– Ya lo tenemos -dijo en voz baja-. Vamos.
A mí me resultaba cruel abandonar a la anciana en aquel momento, pero Neirs desestimó mis reparos. «Vamos», repitió, apretándome el brazo. Había algo en su expresión que me alarmaba, como si el hallazgo que había realizado fuera particularmente valioso, y decidí obedecer. Salimos en silencio de la habitación y mientras lo hacíamos miré hacia atrás: Rosalía Guerrero continuaba, imperturbable, golpeando con sus índices las teclas de la máquina naranja, el mentón apoyado en el pecho, los ojos cerrados. Cuando pienso en ella, ésta es la imagen que una y otra vez acude a mi memoria. Y vuelvo a escuchar el inexorable picoteo del teclado, y sueño que Rosalía sigue desafiando la eternidad con su palabra impronunciable -BRAULIOROSABRAULIOROSAYOÉLYO ELLAYOÉLYOELLA-, con ese puente lento tendido entre ella y su amor sobre el vacío de la hoja, ese devenir inútil, el esfuerzo vacuo de la escritura, que a mí mismo, ahora, mientras narro esto (que no es novela, ni crónica real, ni diario, ni nada que se le parezca, ya encontraré algún nombre que lo defina), me espanta y desespera.
– Ah, pero algo debemos agradecerle a la señora Guerrero -dijo Neirs mientras nos dirigíamos al ascensor-. Ya lo tenemos, señor Cabo, por fin. Aquí está. Diminuta, pero aquí está.
– ¿Qué? -pregunté, confundido.
Los dos detectives hablaban a la vez, entusiasmados. «Un esbozo de solapa.» «Una solapa minúscula.» «Apenas una sombra, pero aquí está.»
– Léalo. -Neirs me entregó el cuaderno abierto por una de las hojas-. Ahora se comprende por qué la señora Guerrero no publicó las horas siguientes.
Contenía un largo párrafo. Me detuve en la calle a leerlo. La letra era azul y nerviosa. (Sin duda, Rosalía no había tenido tiempo de pasarlo a máquina.) Ya nunca más volví a ser el mismo después de descifrar aquel texto. Todas mis sospechas de los últimos días se veían horriblemente confirmadas. En mi interior se hizo la luz: pero fue el fulgor súbito y mortal de un rayo.
Son las once y media. Acaba de salir del restaurante la mujer del vestido negro, no la que parece una modelo sino la otra. Lleva en la mano algo blanco: una rama artificial de laurel. Cruza la calle, se dirige a su coche… ¡Oh! ¡Ha sucedido muy rápido! ¡El hombre ha salido de la oscuridad, como una pantera, le ha tapado la boca y la ha empujado al interior del coche tras un rápido forcejeo!… La calle está vacía, nadie lo ve… ¡Sí! ¡Alguien más ha salido del restaurante y lo ha visto todo! Es el individuo barbudo de las gafas… Grita algo, intenta impedir que el secuestro se produzca, pero en vano… El coche arranca y se aleja, conducido por el hombre… El barbudo de las gafas se dirige entonces a su propio vehículo… Al parecer, ha decidido perseguir al secuestrador… Pronto, la calle queda en silencio… ¡Dios mío! ¿Quién va a creer a una vieja borracha como yo cuando decida contar todo esto? ¡No, no debo seguir!
Al terminar de leer sentí frío. Mis dientes castañeteaban. Me apoyé en una pared, dominado por el vértigo.
– Ahora lo entiendo todo -balbucí-. Yo vi a esa mujer en el restaurante… Quise seguirla cuando se marchó, por eso interrumpí el párrafo donde la describía… Pero al salir, observé cómo ese tipo la secuestraba… Entonces lo perseguí… y tuve el accidente.
– ¿Recuerda algo por fin? -preguntó Neirs. Me esforcé en vano. Mi cerebro era una bruma. Las imágenes que distinguía -ELLA saliendo del restaurante; ELLA, golpeada y arrojada a su propio coche; el misterioso secuestrador- eran las mismas, lector, que tú podrías invocar con la lectura. Moví la cabeza.
– No, aún nada. Pero es fácil deducirlo, ¿no cree?…
Neirs lanzó un suspiro.
– Bueno, lo del secuestro es una posibilidad -convino-, pero ya ha visto usted el estado en que se encontraba la señora Guerrero… No podemos fiarnos por completo de lo que escribió…
– Además, yo he leído algunas de las novelas de Cauno -terció Virgilio, desdeñoso-: el tópico de la mujer secuestrada es uno de sus preferidos.
– ¡Pero ustedes decían que aquí hay una solapa! -protesté.
– Y la hay, o puede haberla -asintió Neirs-. Muy pequeña, desde luego.
– La rama de laurel -dijo Virgilio.
– ¿Qué?
– ¿No se da cuenta? -exclamó Neirs-. ¡El adorno de la mesa 15! Rosalía dice que la mujer llevaba una de las ramas de laurel en la mano al salir de La Floresta. Sin duda se la regalaron, o ella la pidió como recuerdo.
Los dos detectives se disponían a cruzar la calle en dirección al restaurante. Parecían muy animados.
– Comprobaremos si falta alguna de las ramas de la mesa 15 -dijo Neirs-. No creo que las repongan con frecuencia, y la ausencia de un ejemplar se descubrirá enseguida, porque entre todos componen el texto de un autor clásico cualquiera… Fíjese qué coincidencia más afortunada. -Se detuvo y me miró fijamente-. Si faltara alguna, ello significaría que lo que escribió Rosalía Guerrero tiene muchas probabilidades de ser cierto… Lo cual equivaldría a decir, señor Cabo, que su teoría es correcta: que alguien ha secuestrado a esa mujer, falsificado los párrafos que la mencionan y asesinado al poeta… Un plan fríamente calculado, casi perfecto… pero la rama de laurel lo delatará.
XI LO QUE ESCRIBIÓ OVIDIO
Estaba abierto, pese al temor que al principio me acometió (porque eran casi las 4 de la tarde de un domingo). Pero mientras bajábamos las escaleras me di cuenta de que algo extraño sucedía. No escuchaba música ni bordoneo de conversaciones, sólo un oleaje de vajilla agitada. Cuando llegamos al salón, me detuve, incrédulo. Parecía haber soportado los trabajos de una pesada orgía: aristas de platos rotos; manteles sucios y retorcidos; sillas volcadas. El aire conservaba el recuerdo de una comida larga e impetuosa. Los clientes se habían marchado ya; sólo quedaban los camareros, cansados, entristecidos, mirándonos con indiferencia. Nos precipitamos hacia la mesa 15, y entonces un extraño gusano, ciego y piramidal, asomó por el borde y reptó sobre el mantel. Era una nariz. Iba seguida de la vena pulsátil, el gastado pelo y los ojos tristes de Felipe, el encargado. Se hallaba agachado recogiendo algo del suelo.
– Los han roto -decía, lastimero-. Los han roto todos…
No tardé en comprobar que se refería a los laureles. Había hojas sueltas sobre el mantel y las sillas. Su mano coleccionaba un pequeño montón. El lector sabrá entenderme si digo que casi sufrí un desmayo: sólo el oportuno respaldo de una silla previno mi caída. Por supuesto que influía el cansancio de las últimas jornadas, pero aquel desastre final me superaba. ¡Tanto esfuerzo en vano! ¡Ya no había forma de saber si faltaba una rama, porque todas estaban rotas y entremezcladas!
– ¿Cómo ha sucedido esto? -preguntó Neirs, a quien Felipe saludó, como a mí, con extremada cortesía.
– Ya ve usted, un autocar de turistas… Nosotros casi nunca recibimos turistas, pero hoy, por ser domingo… Y lo peor de todo es que no querían escribir: sólo comer, beber y bailar sevillanas. Yo les decía que La Floresta Invisible es un lugar delicado, que aquí todo es muy frágil, de papel, pero mientras más serio me ponía, más se reían ellos… -Se interrumpió y su nariz inició un descenso de cañón inservible-. No quiero mentirles, señores: este local no va bien. Debido a nuestra oferta, ya saben, la posibilidad de escribir mientras se come, la mayoría de nuestros clientes son personas solitarias… Pero de vez en cuando hemos de plegarnos a las exigencias de la vida: celebraciones, comidas de empresa, turistas… En resumen: tuvimos que aguantarlos…
En la mesa 15, explicó, se había sentado un trío de jovencitas yanquis. Tras pulirse la primera jarra de sangría, se dedicaron a descuartizar las ramas de laurel y colocárselas en el pelo, en las orejas o entre los dientes, muertas de risa. Cuando Felipe las llamó al orden, el guía del grupo le entregó unos dólares. «Creen que todo puede arreglarse así», se quejaba. Se consideraba culpable por haber aceptado aquellos papeles a cambio de los otros. «Papel por papel -decía-, pero los laureles eran arte y el dinero sólo es dinero.» Para desahogarse, lo había anotado todo en su libreta, que se apresuró a sacar y mostrarme. Calificaba lo sucedido como «el segundo acontecimiento más importante de su vida» después de mi visita. Intenté consolarlo a pesar de mi propio estado de ánimo. En cuanto a Neirs y su ayudante, ya no le prestaban atención: se habían dedicado a recoger las hojas y agruparlas sobre la mesa.
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