bajos del vestido de seda negra crujieron suavemente al deslizarse sobre la alfombra. Ella se había acercado, y el maestro pudo percibir, muy próximo, el aroma de agua de rosas.
– Tengo una idea mejor -la joven lo miraba ahora a los ojos, con el mentón levantado, en actitud desafiante-. Una oferta que no podrá rechazar.
– Se equivoca.
– No -ahora su voz era cálida y suave como el ronroneo de un hermoso felino-. No me equivoco. Siempre hay algo escondido en alguna parte… No existe hombre que no tenga un precio. Y yo puedo pagar el suyo.
Ante los atónitos ojos de don Jaime, Adela de Otero levantó las manos y se desabrochó el primer botón del vestido. Sintió el maestro de esgrima una súbita sequedad en la garganta mientras contemplaba, fascinado, los ojos violeta que sostenían su mirada. Ella soltó el segundo botón. Sus dientes, blancos y perfectos, relucían suavemente en la penumbra.
Hizo él un esfuerzo por alejarse, pero aquellos ojos parecían tenerlo hipnotizado. Por fin logró apartar la mirada, pero ésta quedó prendida en la contemplación del cuello desnudo, la delicada insinuación de las clavículas bajo la piel, el voluptuoso palpitar de la tez mate que descendía en suave triángulo entre el nacimiento de los senos de la joven.
La voz volvió a sonar en intimo susurro:
– Sé que usted me ama. Lo supe siempre, desde el principio. Quizás todo habría sido distinto si…
Las palabras se apagaron. Jaime Astarloa contenía la respiración, sintiéndose flotar lejos de la realidad. Notaba sobre los labios el cercano aliento; la boca se entreabría como una sangrante herida llena de promesas. Ella soltaba ahora los cordones de su corpino, las cintas se desanudaban entre sus dedos. Después, incapaz de resistir la seducción del momento, el maestro de esgrima sintió cómo las manos de la joven buscaban una de las suyas; su tacto pareció quemarle la piel. Pausadamente, Adela de Otero guió la mano hasta apoyarla sobre sus senos desnudos. Allí, la carne palpitaba tibia y joven, y don Jaime se estremeció al recobrar una sensación casi olvidada, a la que creía haber renunciado para siempre.
Emitió un gemido y entornó los ojos, abandonándose a la dulce languidez que lo embargaba. Ella sonrió quedamente, con insólita ternura, y soltando su mano alzó los brazos para quitarse el sombrero. Al hacerlo levantó levemente el busto, y el maestro de esgrima acercó los labios, muy despacio, hasta sentir la calidez mórbida de aquellos hermosos senos desnudos.
El mundo quedaba muy lejos de allí; no era más que una marea confusa, lejana, que batía débilmente la orilla de una playa desierta cuyo rumor amortiguaba la distancia. No había nada, salvo una vasta extensión clara y luminosa, una ausencia total de realidad, de remordimiento; incluso de sensaciones… Ausencia hasta el punto de que, por no haber, ni siquiera había pasión. La única nota, monocorde y continua, era el gemido de abandono, un murmullo de soledad y largo tiempo contenido, que el contacto con aquella piel hacía aflorar a los labios del viejo maestro.
De pronto, algo en su consciencia adormecida pareció gritar desde el remoto lugar donde ésta permanecía aún alerta. La señal tardó unos instantes en abrirse camino hasta los resortes de su voluntad, y fue al captar aquella sensación de peligro cuando Jaime Astarloa levantó la cara para mirar el rostro de la joven. Entonces se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Ella tenía las manos ocupadas en quitarse el sombrero, y sus ojos centelleaban igual que carbones encendidos. La boca se le contraía en un tenso rictus, que la cicatriz de la comisura convertía en mueca diabólica. Las facciones estaban crispadas por una concentración inaudita, que el maestro de armas tenía grabada a fuego en la memoria: era el rostro de Adela de Otero cuando se disponía a tirarse a fondo para asestar una estocada violenta y definitiva.
Saltó don Jaime hacia atrás sin poder reprimir un grito de angustia. Ella había dejado caer el sombrero y empuñaba en la mano derecha el largo agujón con el que se lo sujetaba al cabello, dispuesta a clavarlo en la nuca del hombre que un segundo antes se hallaba postrado ante ella. Retrocedió el viejo maestro tropezando con los muebles de la habitación, sintiendo cómo la sangre se le helaba en las venas. Después, paralizado por el horror, vio cómo ella echaba hacia atrás la cabeza y soltaba una carcajada siniestra, que resonó como un fúnebre tañido.
– Pobre maestro… -las palabras salieron lentamente de la boca de la mujer, desprovistas de entonación, como si se estuviesen refiriendo a una tercera persona cuya suerte le era indiferente. No habla en ellas odio ni desprecio; tan sólo una fría, sincera conmiseración-. Ingenuo y crédulo hasta el final, ¿no es cierto?… ¡Pobre y viejo amigo mío!
Dejó escapar otra carcajada y observó a don Jaime con curiosidad. Parecía interesada en ver con detalle la alterada expresión que el espanto fijaba en el rostro del maestro de esgrima.
– De todos los personajes de este drama, señor Astarloa, usted ha sido el más crédulo; el más entrañable y digno de lástima -las palabras parecían gotear lentamente en el silencio-. Todo el mundo, los vivos y los muertos, le ha estado tomando el pelo a conciencia. Y usted, como en las malas comedias, con su ética trasnochada y sus tentaciones vencidas, interpretando el papel de marido burlado, el último en enterarse. Mírese, si puede. Busque un espejo y dígame dónde ha ido a parar ahora todo su orgullo, su aplomo, su fatua autocomplacencia. ¿Quién diablos se creía usted que era…? Bien; todo ha sido enternecedor, de acuerdo. Puede, si lo desea, aplaudirse una vez más, la última, porque ya es hora de que bajemos el telón. Usted debe descansar.
Mientras hablaba, sin precipitarse en sus movimientos, Adela de Otero se habla vuelto hacia la mesita sobre la que estaban el revólver y el bastón estoque, apoderándose de este último tras arrojar al suelo el ya inútil agujón del sombrero.
A pesar de su ingenuidad, es hombre sensato dijo mientras contemplaba apreciativamente la afilada hoja de acero, como si valorase sus cualidades-. Por eso confío en que se haga cargo de la situación. En toda esta historia, yo no he hecho sino desempeñar el papel que me fue asignado por el Destino. Le aseguro que no he puesto en ello ni un ápice de maldad más que la estrictamente necesaria; pero así es la vida… Esa vida de la que usted siempre intentó quedar al margen y que hoy, esta noche, se le cuela de rondón en casa para pasarle la factura de pecados que no cometió. ¿Capta la ironía?
Se le había ido acercando sin dejar de hablar, como una sirena que embrujase con su voz a los navegantes mientras el barco se precipitaba hacia un arrecife. Sostenía el quinqué en una mano y empuñaba el estoque con la otra; estaba frente a él, tan inconmovible como una estatua de hielo, sonriendo como si en lugar de una amenaza hubiese en su gesto una amable invitación a la paz y al olvido.
– Hay que decirse adiós, maestro. Sin rencor.
Cuando dio un paso adelante, dispuesta a clavarle el estoque, Jaime Astarloa volvió a ver la muerte en sus ojos. Sólo entonces, saliendo de su estupor, reunió la presencia de ánimo suficiente para saltar hacia atrás y volver la espalda, huyendo hacia la puerta más próxima. Se encontró en la oscura galería de esgrima. Ella le pisaba los talones, la luz del quinqué ya iluminaba la habitación. Miró don Jaime a su alrededor, buscando desesperado un arma con que hacer frente a su perseguidora, y sólo encontró al alcance de la mano el armero con los floretes de salón, todos con un botón en la punta. Pensando que peor era encontrarse con las manos desnudas, cogió uno de ellos; pero el contacto de la empuñadura sólo le brindó un leve consuelo. Adela de Otero ya estaba en la puerta de la galería, y los espejos multiplicaron la luz del quinqué cuando se inclinó para dejarlo en el suelo.
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