Arturo Pérez-Reverte - El maestro de esgrima
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Jaime Astarloa se mesó el cabello, desconcertado. Aquello no tenía pies ni cabeza. No estaba muy al corriente de maquinaciones de gabinete, pero tenía la impresión de que los documentos, posible causa de la muerte de Luis de Ayala, no contenían materia que justificase su celo por ocultarlos; y mucho menos el asesinato. Volvió a leer algunas páginas con obstinada concentración, esperando descubrir algún indicio que se le hubiese escapado en la primera lectura. Tarea inútil. Tan sólo se detuvo largo rato sobre la esquela, un tanto críptica, que ocupaba el segundo lugar del legajo; la breve carta dirigida por Narváez a Vallespín en términos familiares. En ella, el duque de Valencia se refería a una propuesta, sin duda hecha por el ministro de la Gobernación, que consideraba «aceptable», al parecer relacionada con cierto asunto sobre una «concesión minera». Narváez lo habría consultado con alguien llamado «Pepito Zarnora», sin duda el que fue ministro de Minas por aquella época, José Zamora… Pero eso parecía ser todo. Ninguna clave, ningún nombre más. «Me da cierto reparo beneficiar a ese canalla…», había escrito Narváez… ¿A qué canalla podía referirse? Quizás estuviese allí la respuesta, en ese nombre que no aparecía por ninguna parte… ¿O sí?
Suspiró el maestro de armas. Tal vez para alguien versado en la materia, todo aquello encerrase un sentido; pero a él no lo llevaba a conclusión alguna. No lograba comprender qué era lo que convertía esos documentos en algo tan importante, tan peligroso, por cuya posesión había gente que no se detenía ni ante el crimen. Además, ¿por qué Luis de Ayala se los había confiado a él? ¿Quién iba a querer robarlos, y para qué?… Por otro lado, ¿cómo pudo el marqués de los Alumbres, que se autoproclamaba al margen de la política, hacerse con aquellos papeles, que pertenecían a la correspondencia privada del fallecido ministro de Gobernación?
Para eso, al menos, había una explicación lógica. Joaquín Vallespín Andreu era pariente del marqués de los Alumbres; hermano de su madre, creía recordar don Jaime. La secretaría de Gobernación que Ayala tuvo entre manos durante su breve paso por la vida pública se la había ofrecido aquél, en uno de los últimos gobiernos de Narváez. ¿Coincidían las fechas? De eso no se acordaba bien, aunque quizás el paso de Ayala por el Ministerio hubiera sido posterior… Lo importante era que, en efecto, el marqués de los Alumbres podía haber conseguido los documentos mientras desempeñaba su cargo oficial, o tal vez a la muerte de su tío. Eso era razonable; hasta bastante probable, incluso. Pero, en tal caso, ¿qué significaban exactamente, y por qué tanto interés en conservarlos como un secreto? ¿Tan peligrosos eran, tan comprometedores que podía hallarse en ellos una justificación para el asesinato?
Se levantó de la mesa para caminar por la habitación, abrumado por aquella historia de tintes tan sombríos que escapaba por completo a su capacidad de análisis. Todo era endiabladamente absurdo, en especial el papel involuntario que él había jugado y jugaba todavía, pensó estremeciéndose- en la tragedia. ¿Qué tenía que ver Adela de Otero con aquel entramado de conspiraciones, cartas oficiales, listas de nombres y apellidos?… Nombres entre los que ninguno le resultaba familiar. Sobre los hechos a que se hacía referencia recordaba, eso sí, haber leído algo en los periódicos, o escuchar comentarios de tertulia, antes y después de cada intentona de Prim por hacerse con el poder. Incluso recordaba la ejecución de aquel pobre teniente, Jaime Esplandiú. Pero nada más. Estaba en un callejón sin salida.
Pensó en acudir a la policía, entregar el legajo y desentenderse del asunto. Pero no era tan sencillo. Con viva inquietud recordó el interrogatorio a que lo había sometido por la mañana el jefe de Policía junto al cadáver de Ayala. Le había mentido a Campillo, ocultando la existencia del sobre lacrado. Y si aquellos documentos eran comprometedores para alguien, lo eran también para él, puesto que N, había sido su inocente depositario… ¿Inocente? La palabra le hizo torcer los labios en una desagradable mueca. Ayala ya no vivía para explicar el embrollo, y la inocencia la decidían los jueces.
En su vida se había sentido tan confuso. Su naturaleza honrada se rebelaba ante la mentira; pero ¿había elección? Un instinto de prudencia le aconsejaba destruir el legajo, alejarse voluntariamente de la pesadilla, si es que todavía estaba a tiempo. Así, nadie sabría nada. Nadie, se dijo con aprensión; pero tampoco él. Y Jaime Astarloa necesitaba saber qué sórdida historia estaba latiendo en el fondo de todo aquello. Tenía derecho, y las razones eran muchas. Si no desvelaba el misterio, jamás recobraría la paz.
Más tarde decidiría qué hacer con los documentos, si destruirlos o entregárselos a la policía. Ahora, lo que urgía era descifrar la clave. Sin embargo, resultaba evidente que él no era capaz por sus propios medios. Quizás alguien más avezado en cuestiones políticas…
Pensó en Agapito Cárceles. ¿Por qué no? Era su contertulio, su amigo, y además seguía con apasionamiento los sucesos políticos del país. Sin duda, los nombres y los hechos contenidos en el legajo le serían familiares.
Recogió apresuradamente los papeles, ocultándolos de nuevo tras la fila de libros, cogió bastón y chistera, y se lanzó a la calle. Al salir del zaguán sacó el reloj del bolsillo del chaleco y consultó la hora: casi las seis de la tarde. Sin duda Cárceles estaba en la tertulia del Progreso. El lugar estaba cerca, en Montera, apenas diez minutos a pie; pero el maestro de esgrima tenía prisa. Detuvo un simón y pidió al cochero que lo llevase allí con toda la rapidez posible.
Encontró a Cárceles en su habitual rincón del café, enfrascado en un monólogo sobre el nefasto papel que Austrias y Borbones habían jugado en los destinos de España. Frente a él, con la chalina arrugada en torno al cuello y su eterno aire de incurable melancolía, Marcelino Romero lo miraba sin escuchar, chupando distraídamente un terrón de azúcar. Contra su costumbre, Jaime Astarloa no se anduvo con excesivos cumplidos; disculpándose ante el pianista
hizo un aparte con Cárceles, poniéndolo, a medias y con todo tipo de reservas, al corriente del problema:
– Se trata de unos documentos que obran en mi poder, por razones que no vienen al caso. Necesito que alguien de su experiencia me esclarezca un par de dudas. Por supuesto, confío en la discreción más exquisita.
El periodista se mostró encantado con el asunto. Había finalizado su disertación sobre la decadencia austro-borbónica y, por otra parte, el profesor de música no era precisamente un contertulio ameno. Tras excusarse con Romero, ambos salieron del café.
Resolvieron ir caminando hasta la calle Bordadores. Por el camino, Cárceles se refirió de pasada a la tragedia del palacio de Villaflores, que se había convertido en la comidilla de todo Madrid. Estaba vagamente al tanto de que Luis de Ayala había sido cliente de don Jaime, y requirió detalles del suceso con una curiosidad profesional tan acusada que el maestro de esgrima se vio en apuros serios para soslayar el tema con respuestas evasivas. Cárceles, que no perdía ocasión para meter baza con su desprecio a la clase aristocrática, no se mostraba en absoluto apenado por la extinción de uno de sus vástagos.
– Trabajo que se le ahorra al pueblo soberano cuando llegue la hora -proclamó, lúgubre, cambiando inmediatamente de tema ante la mirada de reconvención que le dirigió don Jaime. Pero al poco rato volvía a la carga, esta vez para argumentar su hipótesis de que en la muerte del marqués había de por medio un asunto de faldas. Para el periodista, la cosa estaba clara: al de los Alumbres le hablan dado el pasaporte, zas, por alguna cuestión de honor ofendido. Se comentaba que con un sable o algo por el estilo, ¿no era eso? Quizás don Jaime estuviese al corriente.
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