El maestro de esgrima vio con alivio que ya llegaban a la puerta de su casa. Cárceles, que visitaba por primera vez la vivienda, observó con curiosidad el pequeño salón. Apenas descubrió las hileras de libros se dirigió hacia ellas en línea recta, estudiando con ojo critico los títulos impresos en sus lomos.
– No está mal -concedió finalmente, con magnánimo gesto de indulgencia-. Personalmente, echo en falta varios títulos fundamentales para comprender la época en que nos ha tocado vivir. Yo diría que Rousseau, quizás un poquito de Voltaire…
A Jaime Astarloa le importaba un bledo la época en que le había tocado vivir, y mucho menos los trasnochados gustos de Agapito Cárceles en materia literaria o filosófica, así que interrumpió a su contertulio con el mayor tacto posible, encauzando la conversación hacia el tema que los ocupaba. Cárceles se olvidó de los libros y se dispuso a encarar el asunto con visible interés. Don Jaime sacó los documentos de su escondite.
– Ante todo, don Agapito, fío en su honor de amigo y caballero para que considere todo este asunto con la máxima discreción -hablaba con suma gravedad, y comprobó que el periodista quedaba impresionado por el tono-. ¿Tengo su palabra?
Cárceles se llevó la mano al pecho, solemne.
– La tiene. Claro que la tiene.
Pensó don Jaime que quizás cometía un error, después de todo, al confiarse de aquella forma; pero a tales alturas ya no había modo de retroceder. Extendió el contenido del legajo sobre la mesa.
– Por razones que no puedo revelarle, ya que el secreto no me pertenece, obran en mi poder estos documentos… En su conjunto encierran un significado oculto, algo que se me escapa y que, por ser de gran importancia para mí, debo desvelar -había ahora una absorta mueca de atención en el rostro de Cárceles, pendiente de las palabras que salían, no sin esfuerzo, de la boca de su interlocutor-. Quizás el problema resida en mi desconocimiento de los asuntos políticos de la nación; el caso es que soy incapaz, con mi corto entender, de dar un sentido coherente a lo que, sin duda, lo tiene… Por eso he decidido recurrir a usted, versado en este tipo de cosas Le ruego que lea esto, intente deducir con qué se relaciona, y luego me dé su autorizada opinión.
Cárceles se quedó inmóvil unos instantes, observando con fijeza al maestro de esgrima, y éste comprendió que estaba impresionado Después se pasó la lengua por los labios y miró los documentos que había sobre la mesa.
– Don Jaime -dijo por fin, con mal reprimida admiración-. Jamás hubiera pensado que usted…
– Yo tampoco -le atajó el maestro-. Y debo decirle, en honor a la verdad, que esos papeles se encuentran en mis manos contra mi voluntad. Pero ya no puedo escoger; ahora debo saber lo que significan.
Cárceles miró otra vez los documentos, sin decidirse a tocarlos Sin duda intuía que algo grave se ocultaba en todo aquello. Por fin, como si la decisión le hubiera venido de golpe, se sentó ante la mesa y los tomó en sus manos. Don Jaime se quedó en pie, junto a él. Dada la situación, había resuelto dejar a un lado sus habituales formalismos y releer el contenido del legajo por encima del hombro de su amigo.
Cuando vio los membretes y las firmas de las primeras cartas, el periodista tragó ruidosamente saliva. Un par de veces se volvió a mirar al maestro de esgrima con la incredulidad pintada en el rostro, pero no hizo comentario alguno. Leía en silencio, pasando cuidadosamente las páginas, deteniéndose con el índice en algún nombre de las listas en ellas contenidas. Cuando estaba a la mitad de la lectura se detuvo de pronto como si hubiera tenido una idea y volvió atrás con precipitación, releyendo las hojas iniciales. Una débil mueca, parecida a una sonrisa, se dibujó en su rostro mal afeitado. Volvió a leer durante un rato mientras don Jaime, que no osaba interrumpirlo, aguardaba expectante, con el alma en vilo.
– ¿Saca usted algo en claro? -preguntó por fin, sin poder contenerse más. El periodista hizo un gesto de cautela.
– Es posible. Pero de momento se trata sólo de una corazonada… Necesito cerciorarme de que estamos en el buen camino.
Volvió a enfrascarse en la lectura con el ceño fruncido. Al cabo de un momento movió lentamente la cabeza, como si rozase una certidumbre que había estado buscando. Se detuvo de nuevo y levantó los ojos hacia el techo, evocador.
– Hubo algo… -comentó sombrío, hablando para sí mismo-. No recuerdo bien, pero debió de ser… a primeros del año pasado. Sí, minas. Hubo una campaña contra Narváez; se decía que estaba en el negocio. ¿Cómo se llamaba aquel…?
Jaime Astarloa no recordaba haber estado tan nervioso en su vida. De pronto, el rostro de Cárceles se iluminó.
– ¡Claro! ¡Qué estúpido soy! -exclamó, golpeando la mesa con la palma de la mano-. Pero necesito comprobar el nombre… ¿Será posible que sea…? -hojeó rápidamente las páginas, otra vez buscando las primeras-. ¡Por los clavos de Cristo, don Jaime! ¿Es posible que no se haya dado cuenta? ¡Lo que tiene aquí es un escándalo sin precedentes! ¡Le juro que…!
Llamaron a la puerta. Cárceles enmudeció bruscamente, mirando hacia el recibidor con ojos recelosos.
– ¿Espera usted a alguien?
Negó con la cabeza el maestro de esgrima, tan desconcertado como él por la interrupción. Con una presencia de ánimo inesperada, el periodista recogió los documentos, miro a su alrededor y, levantándose con presteza, fue a meterlos bajo el sofá. Después se volvió hacia don Jaime.
– ¡Despache a quien sea! -le susurró al oído-. ¡Usted y yo tenemos que hablar!
Aturdido, el maestro de esgrima se arregló maquinalmente la corbata y cruzó el recibidor hacia la puerta. La certeza de que estaba a punto de desvelarse el misterio que había llevado hasta él a Adela de Otero y costado la vida a Luis de Ayala, iba calando poco a poco, produciéndole una sensación de irrealidad. Por un instante se preguntó si no iba a despertar de un momento a otro, para comprobar que todo había sido una broma absurda, brotada de su imaginación.
Había un policía en la puerta.
– ¿Don Jaime Astarloa?
El maestro de esgrima sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca. -Soy yo.
El guardia tosió levemente. Tenía el rostro agitanado y una barba recortada a trasquilones.
– Me envía el señor jefe superior de policía, don Jenaro Campillo. Le ruega se sirva acompañarme para proceder a una diligencia
Don Jaime lo miró sin comprender.
– ¿Perdón? -preguntó, intentando ganar tiempo. El guardia percibió su desconcierto y sonrió, tranquilizador:
– No se preocupe usted; es puro trámite. Por lo visto, hay nuevos indicios sobre el asunto del señor marqués de los Alumbres.
Parpadeó el maestro, irritado por la inoportunidad del caso. De todas formas, el guardia había hablado de nuevos indicios. Quizás fuera importante. Tal vez habían localizado a Adela de Otero.
– ¿Le importa esperar un momento?
– En absoluto. Tome el tiempo que quiera.
Dejó al municipal en la puerta y volvió al salón, donde aguardaba Cárceles, que había estado escuchando la conversación.
– ¿Qué hacemos? -preguntó don Jaime en voz baja. El periodista le hizo un gesto que aconsejaba calma.
Vaya usted -le dijo-. Yo lo espero aquí, aprovechando para leer todo con más detenimiento.
– ¿Ha descubierto algo?
– Creo que sí, pero todavía no estoy seguro. Tengo que profundizar más. Vaya usted tranquilo.
Hizo don Jaime un gesto afirmativo. No había otra solución. -Tardaré lo menos posible.
– No se preocupe -en los ojos de Agapito Cárceles había un brillo que inquietaba un poco al maestro de armas-. ¿Tiene algo que ver eso -señaló hacia la puerta- con lo que acabo de leer?
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