Roberto Bolaño - El Gaucho Insufrible

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Roberto Bolaño, ese escritor que, como ha escrito Vila-Matas, «abre brechas por las que habrán de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio», ha reunido en este libro cinco cuentos y dos conferencias. Entre los cuentos, todo ellos imprescindibles, encontramos El gaucho insufrible, es decir, la aventura de Héctor Pereda, un ejemplar abogado argentino que se reconvirtió en gaucho de las pampas, o El policía de las ratas, las andanzas de Pepe el Tira, sobrino de la mítica Josefina la Cantora, y detective en un mundo de alcantarillas. De las dos conferencias, Literatura + enfermedad = enfermedad, es un espléndido entramado de humor e inteligencia, y en Los mitos de Chtulu, con una ironía a veces muy sutil y otras bastante sanguinaria, Bolaño hace rodar unas cuantas cabezas de la escena literaria.
`Busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes.` En boca de Jim, protagonista del breve relato homónimo que abre El gaucho insufrible, esta declaración de principios se ajusta al pie de la letra a la búsqueda de su creador, Roberto Bolaño (1953-2003). Una búsqueda que, truncada prematuramente por un mal hepático que por desgracia no tuvo remedio -W. G. Sebald (1944-2001), otro autor muerto en plena posesión de sus facultades narrativas, es una dolorosa referencia inmediata-, dejó como legado una docena de libros, escritos en su mayoría a partir de la década de los noventa (Amberes data de 1980, Monsieur Pain, de 1982), que han venido a ventilar el paisaje un tanto estancado de la literatura en nuestro idioma. Una búsqueda que arrancó de un centro -el exilio como la condición sine qua non del hombre moderno- para luego desplazarse hacia el margen de la mano de seres nómadas, desterrados del mundo y de sí mismos, al igual que el Wakefield hawthorneano, que vagan por `carreteras solitarias que [parecen] carreteras posnucleares y que [ponen] los pelos de punta`. Una búsqueda que, pésele a quien le pese, se alejó de esa generación de la clase media a la que sólo le interesa `el éxito, el dinero, la respetabilidad`, y aplicó el consejo de Baudelaire de lanzarse `al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo`. (Curioso que haya quienes sostengan, como Guillermo Samperio en Nexos, que Bolaño `es un narrador con recursos más bien limitados con los que aborda temas que reflejan sus preocupaciones y obsesiones`, cabría preguntar si existe algún escritor que aborde temas que no le preocupen o le obsesionen. Samperio va más allá al decir que siempre esperó que Bolaño madurara, `pero la malaria de la simple soberbia, esa salteadora rapaz, se lo impidió`. Por fortuna, soberbia simple o compleja aparte, hay autores de la talla de Susan Sontag, para nada amigos de Bolaño, que han opinado con entusiasmo de su obra, en un artículo publicado en The New York Times Magazine, Francisco Goldman, que tampoco conoció al chileno, señala que éste `escribió de algún modo en la forma que Martin Amis llama la `autobiografía superior`: con el electrizante ingenio en primera persona de un Saul Bellow y una visión propia, extrema y subversiva`. Nada de malaria: fue un hígado en pésimas condiciones lo que impidió que Bolaño continuara madurando la indomable subversión patente en sus libros.)
Pero vayamos al grano, o como leemos en `Literatura + enfermedad = enfermedad`, una de las dos demoledoras conferencias incluidas en El gaucho insufrible, `acerquémonos por un instante a ese grano solitario que el viento o el azar ha dejado justo en medio de una enorme mesa vacía`. No es fácil hablar de un título póstumo, menos aún si el autor de dicho título acaba de fallecer, la muerte da a esas páginas un aura inconclusa, una sensación de lo-que-pudo-haber-sido, que tardará un tiempo en despejarse. Queda claro, sin embargo, lo que El gaucho insufrible es: otra prueba de la habilidad de Bolaño, ese solitario que se ganó a pulso un sitio de honor en la mesa de la narrativa iberoamericana y que, paradójica, venturosamente, siempre estuvo bien acompañado por sus lecturas múltiples y obsesivas, palpables en los epígrafes que pueblan su obra. Aunque no sólo en los epígrafes, Kafka, por ejemplo, inaugura El gaucho…, pero su presencia benéfica se extiende a uno de los cinco cuentos (`El policía de las ratas`, fábula kafkiana donde las haya) y al cierre de `Literatura + enfermedad = enfermedad`. Sigamos: Borges, Di Benedetto y Bianco, gran tríada argentina unida por la B que comparte Bolaño, sobrevuelan el relato que bautiza el volumen, Juan Dahlmann, el alter ego borgesiano de `El sur`, reencarna en Héctor Pereda, el abogado que en un arranque digno de Paul Gauguin opta por renunciar a la civilización. (Mientras que Di Benedetto aparece aludido en una línea, Bianco, otro observador del universo de los roedores como demuestra su novela Las ratas, se convierte en el caballo de Pereda: un antihomenaje delicioso que ilustra el humor bolañiano.) En `Dos cuentos católicos`, el encuentro entre un joven que aspira a ser sacerdote y un asesino en pos de la santidad, trasunto del torturado San Vicente, recupera el flujo policiaco que nutre otros libros de Bolaño. En `El viaje de Álvaro Rousselot`, los ecos de El tañido de una flauta, de Sergio Pitol, se suman a una crítica sagaz del círculo cultural que cristaliza en una frase: `Las promesas más rutilantes de cualquier literatura, ya se sabe, son flores de un día, y aunque el día sea breve y estricto o se alargue durante más de diez o veinte años, finalmente se acaba.`
Fieles, por supuesto, a las preocupaciones y obsesiones que refleja la obra de Bolaño -entre otras, la realidad como un telón lleno de rasgaduras ominosas que pueden ser un tragafuegos del df, unos conejos feroces, unas camas de manicomio o un elevador con una camilla vacía-, los textos de El gaucho insufrible constituyen en sí mismos una crítica a ciertos modos narrativos a los que se les da una saludable vuelta de tuerca. Una crítica que, aunque trasladada a veces al orbe de los sueños -otro rasgo característico del chileno: una lluvia de sillones incendiados sobre Buenos Aires, un extraño virus que infecta las ratas, un Pen Club repleto de clones de un autor-, está firmemente plantada en este mundo merced a una ironía filosa como la guillotina de `Los mitos de Chtulhu`, la conferencia que clausura el volumen, con la que ruedan las cabezas de varios landmarks literarios de España y Latinoamérica. Si, según leemos, `para viajar de verdad los viajeros no deben tener nada que perder`, Roberto Bolaño fue entonces un viajero cabal: un nómada que, pese a ser proclive a los rituales del sedentarismo, no dudó en tomar la mano de Baudelaire para perderse en territorios desconocidos -incluso incómodos- a ver qué hallaba, a ver qué sucedía. Un viajero insomne que, desde su estudio en Blanes, en tanto los demás dormíamos, atendió el llamado de su propia, inconfundible odisea: `Mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto.~`

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ENFERMEDAD Y DIONISO

Aunque la verdad de la verdad, la puritita verdad, es que me cuesta mucho admitirlo. Esa explosión seminal, esos cúmulos y cirros que cubren nuestra geografía imaginaria, terminan por entristecer a cualquiera. Follar cuando no se tienen fuerzas para follar puede ser hernioso y hasta épico. Luego puede convertirse en una pesadilla. Sin embargo no hay más remedio que admitirlo. Miren, por ejemplo, las cárceles de México. Aparece un tipo no precisamente agraciado, chaparro, seboso, panzón, bizco, y que encima es malo y huele mal. Este tipo, cuya sombra se desplaza con una lentitud exasperante por las paredes de la cárcel o por los pasillos interiores de la cárcel, al poco tiempo de estar allí se hace amante de otro tipo, igual de feo pero más fuerte. No ha habido un romance prolongado, un romance lleno de pasos y de estaciones. No ha habido una afinidad electiva tal como la entendía Goethe. Ha sido un amor a primera vista, primario, si ustedes quieren, pero cuya finalidad no difiere mucho de la finalidad buscada por tantas parejas normales o que nos parecen normales. Son novios. Sus galanteos, sus deliquios, son como radiografías. Follan cada noche. A veces se pegan. Otras veces se cuentan sus vidas, como si fueran amigos, aunque en realidad no son amigos sino amantes. Los domingos, incluso, ambos reciben las visitas de sus respectivas mujeres, que son tan feas como ellos. Obviamente ninguno de los dos es lo que llamaríamos un homosexual. Si alguien se lo echara en cara probablemente ellos se enojarían tanto, se sentirían tan ofendidos, que primero violarían brutalmente al ofensor y luego lo asesinarían. Esto es así. Víctor Hugo, que según Daudet era capaz de comerse una naranja entera de un solo bocado, prueba máxima de salud, según Daudet, típico gesto de cerdo, según mi mujer, dejó escrito en Los miserables que la gente oscura, la gente atroz, es capaz de experimentar una felicidad oscura, una felicidad atroz. Según creo recordar, pues Los miserables es un libro que leí en México hace muchísimos años y que dejé en México cuando me fui de México para siempre y que no pienso volver a comprar ni a releer, pues no hay que leer ni mucho menos releer los libros de los cuales se hacen películas, y creo que de Los miserables se hizo hasta un musical. Esa gente atroz, como decía, cuya felicidad es atroz, son aquellos rufianes que acogen a Cosette cuando Cosette aún es una niña, y que encarnan a la perfección no sólo el mal y la mezquindad de cierta pequeña burguesía o de aquello que aspira a formar parte de la pequeña burguesía, sino que con el paso del tiempo y los avances del progreso encarnan, a estas alturas de la historia, a casi la totalidad de lo que hoy llamamos clase media, una clase media de izquierda o de derecha, culta o analfabeta, ladrona o de apariencia proba, gente provista de buena salud, gente preocupada en cuidar su buena salud, gente exactamente igual (probablemente menos violenta y menos valiente, más prudente, más discreta) que los dos pistoleros mexicanos que viven su amor encerrados en un penal. Dioniso lo ha invadido todo. Está instalado en las iglesias y en las ONG, en el gobierno y en las casas reales, en las oficinas y en los barrios de chabolas. La culpa de todo la tiene Dioniso. El vencedor es Dioniso. Y su antagonista o contrapartida ni siquiera es Apolo, sino don Pijo o doña Siútica o don Cursi o doña Neurona Solitaria, guardaespaldas dispuestos a pasarse al enemigo a la primera detonación sospechosa.

ENFERMEDAD Y APOLO

¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está enfermo, grave.

ENFERMEDAD Y POESÍA FRANCESA

La poesía francesa, como bien saben los franceses, es la más alta poesía del siglo XIX y de alguna manera en sus páginas y en sus versos se prefiguran los grandes problemas que iba a afrontar Europa y nuestra cultura occidental durante el siglo XX y que aún están sin resolver. La revolución, la muerte, el aburrimiento y la huida pueden ser esos temas. Esa gran poesía fue escrita por un puñado de poetas y su punto de partida no es Lamartine, ni Hugo, ni Nerval, sino Baudelaire. Digamos que se inicia con Baudelaire, adquiere su máxima tensión con Lautréamont y Rimbaud, y finaliza con Mallarmé. Por supuesto, hay otros poetas notables, como Corbiére o Verlaine, y otros que no son desdeñables, como Laforgue o Catulle Mendés o Charles Cros, e incluso alguno no del todo desdeñable como Banville. Pero la verdad es que con Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud y Mallarmé ya hay suficiente. Empecemos por el último. Quiero decir, no por el más joven sino por el último en morir, Mallarmé, que se quedó a dos años de conocer el siglo XX. Este escribe en Brisa Marina:

La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído.
¡Huir! ¡Huir! Presiento que en lo desconocido
de espuma y cielo, ebrios los pájaros se alejan.
Nada, ni los jardines que los ojos reflejan
sujetará este pecho, náufrago en mar abierta
¡oh, noches!, ni en mi lámpara la claridad desierta
sobre la virgen página que esconde su blancura,
y ni la fresca esposa con el hijo en el seno.
¡He de partir al fin! Zarpe el barco, y sereno
meza en busca de exóticos climas su arboladura.
Un hastío reseco ya de crueles anhelos
aún suena en el último adiós de los pañuelos.
¡Quién sabe si los mástiles, tempestades
[buscando,
se doblarán al viento sobre el naufragio,
cuando perdidos floten sin islotes ni derroteros!…
¡Más oye, oh corazón, cantar los marineros!

Un bonito poema. Nabokov le habría aconsejado al traductor no mantener la rima, dar una versión en verso libre, hacer una versión feísta, si Nabokov hubiera conocido al traductor, Alfonso Reyes, que para la cultura occidental poco significa pero que para esa parte de la cultura occidental que es Latinoamérica significa (o debería significar) mucho. ¿Pero qué quiso decir Mallarmé cuando dijo que la carne es triste y que ya había leído todos los libros? ¿Que había leído hasta la saciedad y que había follado hasta la saciedad? ¿Que a partir de determinado momento toda lectura y todo acto carnal se transforman en repetición? ¿Que lo único que quedaba era viajar? ¿Que follar y leer, a la postre, resultaba aburrido, y que viajar era la única salida? Yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad, del combate que libra la enfermedad contra la salud, dos estados o dos potencias, como queráis, totalitarias; yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad revestida con los trapos del aburrimiento. La imagen que Mallarmé construye sobre la enfermedad, sin embargo, es, de alguna manera, prístina: habla de la enfermedad como resignación, resignación de vivir o resignación de lo que sea. Es decir está hablando de derrota. Y para revertir la derrota opone vanamente la lectura y el sexo, que sospecho que para mayor gloria de Mallarmé y mayor perplejidad de Madame Mallarmé eran la misma cosa, pues de lo contrario nadie en su sano juicio puede decir que la carne es triste, así, de esa forma taxativa, que enuncia que la carne sólo es triste, que la petit morte, que en realidad no dura ni siquiera un minuto, se extiende a todos los gestos del amor, que como es bien sabido pueden durar horas y horas y hacerse interminables, en fin, que un verso semejante no desentonaría en un poeta español como Campoamor pero sí en la obra y en la biografía de Mallarme, indisolublemente unidas, salvo en este poema, en este manifiesto cifrado que sólo Paul Gauguin se tomo al pie de la letra, pues que se sepa Mallarmé no escuchó jamás cantar a los marineros, o si los escuchó no fue, ciertamente, a bordo de un barco con destino incierto. Y menos aún se puede afirmar que uno ya ha leído todos los libros, pues incluso aunque los libros se acaben nunca acaba uno de leerlos todos, algo que bien sabía Mallarmé. Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz. ¿Y qué le queda a Mallarmé en este ilustre poema, cuando ya no le quedan, según él, ni ganas de leer ni ganas de follar? Pues le queda el viaje, le quedan las ganas de viajar. Y ahí está tal vez la clave del crimen. Porque si Mallarmé llega a decir que lo que queda por hacer es rezar o llorar o volverse loco, tal vez habría conseguido la coartada perfecta. Pero en lugar de eso Mallarmé dice que lo único que resta por hacer es viajar, que es como si dijera navegar es necesario, vivir no es necesario, frase que antes sabía citar en latín y que por culpa de las toxinas viajeras de mi hígado también he olvidado, o lo que es lo mismo, Mallarmé opta por el viajero con el torso desnudo, por la libertad que también tiene el torso desnudo, por la vida sencilla (pero no tan sencilla si rascamos un poco) del marinero y del explorador que, a la par que es una afirmación de la vida, también es un juego constante con la muerte y que, en una escala jerárquica, es el primer peldaño de cierto aprendizaje poético. El segundo peldaño es el sexo y el tercero los libros. Lo que convierte la elección mallarmeana en una paradoja o bien en un regreso, en un volver a empezar desde cero. Y llegado a este punto no puedo, antes de volver al ascensor, dejar de pensar en un poema de Baudelaire, el padre de todos, en el que éste habla del viaje, del entusiasmo juvenil del viaje y de la amargura que todo viaje a la postre deja en el viajero, y pienso que tal vez el soneto de Mallarmé es una respuesta al poema de Baudelaire, uno de los más terribles que he leído, el de Baudelaire, un poema enfermo, un poema sin salida, pero acaso el poema más lúcido de todo el siglo XIX.

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