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Roberto Bolaño: Amberes

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Roberto Bolaño Amberes

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Roberto Bolaño publica ahora una novela que escribió 22 años atrás y que reconoce como un juguete a la medida de sus curiosidades de entonces: Amberes. Estructurada a partir de capítulos breves que se entrecruzan, la novela acude a un uso embrionario de recursos que en el futuro expresará a plenitud: los personajes excéntricos y las situaciones raras de la vida nómada, donde brilla una prosa de enorme calidad. La anarquía feliz. Un policía perdido entre Castelldefels y Barcelona, una pelirroja de la que todos hablan pero nadie ha visto, un vagabundo jorobado que vive en un bosque, un asesinato congelado en la memoria de unos pocos, escenas sadomasoquistas que aparecen como relámpagos… Una novela que transcurre a orillas de un mar desierto, durante un largo otoño y que es una nueva muestra del prodigioso talento narrativo de Roberto Bolaño. Más que una novela, Amberes es un embrión narrativo. De haberse leído en el momento en el que, según Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953), fue escrita, quizá no hubiera sido posible imaginar que poco más de tres lustros después el mismo autor se encontraría escribiendo Los detectives salvajes (1998). Hoy, es evidente que Bolaño aviva el pulso de la literatura hispanoamericana, igual que, digamos, Ricardo Piglia (Adrogué, 1941), único escritor con el que puede establecerse un arbitrario parangón, y que en 1980 publicó su insuperable opera prima, Respiración artificial. Así bien, esta primera novela no declarada de Bolaño se antoja como un caótico big bang de estilo. La prosa de Amberes es impecable, sí, mas no es posible saber qué tanto fue convertida a la voz actual de Bolaño, las atmósferas, por su parte, son notables, inspiradas quizá en el peor de los sueños recurrentes del autor y que parecen la emulación temprana de un David Lynch que apenas comenzaba entonces, como Bolaño mismo, a gestarse. De una trama es imposible hablar, dado que no existe (y tampoco importa que exista): hay un policía que busca resolver un crimen, una pelirroja desaparecida, un jorobadito mexicano que habita el bosque en donde se proyectará una película y una serie de escenas casi pornográficas estelarizadas por el policía y una mujer tal vez demasiado joven, además de la súbita aparición de un tal Roberto Bolaño, quizá el extranjero del que se hace mención de vez en cuando. Entonces, ¿qué es Amberes y por qué su lectura invita al asombro, la admiración y la reseña? Ya la llamé un embrión narrativo, metáfora de la concepción de una prosa, así que diré que también se trata del revés de un divertimento, más aún, del subconsciente, entendido como tropo, de una novela que (todavía) no existe. Dividido en 56 partes (peculiar mitosis: el libro apenas cuenta con 119 páginas e incluye un puñado de diagramas muy parecidos a aquellos con los que concluye Los detectives salvajes), Amberes es a la vez un thriller de corte noir pornográfico y un ejercicio de flujo de conciencia a ratos lúcido, luminoso, y a otros confuso, más oscuro que turbio, en suma, un límbico claroscuro compuesto por instantes narrativos cuyo orden es más un capricho que una necesidad argumental, lo que no significa que Amberes carezca de pies o de cabeza, aunque resultan difíciles de discernir cuando a un embrión se observa. Amberes es una primera novela, si acaso en el prolífico cajón de Bolaño no hay otra, allí escondida al fondo: tanto Los detectives salvajes como La literatura nazi en América (1996) tuvieron sus codas, a saber Amuleto (1999) y Estrella distante (1996), respectivamente. Y tanto Monsieur Pain (1999) como Nocturno de Chile (2000) son un par de nouvelles, éstas sí declarados divertimentos si se les compara con la ya monolítica Los detectives salvajes.

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27. A VECES TEMBLABA

La desconocida se abrió de piernas debajo de las sábanas. Un policía puede mirar como quiera, todos los riesgos de la mirada ya han sido traspuestos por él. Quiero decir que en la gaveta hay miedo y fotos y tipos a los que es imposible encontrar, además de papeles. Así que el poli apagó la luz y se bajó la bragueta. La muchacha cerró los ojos cuando él la puso bocabajo. Sintió la presión de sus pantalones contra las nalgas y el frío metálico de la hebilla del cinturón. «Hubo una vez una palabra»… (Toses)… «Una palabra para designar todo esto»… «Ahora sólo puedo decir: no temas»… Imágenes empujadas por el émbolo. Sus dedos se hundieron entre los glúteos y ella no dijo nada, ni siquiera un suspiro. El tipo estaba de lado, pero ella siguió con la cabeza hundida entre las sábanas. Los dedos índice y medio entraron en su culo, relajó el esfínter y abrió la boca sin articular sonido. (Soñé un pasillo repleto de gente sin boca, dijo él, y el viejo le contestó: no temas.) Metió los dedos hasta el fondo, la chica gimió y alzó la grupa, sintió que sus yemas palpaban algo que instantáneamente nombró con la palabra estalagmita. Después pensó que podía ser mierda, sin embargo el color del cuerpo que tocaba siguió fulgurando en verde y blanco, como la primera impresión. La muchacha gimió roncamente. Pensó en la frase «la desconocida se perdió en el metro» y sacó los dedos hasta la primera articulación. Luego los volvió a hundir y con la mano libre tocó la frente de la muchacha. Sacó y metió los dedos. Apretó las sienes de la muchacha mientras pensaba que los dedos entraban y salían sin ningún adorno, sin ninguna figura literaria que les diera otra dimensión distinta que un par de dedos gruesos incrustados en el culo de una desconocida. Las palabras se detuvieron en el centro de una estación de metro. No había nadie. El policía parpadeó. Supongo que el riesgo de la mirada era algo superado por el ejercicio de su profesión. La muchacha sudaba profusamente y movía las piernas con sumo cuidado. Tenía el culo mojado y a veces temblaba. Más tarde se acercó a mirar por la ventana y se pasó la lengua por los dientes. (Muchas palabras dientes se deslizaron por el cristal. El viejo tosió después de decir no temas.) El pelo de ella estaba desparramado sobre la almohada. Se subió encima, dio la impresión de decirle algo al oído antes de ensartarla. Supimos que lo había hecho por el grito de la desconocida. Las imágenes viajan en cámara lenta. Pone agua a calentar. Cierra la puerta del baño. La luz del baño desaparece suavemente. Ella está sentada en la cocina, los codos apoyados en las rodillas. Fuma un cigarrillo rubio. El policía, la impostura que es el policía, aparece con un pijama verde. Desde el pasillo la llama, la invita a ir con él. Ella vuelve la cabeza hacia la puerta. No hay nadie. Abre un cajón de la cocina. Algo fulgura. Cierra la puerta.

28. UN LUGAR VACÍO CERCA DE AQUÍ

«Tenía los bigotes blancos o grises»… «Pensaba en mi situación, de nuevo estaba solo y trataba de entenderlo»… «Ahora junto al cadáver hay un hombre flaco que saca fotos»… «Sé que hay un lugar vacío cerca de aquí, pero no sé dónde»…

29. AMARILLO

El inglés lo vio entre los arbustos. Caminó sobre la pinaza alejándose de él. Probablemente eran las ocho de la noche y el sol se ponía entre las colinas. El inglés se volvió, le dijo algo pero no pudo escuchar nada. Pensó que hacía días que no oía cantar a los grillos. El inglés movió los labios pero hasta él sólo llegó el silencio de las ramas movidas por el viento. Se levantó, le dolía una pierna, buscó cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta. La chaqueta era de mezclilla azul, desteñida por el tiempo. El pantalón era ancho y de color verde oscuro. El inglés movió los labios en el bosque. Notó que tenía los ojos cerrados. Se miró las uñas: estaban sucias. La camisa del inglés era blanca y los pantalones que llevaba parecían aún más viejos que los suyos. Los troncos de los pinos tenían escamas marrones, pero cuando un rayo de luz los tocaba se volvían amarillentos. Al fondo, donde acababan los pinos, había un motor abandonado y unas paredes de cemento en parte destruidas. Sus uñas eran grandes e irregulares por la costumbre que tenía de mordérselas. Sacó una cerilla y encendió el cigarrillo. El inglés había abierto los ojos. Flexionó la pierna y después sonrió. Amarillo. Flash amarillo. En el informe aparece como un jorobado vagabundo. Vivió unos días en el bosque. Al lado había un camping pero él no tenía dinero para pagar, así que allí sólo iba de vez en cuando a tomarse un café en el restaurante. Su tienda estaba cerca de las pistas de tenis y frontón. A veces iba a ver cómo jugaban. Entraba por la parte de atrás, por un hueco que los niños habían hecho en el cañizo. Del inglés no hay datos. Posiblemente lo inventó.

30. EL ENFERMERO

Un muchacho obsesivo. Quiero decir que si lo conocías no podías dejar de pensar en él. El sargento se acercó al bulto caído en el parque. Advirtió gente mirando por las ventanas. Las pisadas del enfermero vinieron detrás de él. Encendió un cigarrillo. El enfermero parpadeó y preguntó si se lo podían llevar de una puta vez. Apagó la cerilla con un bostezo. «No tengo idea de en qué ciudad estoy»… «La pantalla aparece permanentemente ocupada por la imagen del muchacho imbécil»… «Hace muecas en las afueras del infierno»… «Constantemente me toca el hombro con sus dedos flacos para preguntarme si puede entrar»… El enfermero escupió. Sintió deseos de tirarse un pedo. En lugar de eso se acuclilló al lado del cadáver. Gente desvestida acodada en las ventanas oscuras. Sin sentir desde hacía mucho tiempo una sensación real de peligro. El escritor, creo que era inglés, le confesó al jorobadito cuánto le costaba escribir. Sólo me salen frases sueltas, le dijo, tal vez porque la realidad me parece un enjambre de frases sueltas. Algo así debe de ser el desamparo, dijo el jorobadito. «Vale, llévenselo»…

31. UN PAÑUELO BLANCO

Camino por el parque, es otoño, parece que hay un tipo muerto. Hasta ayer pensaba que mi vida podía ser diferente, estaba enamorado, etc. Me detengo en el surtidor, es oscuro, de superficie brillante, sin embargo al pasar la palma de la mano compruebo su extrema aspereza. Desde aquí veo a un poli viejo acercarse hacia el cadáver con pasos vacilantes. Sopla una brisa fría que eriza los pelos. El poli se arrodilla al lado del cadáver: con la mano izquierda se tapa los ojos con expresión de abatimiento. Surge una bandada de estorninos. Vuelan en círculo sobre la cabeza del policía y luego desaparecen. Este registra los bolsillos del cadáver y amontona lo que encuentra sobre un pañuelo blanco que ha extendido sobre la hierba. Hierba de color verde oscuro que da la impresión de querer chupar el cuadrado blanco. Tal vez sean los papeles viejos y oscuros que el poli deja sobre el pañuelo los que me inducen a pensar así. Creo que me sentaré un rato. Los bancos del parque son blancos con patas de hierro negras. Por la calle aparece un coche patrulla. Se detiene. Bajan dos agentes. Uno de ellos avanza hacia donde está inclinado el poli viejo, el otro se queda junto al automóvil y enciende un cigarrillo. Poco después aparece silenciosamente una ambulancia que estaciona detrás del coche patrulla. «No he visto nada»… «Un tipo muerto en el parque»… «Un poli viejo»…

32. LA CALLE TALLERS

Solía caminar por el casco antiguo de Barcelona. Usaba una gabardina larga y vieja, olía a tabaco negro y casi siempre llegaba con algunos minutos de anticipación a los escenarios más insólitos. Quiero decir que la pantalla se abría a la palabra insólito para que él apareciera. «Me gustaría hablar con usted con más calma», decía. La avenida paralela al Paseo Marítimo de Castelldefels. Un obrero camina por la acera, las manos en los bolsillos, masticando un cigarrillo con movimientos regulares. Chalets vacíos, cerradas las contraventanas de madera. «Sáquese la ropa lentamente, no voy a mirar.» La pantalla se abre como molusco. Recuerdo haber leído hace tiempo las declaraciones de un escritor inglés que decía cuánto trabajo le costaba mantener un tiempo verbal coherente. Utilizaba el verbo sufrir para dar una idea de sus esfuerzos. Debajo de la gabardina no hay nada, tal vez un ligero aire de jorobadito inmovilizado en la contemplación de la judía, pisos arruinados de la calle Tallers (el flaco Alan Monardes avanza a tropezones por el pasillo oscuro), héroes de inviernos que van quedando atrás. «Pero usted escribe, Montserrat, y resistirá estos días.» Se sacó la gabardina, la sujetó de los hombros y luego la abofeteó. El vestido de ella cayó en cámara lenta sobre su abrigo de piel. En frío se puso a cuatro patas y le ofreció la grupa. Lo vi todo desde la otra habitación a través del orificio que alguien había taladrado para tal fin. Restregó su pene fláccido sobre sus nalgas. Descuidadamente miró a un lado: la lluvia resbalaba por la ventana. La pantalla ofrece la palabra «nervio». Luego «arboleda». Luego «solitaria». Luego la puerta se cierra.

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