Roberto Bolaño - Llamadas Telefonicas

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Llamadas telefónicas, libro por el que obtuvo el Premio Municipal de Santiago, 1998, es el primer conjunto de relatos publicado por Bolaño. Son catorce cuentos divididos en tres segmentos temáticos. Muchos de estos cuentos aluden a experiencias vividas por el escritor en su juventud.
Tras su publicación, el diario El País de España comentó: `un puñado de piezas a menudo magistrales en las que con gravedad y humor a la vez, con la complicidad de una cultura descreída pero en absoluto resignada, las diversas tonalidades de un talento múltiple suman un acorde decididamente seductor` (Fernández Santos, Elsa. `El chileno de la calle del loro`, Paula, (782): 86-89, agosto, 1998).
NUNCA SABRÉ CON EXACTITUD qué pasó con tal o cual personaje. Difícil sería dilucidar la bruma que se cierne en la última línea o determinar a ratos si es el narrador o el mismo Bolaño quien habla. Y no es que las catorce historias que conforman este libro dejen vacíos insalvables. Al contrario, su calidad de relatos abiertos otorga intensidad a la obra. El enigma de uno se renueva en el otro como si aquello que se desea contar abarcase todo, y no sólo Llamadas Telefónicas, sino el resto de su obra. Numerosos guiños que se reiteran, abundantes llamadas por descubrir. Lo que queda en la superficie es consistente porque significa algo, algo que está ahí o que vendrá luego, algo que intuye quien lee y que a veces espanta. Como Chéjov, que entrevé el sentimiento que prevalecerá en los relatos y pregunta antes de comenzar la lectura: ¿Quién puede comprender mi terror mejor que usted? Pero acaso ¿Quiere usted comprenderlo? ¿Puede sufrirlo? Dice uno de los narradores: Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte (`Enrique Martin`). Y Bolaño ¿Lo sufre porque lo ha vivido, por que lo ha soñado en alguna historia o porque quiso encarnarlo en sus personajes? Si los cuentos de este libro poseen tal intensidad, sorpresa y misterio no es sólo porque la ficción esté imitando a la realidad, sino porque la primera, además, está reproduciendo la imitación que hace de ella la segunda: dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad (`El Gusano`).
Pero el terror al que aludo dista mucho de narraciones sanguinarias o viejos cuentos para amedrentar niños. Se trata del horror frente al paso del tiempo, frente a lo más profundo del hombre, es el miedo a lo cotidiano, lo de siempre y lo de nunca, el horror frente al otro, ese que anda por ahí y que puede llegar a ser el impensado: uno mismo. Y entonces surgen los personajes: Sensini, viejo exiliado que muere con la angustia de no haber encontrado a su hijo, Enrique Martin, quien huye de algo que sólo él sabe, la ex actriz porno que cuenta desde un hospital su relación con un antiguo amante, ya fallecido, o los policías chilenos, en teoría de izquierda, que refieren su encuentro en la comisaría con un antiguo amigo, ahora reo: Hasta que un día (…) decidió mirarse al espejo (…) y vio a otra persona (…) Le dije: mira, me voy a mirar yo en el espejo, y cuando yo me mire tú me vas a mirar a mí (…) y te vas a dar cuenta de que soy el mismo, que la culpa es de este espejo sucio (…) y me miré y vi a alguien con los ojos muy abiertos, como si estuviera cagado de miedo, y detrás de esa persona vi a un tipo de unos veinte años que nos miraba por encima de mi hombro (…) vi a dos antiguos condiscípulos, un tira de veinte años, y el otro sucio, con el pelo largo, barbudo, en los huesos, y me dije: joder, ya la hemos cagado, Contreras, ya la hemos cagado. Después cogí a Belano por los hombros y me lo llevé de vuelta al gimnasio. Cuando lo tuve en la puerta me pasó por la cabeza la idea de sacar la pistola y pegarle un tiro allí mismo (…) Después hubiera podido explicar cualquier cosa. Pero por supuesto no lo hice /Claro que no lo hiciste. Nosotros no hacemos esas cosas, compadre /No, nosotros no hacemos esas cosas (`Detectives`)
Después de cinco años de la primera edición de Llamadas Telefónicas, y con la aparición de otras como Los Detectives Salvajes (1998) y Putas Asesinas (2001), resulta interesante volver a leer sus páginas puesto que ésta se yergue como obra fundacional de las citadas. Acá se encuentran numerosos antecedentes que se repetirán a lo largo de la obra de Bolaño, cuya función será continuar la historia nunca acabada, generada, retrocedida y adelantada en cada una de sus publicaciones. La saga de aventuras de Arturo Belano, cuya figura se funde a veces con la del mismo autor, encuentra su informe primo: el Belano quinceañero, aquel del que nada se supo en Los Detectives Salvajes, obra dedicada prácticamente a él y que siguiendo el estilo de Bolaño, utiliza personajes de menor importancia para referir los sucesos del que interesa. Lo mismo en Llamadas Telefónicas: relatos que remiten a otros relatos, breves pero importante noticias dentro de una historia más grande, personajes que sólo importan por lo que deben contar, testimonios oídos en un bar o alguna reunión y la siempre presente figura del indagador, el receptor que luego nos referirá algo, el cazador de cuentos, el detective: ¿A quién busca este hombre? ¿A un fantasma? Yo de fantasmas sé mucho, le dije la segunda tarde, la última que vino a visitarme, y él compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inverosímilmente educada (…) le di trato de detective, tal vez mencioné la soledad y la inteligencia y aunque él se apresuró a decir no soy detective madame Silvestri, yo noté que le había gustado que se lo dijera, lo miré a los ojos cuando se lo dije y aunque aparentemente ni se inmutó yo noté el aleteo, como si un pájaro hubiera pasado por su cabeza (`Joanna Silvestri`). Pero esta certera identificación de narradores y/o personajes no sucede a menudo: gran parte de los relatos no poseen firma. La identidad del hablante permanece cuidadosamente oculta aunque a punto de revelarse por los datos, más o menos semejantes, que de sí mismo entrega en cada relación. Es el chileno que ha errado por México y España, que ha vuelto a Chile para volver a irse, el que recuerda con nostalgia, quien se encuentra en los lugares más insólitos con algún compatriota hostil, el lector compulsivo y escritor fracasado ¿Acaso una versión alterada del autor? ¿Del Bolaño exiliado en España desde 1977?
Lo cierto es que ninguno de sus libros debe apartarse de su producción literaria. Individualizar uno de ellos (¡o uno, uno solo de sus cuentos!) es funcional, pero insuficiente. La última línea de Llamadas Telefónicas o de cualquiera de sus libros, nada dice de finales. Lo que genera este continuo movimiento dentro de sus obras es la captación de que Bolaño no sólo trata sus libros como parte de su vida, sino que se trata a sí mismo como parte de ellos. Esta inserción genera complejas encrucijadas y toma trabajo dilucidar si habla el personaje, el narrador, el autor, o incluso la conciencia inalcanzable del lector: Así supe algunas cosas que acaso hubiera preferido no saber, episodios que en nada contribuían a mi serenidad, historias de las que un egoísta debe protegerse siempre (`Clara`).
El tratamiento literario de Bolaño estrecha la relación entre lector y lectura. Imposible leerlo sin implicarse, difícil saltarse un cuento y apurar la lectura. Difícil soportar su verdad, fácil no pensarla. Pero el compromiso esta ahí, de uno depende encararlo, de uno evadirlo.

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Esa noche, durante la sobremesa, leí un par de los artículos que firmaban Enrique y su compañera. Estaban mal redactados, eran torpes, pretendidamente científicos, al menos la palabra ciencia aparecía varias veces, eran inaguantablemente arrogantes. Quiso saber qué opinaba de ellos. Me di cuenta de que mi opinión, por primera vez, le importaba un pepino y por primera vez fui franco y sincero. Le sugerí cambios, le dije que debía aprender a escribir, le pregunté si en la revista tenían un corrector de estilo.

Al salir de su casa la mexicana y yo no paramos de reírnos. Esa misma semana, creo, nos separamos. Ella se fue a Roma. Yo aún permanecí un año más en Barcelona.

Durante mucho tiempo no supe nada de Enrique. De hecho creo que me olvidé de él. Por entonces yo vivía en las afueras de un pueblo de Girona con la única compañía de una perra y de cinco gatos, casi no veía a nadie de mis antiguos conocidos aunque de vez en cuando alguno se dejaba caer por mi casa, en ningún caso más de dos días y una noche, y con esa persona, la que fuera, solía hablar de los amigos de Barcelona, de los amigos de México, y en ninguna ocasión que yo recuerde nadie me mencionó a Enrique Martín. Al pueblo bajaba sólo una vez al día, acompañado por mi perra, a comprar comida y a hurgar en mi apartado de correos, en donde solía encontrar cartas de mi hermana que me escribía desde un México D.F. que ya no podía reconocer. Las demás cartas, muy espaciadas, eran de poetas sudamericanos perdidos en Sudamérica con quienes mantenía una correspondencia irregular, entre abrupta y dolorosa, fiel reflejo de nosotros mismos que comenzábamos a dejar de ser jóvenes, a aceptar el fin de los sueños.

Un día, sin embargo, recibí una carta distinta. En realidad, no era propiamente una carta. En dos hojas de cartulina, sendas invitaciones para una especie de cóctel que una editorial de Barcelona ofreció durante la presentación de mi primera novela, cóctel al que yo no asistí, alguien había dibujado unos planos más bien rudimentarios y junto a éstos había escrito las siguientes cifras:

3860 + 429777 – 469993? + 51179 -

588904 + 966 – 39146 + 498207856

La carta, por descontado, no llevaba firma. Evidentemente, mi anónimo corresponsal sí había asistido a la presentación de mi libro. Por supuesto, no intenté descifrar las cifras: estaba claro que era una frase de ocho palabras, seguramente su autor era uno de mis amigos. El asunto no revestía mayor misterio, excepto, tal vez, por los dibujos. Éstos representaban un camino ondulado, una casa con un árbol, un río que se bifurcaba, un puente, una montaña o una colina, una cueva. A un lado, una primitiva rosa de los vientos indicaba el norte y el sur. Junto al camino, en dirección contraria a la montaña (decidí finalmente que debía ser una montaña) y a la cueva, una flecha indicaba el nombre de un pueblo del Ampurdán.

Esa noche, ya en mi casa, mientras preparaba la comida, de pronto supe sin ninguna duda que la carta era de Enrique Martín. Lo imaginé en el cóctel de la editorial, hablando con algunos de mis amigos (uno de éstos debió de darle el número de mi apartado de correos), criticando acerbamente mi libro, yendo de un lado para otro con un vaso de vino en la mano, saludando a todo el mundo, preguntando en voz alta si yo iba a aparecer o no iba a aparecer. Creo que sentí algo parecido al desprecio. Creo que recordé mi ya lejana exclusión de Soga Blanca.

Una semana más tarde volví a recibir otro anónimo. Nuevamente la cartulina utilizada era una invitación para la presentación de mi libro (debió de hacerse con varias durante el cóctel), aunque esta vez descubrí algunas variantes. Bajo mi nombre había transcrito un verso de Miguel Hernández, uno que habla de la felicidad y del trabajo. En el dorso, junto con las mismas cifras de la primera, el mapa experimentaba un cambio radical. Al principio pensé que no quería decir nada, las líneas eran confusas, en ocasiones un mero entrecruzarse de rayas y puntos suspensivos, signos de exclamación, dibujos borroneados o superpuestos. Después, tras observarlo por enésima vez y compararlo con la entrega anterior, comprendí lo que era obvio: el nuevo mapa era la prolongación del antiguo mapa, el nuevo mapa era el mapa de la cueva.

Recuerdo que pensé que ya no teníamos edad para estas bromas, una tarde estuve hojeando en el kiosco, sin llegar a comprarla, la revista Preguntas amp; Respuestas. No vi el nombre de Enrique entre los colaboradores. A los pocos días volví a olvidarme de él y de sus cartas.

Creo que transcurrieron varios meses, tal vez tres, tal vez cuatro. Una noche escuché el ruido de un coche que se detenía junto a mi casa. Pensé que seguramente se trataba de alguien que se había extraviado. Salí con la perra a ver quién era. El coche estaba detenido junto a unos zarzales, con el motor en marcha y las luces encendidas. Durante un rato no pasó nada. Desde donde yo estaba no podía ver cuántos ocupantes había en el coche, pero no tuve miedo, con mi perra al lado casi nunca tenía miedo. La perra, por su parte, gruñía, ansiosa por abalanzarse sobre los desconocidos. Entonces las luces se apagaron, se apagó el motor y el único ocupante del coche abrió la puerta y me saludó con palabras cariñosas. Era Enrique Martín. Me temo que mi saludo fue más bien frío. Lo primero que me preguntó fue si había recibido sus cartas. Dije que sí. ¿Nadie manipuló los sobres? ¿Los sobres estaban bien cerrados? Contesté afirmativamente y le pregunté qué pasaba. Problemas, dijo mientras miraba las luces del pueblo a sus espaldas y la curva detrás de la cual estaba la cantera de piedra. Entremos en casa, le dije, pero no se movió de donde estaba. ¿Qué es aquello?, dijo indicando las luces y los ruidos de la cantera. Le dije lo que era y le expliqué que al menos una vez al año, ignoro por qué razón, trabajaban hasta pasada la medianoche. Es raro, dijo Enrique. Volví a insistir en que entráramos, pero no me oyó o se hizo el desentendido. No quiero molestarte, dijo tras ser olisqueado por la perra. Entra, vamos a tomarnos algo, dije. No bebo alcohol, dijo Enrique. Estuve en la presentación de tu novela, añadió, creí que irías. No, no fui, dije. Pensé que ahora Enrique se pondría a criticar mi libro. Quería que me guardaras algo, dijo. Sólo entonces me di cuenta de que en la mano derecha llevaba un paquete, hojas de tamaño folio, su regreso a la poesía, pensé. Pareció adivinarme el pensamiento. No son poemas, dijo con una sonrisa desvalida y al mismo tiempo valiente, una sonrisa que ciertamente no veía desde hacía muchos años, no en su cara, al menos. ¿Qué es?, le pregunté. Nada, cosas mías, no quiero que las leas, sólo quiero que las guardes. De acuerdo, entremos, dije. No, no quiero molestarte, además no tengo tiempo, he de irme de inmediato. ¿Cómo supiste dónde vivía?, dije. Enrique pronunció el nombre de un amigo común, el chileno que había decidido que dos chilenos eran muchos chilenos para el primer número de Soga Blanca. Cómo se atreve ese cabrón a dar mi dirección a nadie, dije. ¿Ya no sois amigos?, dijo Enrique. Supongo que sí, dije, pero no nos vemos mucho. Pues a mí me alegra que me la haya dado, me ha gustado mucho verte, dijo Enrique. Debí decir: a mí también, pero no dije nada. Bueno, me voy, dijo Enrique. En ese momento comenzaron a sonar unos ruidos muy fuertes, como de explosiones, provenientes de la cantera que lo pusieron nervioso. Lo tranquilicé, no es nada, dije, pero en realidad era la primera vez que oía las explosiones a esas horas de la noche. Bueno, me voy, dijo. Cuídate, dije yo. ¿Puedo darte un abrazo?, dijo. Claro que sí, dije yo. ¿No me morderá el perro? Es una perra, dije yo, no te morderá.

Durante dos años, el tiempo que me restaba por vivir en aquella casa de las afueras, mantuve el paquete de papeles intacto, tal como Enrique me lo había confiado, atado con cordel y cinta adhesiva, entre las revistas viejas y entre mis propios papeles que, no está de más decirlo, crecieron desaforadamente durante ese tiempo. Las únicas noticias que tuve sobre Enrique me las proporcionó el chileno de la Soga Blanca , con el que una vez hablamos sobre la revista y sobre aquellos años, aclarando de paso el papel jugado por él en la exclusión de mis poemas, ninguno, fue lo que me afirmó, fue lo que saqué en claro, aunque a esas alturas ya no importaba. Por él supe que Enrique tenía una librería en el barrio de Gracia, cerca de aquel piso que años atrás, en compañía de la mexicana, yo había visitado cinco veces. Por él supe que estaba separado, que ya no colaboraba en Preguntas amp; Respuestas, que su ex mujer trabajaba con él en la librería. Pero ya no vivían juntos, me dijo, eran amigos, Enrique le daba ese trabajo porque la tía estaba en el paro. ¿Y le va bien con la librería?, pregunté. Muy bien, dijo el chileno, al parecer había dejado la empresa en la que trabajaba desde adolescente y la indemnización fue cuantiosa. Vive allí mismo, dijo. En el fondo de la librería, en dos habitaciones no muy grandes. Las habitaciones, lo supe después, daban a un patio de luz en donde Enrique cultivaba geranios, ficus, nomeolvides, azucenas. Las dos únicas puertas eran las de la librería, sobre la que cada noche bajaba una cortina metálica que cerraba con llave, y una puerta pequeña que daba al pasillo del edificio. No le quise preguntar la dirección. Tampoco le pregunté si Enrique escribía o no escribía. Poco después recibí una larga carta de éste, firmada, en donde me decía que había estado en Madrid (creo que la carta la escribió desde Madrid, ya no estoy seguro) en el famoso Congreso Mundial de Escritores de Ciencia Ficción. No, él no escribía ciencia ficción (creo que empleó el término s-f), sino que estaba allí como enviado de Preguntas amp; Respuestas. El resto de la carta era confuso. Hablaba de un escritor francés cuyo nombre no me sonaba de nada que afirmaba que los extraterrestres éramos todos, es decir todos los seres vivientes del planeta Tierra, unos exiliados, decía Enrique, o unos desterrados. Después hablaba del camino seguido por el escritor francés para llegar a tan descabellada conclusión. Esta parte era ininteligible. Mencionaba a la policía de la mente, hacía conjeturas acerca de túneles dimensionales, se enredaba como si estuviera, otra vez, escribiendo un poema. La carta terminaba con una frase enigmática: todos los que saben se salvan. Después venían los saludos y recuerdos de rigor. Fue la última vez que me escribió.

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