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Roberto Bolaño: Entre Parentesis

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Roberto Bolaño Entre Parentesis

Entre Parentesis: краткое содержание, описание и аннотация

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El centenar de piezas reunidas en este volumen configura algo así como una «cartografía personal» de Roberto Bolaño y lo que más se acerca a una especie de «autobiografía» fragmentada. Todas las piezas fueron escritas por Bolaño entre 1998 y 2003, en el periodo que va de la publicación de Los detectives salvajes hasta su muerte. Junto a la mayor parte de las columnas, artículos y reseñas que Bolaño publicó en la prensa de España y de Latinoamérica, se recogen aquí algunos prólogos y otros escritos dispersos, así como los textos de algunos discursos o conferencias. Este volumen, que tiene mucho de dietario en el que su autor anota lecturas, recuerdos, conversaciones y anécdotas de todo tipo, se engarza naturalmente con sus últimos volúmenes de relatos y no deja de incluir pasajes netamente narrativos, junto a otros de carácter más ensayístico, o autobiográfico, o crítico, cuando no abiertamente polémico y visceral, en todo momento humorístico. `Cuando me muera, me publicarán hasta los calcetines`, sentenció célebremente Pablo Neruda. No deja de ser aterradora la idea de que, una vez desaparecido, los estudiosos, amigos o admiradores de un escritor se dispongan a ordenar sus papeles dispersos para una futura publicación. La importancia de ciertos autores hace pensar, sin embargo, en la necesidad de reunir textos que alumbren, aunque sea tangencialmente, su obra. En el caso de Roberto Bolaño (1953-2003), sin duda una de las voces más poderosas de la literatura en nuestro idioma de las últimas décadas, la publicación de Entre paréntesis -colección de ensayos, artículos y discursos redactados entre 1998 y 2003- se antojaba una inmejorable oportunidad para acercarse a una de sus facetas menos conocidas: la del escritor que reflexiona sobre su oficio. Por desgracia, aunque cobija algunas piezas extraordinarias, el volumen es mayoritariamente decepcionante. En pocos autores es posible ver con tal claridad una disposición narrativa que, en su insólita naturalidad, se vuelve feroz. Cada vez que Bolaño toma el cauce del relato, sus textos alzan el vuelo, a veces logrando alturas espectaculares. A la inversa, cuando se interna en territorios reflexivos, cuando actúa como digresor, su discurso muestra evidentes limitaciones. El crítico Ignacio Echevarría, encargado de la edición de Entre paréntesis, escribe en su presentación que `Bolaño fue, antes que nada y sobre todo, un poeta`. En realidad, ésa es la manera en que su amigo se veía a sí mismo, pero las evidencias lo desmienten. El autor de Amuleto fue -y acuño esta frase emulándolo- un estupendo poeta menor, cuyos versos eran casi siempre narrativos. Bolaño fue, antes que nada y sobre todo, un narrador. Si algún aporte tiene este libro póstumo es demostrar ese aserto prácticamente en cada página. En última instancia, cualquier escritor de primer orden es poeta, hacedor, y más vale que a estas alturas ya hayamos comprendido que la prosa es un vehículo tan vivo como el verso a la hora de crear intensidad poética. La organización que Echevarría hace de los materiales es la mejor posible, pues los agrupa en función de sus intenciones y destino, permitiéndonos dilucidar la manera en que Bolaño encaraba cada situación. De ese modo, luego de un magistral `Autorretrato`, nos topamos con el primer apartado, `Tres discursos insufribles`. `Derivas de la pesada` muestra paralelamente el talento de polemista y las taras críticas del escritor chileno. En una nueva incursión por los territorios de la literatura argentina, revisa los que, según él, son los caminos más visibles que ésta ha tomado después de Borges. Sólo el ritmo de la prosa y la hilaridad salvan a este texto de su abrumador ánimo arbitrario: una importancia desmedida es dada a escritores que, comparados con algunas ausencias imperdonables -hablo concretamente de Juan José Saer y Fogwill-, son pálidas sombras. Por el contrario, el `Discurso de Caracas` -leído en la capital venezolana cuando recibió el premio Rómulo Gallegos por Los detectives salvajes- es una joya: ahí está el mejor Bolaño, el que, con una mezcla de visceralidad, nostalgia y humor, homenajea a una generación de latinoamericanos aniquilada en su intento de alcanzar la utopía. `Literatura y exilio`, por último, muestra una insólita y admirable habilidad para irse por las ramas. Los textos agrupados en `Fragmentos de un regreso al país natal` desconciertan porque Chile, `el país pasillo`, es más vívido en las ficciones bolañianas que en las crónicas donde describe la experiencia del retorno. La literatura de Bolaño se nutre de una nostalgia que, transformada en material narrativo, cubre con una pátina mítica cuanto aborda. Aunque sus artículos no están exentos de pasajes memorables, es evidente que se encuentran más a gusto en los mundos fantasmagóricos del recuerdo que en la pavorosa densidad del presente. `Entre paréntesis` es la parte medular del libro y recoge las columnas que Bolaño escribía semanalmente para el Diari de Girona, de España, y el periódico santiagueño Las Últimas Noticias. La diversidad de lo reunido hace que encontremos aquí algunas de sus mejores páginas, pero también las peores. Son entrañables las crónicas de Blanes, la pequeña localidad mediterránea en la que habitó las últimas décadas de su vida. Y algunas postales narrativas tienen, de hecho, el nivel de sus cuentos. Cuando Bolaño relata anécdotas de panaderos y libreros, de playa y verano, sus textos alcanzan la intensidad fulgurante que lo convirtió en uno de nuestros prosistas mayores. El problema surge cuando habla de libros y escritores: dispensa aplausos con una facilidad pasmosa. Era un buen amigo y un mal crítico. Para no indignar, evitaré enlistar a los autores que coloca, casi siempre, entre los cuatro o cinco mejores de la lengua. Bolaño leía visceralmente, lo que hace que sus notas literarias sean, casi siempre, repetitivas y banales: comienza con alguna anécdota personal, pasa a glosar la trama de los libros y el carácter de los personajes, termina con un elogio. A Entre paréntesis, a pesar de todo, lo justifican ciertos textos, sobre todo los contenidos en `Escenarios`, reunión de crónicas de viajes y relatos entre los que se cuenta el excepcional `Playa`, y `El bibliotecario valiente`, que cobija las mejores páginas críticas de Bolaño: cuando se proponía abordar en serio un tema, cuando no había más motor que el placer de la lectura, podía convertirse en un ensayista agudo. Sus textos sobre Mark Twain, Jorge Luis Borges y J. Rodolfo Wilcock son, sencillamente, extraordinarios, sobre todo porque revelan las influencias que mezcló hasta hacer irreconocibles. Twain está en Los detectives salvajes, Borges y Wilcock en La literatura nazi en América. Al final, quedan los apuntes de `Un narrador en la intimidad` y la resonancia de la palabra más usada en el libro: valentía. En casi todos los autores que admiraba, Bolaño resaltaba el valor. ¿A qué atribuir esta obsesión? ¿A su propia actitud? ¿Al coraje de escribir a contrarreloj, consciente de la inminencia de lo peor? Sí, a eso. -

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Il Sodoma fue un humorista y su obra pictórica, desperdigada en galerías de Siena, Londres, París, Nueva York, tiene los colores rotundos del inicio de un carnaval antes de que la borrachera, el exceso y el cansancio los difuminen. Yo sólo he visto uno de sus cuadros. Fue en Florencia, en la Galería degli Uffizi. Vasari tenía razón, hay algo de brutal en él, pero también hay una nobleza de corazón que hemos perdido. En la Villa Farnesina de Roma hay unos frescos suyos, que no conozco pero que la crítica considera excelentes.

Autores que se alejan

Miércoles 16 de mayo de 2001

Hace unos días, con Juan Villoro nos pusimos a recordar a aquellos autores que habían sido importantes en nuestra juventud y que hoy han caído en una suerte de olvido, aquellos autores que gozaron en su momento de muchos lectores y que hoy sufren la ingratitud de esos mismos lectores y que para colmo de males no han conseguido interesar a los lectores de una nueva generación.

Pensamos, por supuesto, en Henry Miller, que en su día tuvo una gran difusión en España, y cuyo nombre estaba en boca de todos, pero cuya fama tal vez obedecía a un equívoco: es probable que más de la mitad de los que compraron sus libros lo hicieran esperando encontrar a un pornógrafo, algo que en cierta manera se justificaba y era una necesidad en la España que emergía después de cuarenta años de censura frailuna y franquista.

En el otro extremo recordamos a Artaud, puro nervio ascético, que en su día también tuvo buenas ventas, y no pocos admiradores españoles y mexicanos, y que si uno comete hoy el error de preguntarle a una persona menor de treinta años por su nombre seguramente recibirá una respuesta desoladora. Ya ni siquiera aquellos que están interesados por el cine saben quién era Antonin Artaud, lo que es igual de grave.

Lo mismo sucede con Macedonio Fernández: sus libros, salvo en Argentina, supongo, no se encuentran en las librerías. Y con Felisberto Hernández, que en los setenta tuvo un pequeño boom, pero cuyos relatos hoy sólo es posible encontrarlos tras mucho buscar en librerías de viejo. Doy por descontado que la suerte de Felisberto en Uruguay y Argentina debe ser diferente, lo que nos lleva a un problema aún peor que el olvido: el provincianismo en que el mercado del libro concentra y encarcela a la literatura de nuestra lengua, y que explicado de forma sencilla viene a decir que los autores chilenos sólo interesan en Chile, los mexicanos en México y los colombianos en Colombia, como si cada país hispanoamericano hablara una lengua distinta o como si el placer estético de cada lector hispanoamericano obedeciera, antes que nada, a unos referentes nacionales, es decir, provincianos, algo que no sucedía en la década del sesenta, por ejemplo, cuando surgió el boom, ni, pese a la mala distribución, en la década de los cincuenta o cuarenta.

Pero, en fin, de esto no hablábamos con Villoro, sino de otros escritores, escritores como Henry Miller o Artaud o B. Traven o Tristan Tzara, escritores que contribuyeron a nuestra educación sentimental y que ahora ya no es posible encontrarlos en los fondos de las librerías por la sencilla razón de que casi no tienen nuevos lectores. Y también de aquellos más jóvenes, escritores de nuestra generación, como Sophie Podolski o como Mathieu Messagier, que fueron unos jóvenes absolutamente maravillosos y de gran talento y a quienes ya no sólo no es posible encontrar en las librerías sino que tampoco en los buscadores de internet, lo que ya es mucho decir, como si nunca hubieran existido o como si los hubiéramos imaginado nosotros.

La respuesta a este reflujo de escritores, sin embargo, es muy sencilla. Así como el amor se mueve con una mecánica similar a la del mar, como decía el poeta nicaragüense Martínez Rivas, así también se mueven los escritores, y un día aparecen y luego desaparecen y luego, quién sabe, vuelven a aparecer. Y si no vuelven a aparecer tampoco importa tanto porque ellos, de alguna manera secreta, ya son nosotros.

Philip K. Dick

Miércoles 23 de mayo de 2001

Con Rodrigo Fresán largamente hemos hablado de Philip K. Dick, sin llegar a agotar jamás el tema, en bares y restaurantes de Barcelona o en nuestras respectivas casas.

Estas son algunas de las conclusiones a las que hemos llegado: Dick era un esquizofrénico. Dick era un paranoico. Dick es uno de los diez mejores escritores del siglo XX en Estados Unidos, que no es decir poco. Dick era una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia.

Dick, en "El hombre en el castillo", nos habla, como luego sería frecuente en él, de lo alterable que puede ser la realidad y de lo alterable que, por lo tanto, puede ser la historia. Dick es Thoreau más la muerte del sueño americano. Dick escribe, en ocasiones, como un prisionero porque realmente, ética y estéticamente, es un prisionero. Dick es quien de manera más efectiva, en "Ubik", se acerca a la conciencia o a los retazos de conciencia del ser humano, y su puesta en escena, el acoplamiento entre lo que cuenta y la estructura de lo contado, es más brillante que en algunos experimentos sobre el mismo fenómeno debidos a las plumas de Pynchon o DeLillo. Dick es el primero, literariamente, en hablar con elocuencia de la conciencia virtual. Dick es el primero, y si no el primero, el mejor, en hablar sobre la percepción de la velocidad, la percepción de la entropía, la percepción del ruido del universo, en "Tiempo de Marte", donde un niño autista, como un Jesucristo mudo del futuro, se dedica a sentir y a sufrir la paradoja del tiempo y del espacio, la muerte a la que todos estamos abocados. Dick, pese a todo, no pierde en ningún momento el sentido del humor y por lo tanto no es un descendiente de Melville sino un descendiente de Twain, aunque Fresán, que sabe más de Dick que yo, oponga algún reparo.

Para Dick todo arte es política. No olvidar eso. Dick es posiblemente uno de los autores más plagiados del siglo XX. Para Fresán, "La flecha del tiempo", de Martin Amis, es un plagio descarado de "El mundo contra reloj". Yo prefiero creer que Amis rinde con esta novela un tributo a Dick o a algún antecesor del mismo Dick (no olvidemos que su padre, el poeta Kingsley Amis, también cultivó la ciencia ficción y fue un gran lector de este género).

Dick es el escritor norteamericano de estos últimos años (junto a Burroughs) que más ha influido en poetas, novelistas y ensayistas no norteamericanos. Dick es bueno incluso cuando es malo y me pregunto, aunque ya sé la respuesta, de qué escritor latinoamericano se podría decir lo mismo. Dick expresa el dolor de forma tan contundente como Carson McCullers. Sin embargo "Sivainvi" es más inquietante que cualquier novela de McCullers. Dick parece, en determinadas ocasiones, el rey de los mendigos, y en otras el millonario oculto y misterioso, y con esto quizá nos quiso decir que ambos papeles son en realidad uno solo. Dick escribió "Dr. Bloodmoney", que es una obra maestra, y revolucionó la nueva narrativa norteamericana, en 1962, con "El hombre en el castillo", pero también escribió novelas que nada tienen que ver con la ciencia ficción, como las "Confesiones de un artista de mierda", escrita en 1959 y publicada en 1975, lo que demuestra bien a las claras el afecto que la industria editorial norteamericana le profesaba.

Hay tres imágenes del Dick real que siempre llevaré conmigo, junto a sus innumerables libros. Primera imagen: Dick y todos sus matrimonios, ese gasto incesante en divorcios californianos. Segunda imagen: Dick y algunos miembros del Black Panther que lo visitan en su casa, con un automóvil del FBI detenido en la acera de enfrente. Tercera imagen: Dick y su hijo enfermo y las voces que escucha dentro de su cerebro y que le aconsejan volver otra vez al médico, sugerirle otro tipo de enfermedad, muy rara, más grave, cosa que Dick hace, y los médicos se dan cuenta de su error, y operan de urgencia y salvan la vida al niño.

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