Roberto Bolaño - La Pista De Hielo

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A primera vista, el dibujo que aparece en la tapa de esta novela resulta un tanto desconcertante, abstracto, más propio de novelas surrealistas que de la escritura precisa, real e irónica del premiado escritor nacional.
A medida que la lectura avanza sin embargo, y los sucesos en la imaginaria Z acontecen -sin duda un guiño a Borges- se aprecia la estrecha relación entre la historia de Bolaño y los trazos de Miró en `Alegría de muchacha frente al sol`.
Las manchas rojas de la pintura son el aviso, el mal augurio, el vaticinio del sangriento crimen que se avecina. Porque aquí no hay ninguna muchacha alegre, sino un grupo de seres que van tejiendo una trama cargada de obsesiones, contradicciones, pero más que nada, de suspenso.
Los hechos son contados por tres personajes: un envidioso y cerebral sicólogo de la Municipalidad de Z, un chileno que pospone sus afanes literarios en pos de su actividad comercial, y por último, la de un desarraigado poeta mexicano que sobrevive gracias a vigilancias nocturnas en un camping.
Todos ellos se refieren al crimen en el que de una u otra forma se vieron involucrados. El asesinato ocurre en la pista de hielo, un lugar prohibido, misterioso e ilegal, construido por el sicólogo para su amada Nuria, una patinadora caprichosa que se siente atraída por el chileno Morán.
Entre medio aparecen otros personajes como la alcaldesa, el motorista o la cantante callejera, que lejos de distraer, refuerzan la intriga y la tensión de un relato que hasta la última página no se sabe cómo terminará.
Paralelamente a la historia policial, corre otra quizás mucho más penetrante, construida sobre la base de los anhelos y frustraciones de Remo Morán, Gaspar Heredia y Enric Rosquelles, esas tres voces que permiten que el lector entre en sus vidas, conozca sus motivaciones, aprecie sus valores y juzgue sus vilezas.
Puede que uno resulte más querible que los otros, que sus acciones resulten más justificables, pero la magia de esta breve novela radica precisamente en el equilibrio con que Bolaño describe sicológicamente a cada uno de los protagonistas.
Por último, es preciso destacar que, sin estar a la altura de `Los detectives salvajes` ni de `Llamadas telefónicas`, esta novela escrita a principios de los 90, nos entrega las primeras pistas del universo que este autor, libro a libro, ha sabido construir.
En ese sentido, `La pista de hielo` adquiere un valor importante para quienes deseen comprender mejor la peculiar visión del mundo que propone Bolaño.

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Remo Morán: Ahora ya es inútil que intente arreglar lo que no tiene arreglo

AHORA YA ES INÚTIL que intente arreglar lo que no tiene arreglo, sólo me propongo aclarar mi participación en los hechos acaecidos el pasado verano en Z. No me pidan que hable con mesura y distanciamiento, al fin y al cabo este es mi pueblo y aunque ahora tal vez deba marcharme, no quiero hacerlo dejando tras de mí un cúmulo de equívocos y de engaños. No soy, como se ha venido diciendo, el hombre de paja de un narcotraficante colombiano, no pertenezco a ninguna mafia latinoamericana de tratantes de blancas, no estoy relacionado con la variante brasileña de la disciplina inglesa, aunque, lo confieso, no me disgustaría que así fuera. Sólo soy un hombre que ha tenido mucha suerte, y también soy, o era, un escritor. Llegué a este pueblo hace años, en una época de mi vida que me parecía oscura y mediocre. Para qué hablar de entonces. Baste con decir que había trabajado de vendedor ambulante en Lourdes, Pamplona, Zaragoza y Barcelona, y que tenía unos ahorros. Pude haberme establecido en cualquier parte, la casualidad quiso que lo hiciera en Z. Con el dinero ahorrado alquilé un local que transformé en tienda de bisutería, el sitio más barato que pude encontrar y que consumió hasta mi última peseta. Pronto me di cuenta que debido a mis constantes viajes a Barcelona en busca de género, que por otra parte compraba en cantidades irrisorias, iba a ser imposible llevar el negocio sin ayuda y tuve que buscar un empleado. Precisamente en uno de estos viajes encontré a Alex Bobadilla. Yo volvía en el tren de la tarde con cuatro mil pesetas en bisutería y él leía con embeleso la Guía del Trotamundos; a su lado, en un asiento vacío, había una mochila pequeña y vieja de la que asomaba un voluminoso paquete de cacahuetes. Alex comía y leía, nada más; parecía un monje budista que hubiera decidido hacerse boy-scout, o viceversa; también parecía un mono. Después de observarlo con atención le pregunté si se dirigía al extranjero. Respondió que eso pensaba hacer cuando acabara el verano, en septiembre u octubre, pero que antes debía encontrar un trabajo. Se lo ofrecí de inmediato. Así fue como empezó nuestra ascensión en los negocios y nuestra amistad. El primer año, Alex y yo dormimos en la misma tienda, en el suelo, junto a las mesas donde durante el día exhibíamos collares y pendientes. Al terminar la temporada, en septiembre, el balance era óptimo. Pude haber guardado el dinero, conseguir un piso decente o marcharme de Z, pero lo que hice fue alquilar un bar que por causas desconocidas había quebrado. Ese bar es el Cartago. Cerré la tienda y durante el invierno trabajé en el bar. Alex permaneció conmigo, ausentándose sólo un fin de semana en que fue a visitar a sus padres, dos ancianos muy simpáticos, jubilados, que dedican su tiempo libre a cuidar el huerto que tienen en Badalona y que suelen venir a Z una vez al mes; la verdad es que más parecen sus abuelos que sus padres. Aquel invierno convertimos la tienda en nuestra casa, es decir allí teníamos nuestras colchonetas y sacos de dormir, nuestros libros (aunque nunca vi a Alex leer otra cosa que no fuera la Guía del Trotamundos) y nuestra ropa. El Cartago nos dio de comer y para el verano siguiente teníamos dos negocios funcionando. La tienda de bisutería, ya consolidada, dio dinero, pero el bar dio mucho más. Mi segundo verano en Z fue estupendo, todo el mundo quería vivir sin reservas sus quince días o su semana de felicidad, como si la Tercera Guerra Mundial estuviera por comenzar. Al finalizar la temporada alquilé otra tienda de bisutería, esta vez en Y, a pocos kilómetros de Z, y también me casé, pero de esto hablaré más adelante. La temporada siguiente no desmereció de las anteriores y pude poner un pie en X, un poco más al sur de Y, pero lo suficientemente cerca de Z como para que Alex controlara diariamente el movimiento de caja. Tres temporadas después ya estaba divorciado, y para entonces teníamos a pleno rendimiento, además del bar y las tiendas, un camping, un hotel, y otros dos locales en donde alternaba la venta de bisutería con los souvenirs y los potingues para la playa. El hotel, pequeño pero confortable, se llamaba Del Mar. El camping tiene por nombre Stella Maris. Las tiendas: Frutos de Temporada, Sol Naciente, Bucanero, Costa Brava y Montané e Hijos. Huelga decir que yo no he cambiado sus nombres originales. El Del Mar pertenece a una viuda alemana. El Stella Maris es de una vieja familia de Z, gente de pro, que inicialmente intentó explotar el camping pero ante los pésimos resultados optó por alquilarlo; en realidad ellos desearían vender el terreno pero nadie se atreve a comprarlo pues sobre él no se puede edificar. Algún día, sin duda, todos los campings de Z serán convertidos en hoteles y edificios de apartamentos, entonces yo deberé decidir entre comprar o hacerme a un lado. Probablemente cuando llegue ese día ya esté lejos de aquí. Mi primera tienda, como su nombre indica, fue un negocio de hortalizas y verduras. De las otras poco puedo decir: Montané e Hijos es la de pasado más oscuro. ¿Quiénes son o eran el señor Montané y sus hijos? ¿A qué se dedicaban? El local está alquilado a una agencia, pero hasta donde sé el propietario no se apellida Montané. A veces, por decir algo, le digo a Alex que en aquel local debió funcionar un negocio de pompas fúnebres o de antigüedades, o una tienda dedicada a la caza deportiva, ocupaciones, todas, que disgustan profundamente a mi ayudante. Son poco sociales, dice. Traen mala suerte. Tal vez tenga razón. Si Montané e Hijos fue una tienda de cazadores, es posible que haya atraído sobre mí un poco de la mala suerte de la que antes me vi libre… La sangre… El asesinato… El miedo de la víctima… Recuerdo un poema, hace tiempo… El asesino duerme mientras la víctima lo fotografía… ¿Lo leí en algún libro o lo escribí yo mismo…? Francamente, lo he olvidado, aunque creo que lo escribí yo, en México D. F., cuando mis amigos eran los poetas de hierro y Gasparín aparecía en los bares de la Colonia Guerrero o de la calle Bucareli después de caminar de una punta de la ciudad a la otra, ¿buscando qué?, ¿buscando a quién…? Los ojos negros de Gasparín en medio de la niebla mexicana, ¿por qué será que al pensar en él el paisaje adquiere contornos antediluvianos? Enorme y lento; dentro y fuera de las miasmas… Pero tal vez no lo escribí yo… E-1 asesino duerme mientras la víctima le toma fotografías, ¿qué les parece? En el lugar más idóneo para el crimen, el Palacio Benvingut, claro…

Gaspar Heredia: A veces, cuando me asomaba a las rejas del camping

A VECES, CUANDO ME ASOMABA a las rejas del camping, de madrugada, lo veía salir de la discoteca del otro lado de la calle, borracho y solo, o con gente que yo no conocía, ni él tampoco a juzgar por su actitud ensimismada, por sus gestos de astronauta o de náufrago. Una vez lo vi en compañía de una rubia y esa fue la única ocasión en que me pareció alegre, la rubia era hermosa y ambos daban la impresión de ser los últimos en abandonar la discoteca. Las pocas veces que me vio nos saludamos levantando las manos y eso fue todo. La calle es ancha y a esa hora suele tener un aire espectral, las aceras llenas de papeles, restos de comida, latas vacías y vidrios rotos. De tramo en tramo uno encuentra borrachos que peregrinan hacia sus respectivos hoteles y campings, y que terminan, los más, perdidos durmiendo en la playa. Una vez Remo atravesó la calle y me preguntó por entre las rejas si el trabajo iba bien. Dije que sí y nos dimos las buenas noches. No hablábamos mucho, él casi no aparecía por el camping. Era Bobadilla el que venía cada tarde, antes de que empezara mi turno, y se quedaba un rato mirando los libros y los ficheros. Con Bobadilla nunca llegué a intimar, cada quince días recibía mi paga y allí terminaba nuestro trato, un trato cortés, eso sí. Remo y Bobadilla, éste en menor grado, eran apreciados por sus empleados: pagaban bien y sabían mostrarse comprensivos si alguna vez surgía un problema. Los recepcionistas, una chica de Z y un peruano que también era el electricista, y las tres mujeres de la limpieza, entre las que había una senegalesa que sólo sabía decir en español hola y adiós, trabajaban, dentro de lo que cabe, en un ambiente distendido que incluso propiciaba los romances: el peruano y la recepcionista tenían un asunto amoroso. En cualquier caso los problemas entre empleados y patronos eran mínimos y los problemas entre empleados no existían. Una de las posibles causas de esta armonía podía ser lo atípico del grupo que allí laborábamos: tres extranjeros sin permiso de trabajo y tres españoles viejos a los que ya no querían en ningún sitio, y el cupo quedaba casi completo. Ignoro si en el resto de los negocios de Remo las plantillas tenían características similares, supongo que no. De las mujeres de la limpieza sólo Miriam, la senegalesa, dormía fuera del camping. Las otras dos, Rosa y Azucena, eran del cinturón de Barcelona y dormían en una tienda familiar de dos habitaciones cerca del lavabo principal. Hermanas y viudas, complementaban su jornal con limpiezas a domicilio a cargo de una agencia de alquiler de pisos. Aquel era el primer verano que estaban en el Stella Maris; el año anterior habían trabajado para otro camping de Z del que fueron despedidas a causa de su pluriempleo que en ocasiones las obligaba a ausentarse cuando más se las necesitaba. Pese a que cada una trabajaba un promedio de 15 horas diarias aún les sobraba tiempo, por las noches, para tomarse unas copitas a la luz de una bombilla de butano, sentadas en sillas de plástico a la puerta de su tienda mientras espantaban mosquitos y conversaban de sus cosas. Básicamente de lo guarros que son los seres humanos. La mierda, maleable, casi un lenguaje que intentaban vanamente desenmarañar, se hallaba presente en todas sus sobremesas nocturnas. Por ellas supe que la gente se cagaba en las duchas, en el suelo, a ambos lados de la taza del retrete y en el bordillo de ésta, operación de equilibrio preciso, no exenta de cierto virtuosismo sencillo y profundo. Con mierda escribían en las puertas y con mierda ensuciaban los lavamanos. Mierda primero cagada y luego acarreada hacia lugares simbólicos y vistosos: el espejo, la bomba de incendio, los grifos; mierda amasada y luego pegoteada formando figuras de animales (jirafas, elefantes, el ratón Mickey), lemas futbolísticos, órganos del cuerpo (ojos, corazones, penes). El colmo de la indignación, para las hermanas, era que en el lavabo de mujeres ocurría lo mismo, si bien con menor incidencia y con algunos detalles significativos que hacían recaer sobre una persona en particular la autoría de tales excesos. Una "guarra malvada" que estaban dispuestas a cazar. Para tal fin las hermanas montaron, junto con la senegalesa, una discreta vigilancia basada en el tenaz y aburrido método del descarte. Es decir, se fijaban atentamente en quienes hacían uso de los lavabos e inmediatamente después ellas entraban a verificar el estado en que los habían dejado. Así descubrieron que las tropelías fecales ocurrían a una cierta hora de la noche y la principal sospechosa resultó ser una de las dos mujeres que yo solía ver en la terraza del bar. Roza y Azucena levantaron la denuncia ante los recepcionistas y éstos se lo dijeron al Carajillo y el Carajillo me lo dijo a mí, que hablara con la susodicha y que buenamente, y sin ofender, hiciera lo que pudiera. El encargo no era fácil, como ustedes comprenderán. Aquella noche esperé en la terraza hasta que todos se hubieran ido. Como siempre, las dos mujeres fueron las últimas en marcharse, sentadas en el extremo opuesto a mi mesa, semiocultas bajo un árbol enorme cuyas raíces habían resquebrajado el cemento de la terraza. ¿Cómo se llaman esos árboles? ¿Plátanos? ¿Pinos Reales? No lo sé. Me acerqué a ellas llevando mi taza en una mano y mi linterna de vigilante en la otra; sólo cuando estuve a menos de un metro dieron muestras de haber notado mi presencia. Pregunté si podía tomar asiento junto a ellas. La vieja soltó una risotada y dijo por supuesto, cómo no, guapete del pelo. Ambas tenían las manos limpias. Ambas parecían disfrutar del frescor de la noche. ¿Qué podía decir yo? Sólo bobadas. Una atmósfera de extraña dignidad las cubría, protegiéndolas. La joven era silenciosa y oscura. La vieja, por el contrario, era parlanchina y tenía el color de la luna, de una luna astillada que se venía abajo. ¿De qué hablaban aquella primera vez? No lo recuerdo. Ni siquiera un minuto después de dejarlas habría podido recordarlo. Con nitidez, con extrema nitidez, sólo aparecen las risas de la vieja y los ojos planos de la joven. ¿Como si se mirara hacia dentro? Tal vez. ¿Como si les hubiera dado vacaciones, a los ojos? Tal vez, tal vez. Y la vieja mientras tanto hablaba y sonreía, palabras enigmáticas, como en clave, como si todo lo que allí había, los árboles, la superficie irregular de la terraza, las mesas desocupadas, los reflejos perdidos en la marquesina del bar, se estuvieran borrando progresivamente y sólo ellas dos lo advirtieran. Pensé que una mujer así no podía haber hecho aquello que se le imputaba y que si lo hubiera hecho sus razones tendría. Arriba, sobre las ramas de los árboles, entre la tembladera de hojas, las ratas del camping realizaban sus ejercicios nocturnos. (¡Ratas y no ardillas como creí la primera noche!) Entonces la vieja comenzó a cantar, ni muy alto ni muy bajo, como si su voz, en atención a mí, también se descolgara, prudentemente, de entre las ramas. Una voz educada. Aunque yo no entiendo nada de ópera creí distinguir trozos de diferentes arias. Con todo, lo más notable era que también cantaba en distintos idiomas, fragmentos diminutos que encadenaba sin dificultad, aleteos para mi único disfrute. Y digo mi único disfrute porque la muchacha se mantuvo ausente durante todo el tiempo. A veces se llevaba la punta de los dedos a los ojos, y nada más. Enferma entre los trinos de la cantante, se mantenía dueña de una notable fuerza de voluntad que la abstuvo de toser mientras la vieja cantaba. ¿Nos miramos a la cara en algún momento? No, creo que no, aunque es posible. Y si la miré pude notar que su rostro tenía la virtud de la goma de borrar. ¡Se iba y volvía! Tanto, y de forma tan pronunciada, que hasta el alumbrado del camping comenzó a parpadear, a crecer y disminuir, ignoro si al ritmo de mis encuentros con su cara o siguiendo el diapasón de la voz de la cantante. Durante un instante sentí algo semejante al arrebato: las sombras se alargaban, las tiendas se hinchaban como tumores incapaces de despegarse de la gravilla, el brillo de los coches se metalizaba hasta el dolor puro. Lejos de la terraza, en el cruce que conduce al exterior, vi al Carajillo. Parecía una estatua aunque supe que sin duda nos observaba desde hacía rato. Entonces la vieja dijo algo en alemán y cesó el canto. ¿Qué te ha parecido, guapete del pelo? Dije que muy bueno y me levanté. La muchacha no alzó la mirada de su taza. Hubiera deseado invitarlas a beber o a comer, pero el bar del camping hacía mucho que estaba cerrado. Les deseé buenas noches y me marché. Al llegar al cruce el Carajillo ya no estaba. Lo encontré sentado en la recepción. Tenía la tele encendida. Me preguntó, como sin darle importancia, qué había pasado. Dije que no creía que aquella mujer fuera la cagona que buscaban Rosa y Azucena. Recuerdo que el programa era una retransmisión de un torneo de golf desde Japón. El Carajillo me miró con tristeza y dijo que sí, que había sido ella, pero que no tenía importancia. ¿Qué íbamos a decirles a las mujeres de la limpieza? Les diríamos que estábamos en ello, que había más sospechosas, que aquél era un asunto para reflexionar, ya se nos ocurriría algo…

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