– ¿Lo hizo usted misma?
La mirada de la joven se clavó en el maestro de esgrima como una aguja de acero.
– Por supuesto -había en su voz tanta naturalidad, tanta calma, que don Jaime se sintió aterrado-. ¿Quién iba a hacerlo, si no? Los acontecimientos se precipitaron y apenas quedaba tiempo… Aquella noche, como otras veces, cenamos en su salón. En la intimidad. Recuerdo que Ayala estaba demasiado amable; era evidente que andaba sobre mi pista. Eso no me preocupó demasiado, pues yo sabía que iba a ser la última vez que nos viésemos. Mientras descorchaba una botella de champaña, fingiendo una alegría que ninguno de los dos sentíamos, lo encontré especialmente guapo, con aquella melena suya, tan viril, y esos dientes blancos y perfectos, que reían siempre. Hasta pensé que era una pena lo que el Destino le tenía reservado.
Se encogió de hombros, atribuyéndole toda la responsabilidad al Destino.
– Mis anteriores intentos por arrancarle el secreto -añadió tras un silencio- habían resultado inútiles; sólo conseguí que desconfiase de mí. Ya daba igual, así que resolví plantear sin más rodeos la cuestión. Dije exactamente lo que quería, haciendo una oferta que estaba autorizada a hacer: mucho dinero por los documentos.
Y él no aceptó -dijo Jaime Astarloa.
Ella lo miró de un modo extraño.
– En efecto. En realidad la oferta era un ardid para ganar tiempo, pero Ayala no tenía por qué saberlo. El caso es que se me rió en la cara. Dijo que los papeles estaban en lugar seguro y que mi amigo tendría que seguir pagando por ellos el resto de su vida, si no quería verlos en manos de Prim. También dijo que yo era una puta.
Calló Adela de Otero, y sus últimas palabras quedaron en el aire. Las había pronunciado de forma objetiva, sin inflexiones, y el maestro de esgrima supo en el acto que aquella noche ella había actuado del mismo modo en el palacio del marqués: sin arrebatos ni reacciones temperamentales. Más bien con el calculado método de quien antepone la eficacia a la pasión. Lúcida y.fría como sus golpes de esgrima.
– Pero usted no lo mató por eso…
Observó la joven a don Jaime con atención, como si le sorprendiese la exactitud del comentario.
– Tiene razón. No lo maté por eso. Lo maté porque ya estaba decidido que debía morir. Me dirigí a la galería para coger tranquilamente un florete desprovisto de botonadura; él pareció tomar aquello como una broma. Estaba seguro de sí mismo, mirándome con los brazos cruzados, como si esperase ver en qué paraba todo.
«Voy a matarte, Luis -le dije con mucha calma-. Tal vez te quieras defender»… Soltó una carcajada, aceptando lo que le parecía un juego excitante, y cogió otro florete de combate. Supongo que después tenía la intención de llevarme al dormitorio y hacerme el amor. Se acercó luciendo aquella blanca y cínica sonrisa suya; guapo, apuesto, en mangas de camisa, y cruzó su acero con el mío mientras en la punta de los dedos de la mano izquierda me enviaba un beso burlón. Entonces lo miré a los ojos, hice una finta y le clavé el florete en la garganta sin más preámbulos: estocada corta y vuelta de puño. El más purista de los maestros no habría puesto ninguna objeción, y Ayala tampoco la puso. Me dirigió una mirada de estupor, y antes de llegar al suelo ya estaba muerto.
Adela de Otero miró desafiante a don Jaime, con el mismo descaro que si acabase de referir una simple travesura. No podía éste apartar los ojos de ella, fascinado por la expresión de su rostro: ni odio, ni remordimiento, ni pasión alguna. Tan sólo la ciega lealtad a una idea, a un hombre. Había en su terrible belleza algo de hipnótico y estremecedor a un tiempo, como si el ángel de la muerte se hubiera encarnado en sus facciones. Pareciendo adivinar sus pensamientos, la joven retrocedió hasta salir fuera del círculo de luz proyectada por el quinqué.
– Después registré a fondo cuanto pude, aunque sin demasiada esperanza -de las sombras llegaba ahora, otra vez, su voz sin rostro, y el maestro de esgrima no pudo decidir qué era más inquietante-. No encontré nada, aunque permanecí allí hasta casi el amanecer. De todas formas la sublevación ya había estallado en Cádiz y Ayala tenía que morir, tuviésemos o no los documentos. No había otra solución. Sólo quedaba salir pronto de allí y confiar en que, si los papeles estaban tan bien ocultos, no los encontraría nadie, como tampoco los había encontrado yo… Hecho cuanto estaba en mi mano, me marché. El paso siguiente era desaparecer de Madrid sin dejar rastro. Tenia… -pareció dudar, buscando las palabras adecuadas- tenía que volver a la oscuridad de la que había salido. Adela de Otero se iba de escena definitivamente. Y también eso estaba previsto…
Jaime Astarloa ya no podía resistir más en pie. Sentía flaquearle las piernas y su corazón palpitaba débilmente. Se dejó caer muy despacio sobre el sillón, temiendo desfallecer. Cuando habló, su voz era apenas un temeroso susurro, pues intuía la atroz respuesta.
– ¿Qué fue de Lucía… De la sirvienta…? -tragó saliva, levantarido el rostro para mirar la sombra que estaba en pie frente a él-. Tenía la misma estatura… La edad aproximada de usted, el mismo color de cabello… ¿Qué ocurrió con ella?
Esta vez el silencio fue largo. Al cabo de un rato, la voz de Adela de Otero brotó neutra, sin inflexión alguna:
– Usted no comprende, don Jaime.
Levantó el maestro la mano trémula, apuntando a la sombra con un dedo. Una muñeca ciega en un estanque; así había ocurrido.
– Se equivoca -esta vez sintió vibrar el odio en su propia voz, y supo que Adela de Otero lo percibía con perfecta claridad-. Lo comprendo todo. Demasiado tarde, es verdad; pero lo comprendo todo muy bien. Ustedes la escogieron precisamente así, ¿no es cierto? Por su parecido físico… ¡Todo, hasta ese espantoso detalle, estaba planeado desde el primer momento!
– Veo que hicimos mal en subestimarlo a usted -en su voz había un punto de irritación-. Es un hombre perspicaz, al fin y al cabo.
Una mueca de amargura curvó los labios del maestro de armas. -¿También se encargó usted de ella? -preguntó, escupiendo las palabras con infinito desprecio.
– No. Contratamos a dos hombres, que apenas conocen nada de la historia… Dos rufianes. Son los mismos a quienes usted encontró en casa de su amigo.
– ¡Canallas!
– Quizás se extralimitaron…
– Lo dudo. Estoy seguro de que cumplieron escrupulosamente las dignas instrucciones de usted y su compinche.
– De todas formas, si eso le causa alivio, debo decirle que la chica ya estaba muerta cuando le hicieron… todo aquello. Apenas sufrió.
Jaime Astarloa la miró con la boca abierta, como si no diese crédito a sus propios oídos.
– Lo encuentro muy considerado por su parte, Adela de Otero… Suponiendo que ése sea su verdadero nombre. Muy considerado. ¿Me dice que la infeliz apenas sufrió? Eso honra, sin duda, sus femeninos sentimientos.
– Celebro verle recobrar la ironía, maestro.
– No me llame maestro, se lo ruego. Habrá podido comprobar que tampoco yo la llamo a usted señora.
Esta vez, ella rió francamente.
– Touché, don Jaime. Tocada, sí señor. ¿Desea que continúe, o ya conoce lo demás y prefiere que zanjemos la historia?
– Me gustarla saber cómo supieron del pobre Cárceles…
– Fue muy simple. Nosotros dábamos por perdidos los documentos; por supuesto, ni se nos había ocurrido pensar en usted. De improviso, su amigo se presentó en casa del mío, solicitando una entrevista urgente para tratar un asunto grave. Fue recibido, y expuso sus pretensiones: ciertos documentos habían llegado a su poder, y conociendo la holgada posición económica del interesado, reclamaba cierta cantidad de dinero a cambio de los papeles y de su silencio…
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