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José Somoza: La Caja De Marfil

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José Somoza La Caja De Marfil

La Caja De Marfil: краткое содержание, описание и аннотация

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La extraña desaparición de una adolescente en un pequeño pueblo de la costa andaluza sirve de excusa al autor, José Carlos Somoza, para indagar en las miserias del ser humano. Como toda desaparición repentina que se precie, ésta viene acompañada de una nota. En esta ocasión reza así: `Nunca regresaré, y si me buscas, me hallarás muerta`. Este es el punto de partida de una investigación ardua que descubrirá los entresijos de una sociedad corrupta. La novela `La caja de marfil` se aproxima a una cada vez más literaria realidad a través del género policiaco, construyendo un relato con más fuerza en el aspecto psicológico de los personajes que en la historia en sí. `La caja de marfil` es una lucha entre la realidad y la ficción, un tira-y-afloja para ver quién supera a quién. De este factor se sirve Somoza para que los acontecimientos narrados confundan al lector, haciendo que éste no sepa dónde terminan los límites ficticios y dónde comienzan los reales. La corrupción empresarial, la violencia de las bandas juveniles o la existencia de mafias organizadas y protegidas por el poder, son elementos que hacen evolucionar la trama pero también son ejemplos del acercamiento del autor a la realidad. Un viejo asesino a sueldo y una profesora de instituto (profesora, además, de la chica desaparecida) son los protagonistas de la novela, pero también son el reflejo de una vida marcada por los sueños no realizados de la infancia. Él esclavo de sí mismo, y ella en una búsqueda incesante de la felicidad, constituyen el aspecto más desconocido del pensamiento humano. Ambos van escribiendo, a través de flash-backs y reflexiones, el diario de su propia existencia. Juan Carlos Somoza recurre, también, a la fantasía para decorar la narración. Fragmentos de los cuentos escritos por Soledad (el nombre hace clara referencia a la personalidad se su propietaria), la chica desaparecida, dibujan, en muchas ocasiones, el sentir de la protagonista. El valor simbólico, y mágico, de la caja de marfil (que aparte del título de la novela es también uno de los elementos de referencia de la historia) eleva la historia a lo poético y literario dejando atrás el carácter terrenal y real de la trama. Como novela de intriga `La caja de marfil` consigue su objetivo primordial, atrapar al lector hasta la última página, gracias a las pequeñas pistas que van surgiendo, con cuentagotas, en torno a la investigación de los protagonistas. Sin embargo no hubiera estado de más un desenlace más original, ya que desmerece al, muy bien llevado, desarrollo de los acontecimientos.

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Durante un rato luchó por darle forma. Pero el momento pasó: Quirós lo atribuyó a la edad. Cuando uno envejece desea, a veces, comprender la vida. A él debía de haberle ocurrido algo parecido, había deseado comprender la vida. Lo que le intrigaba era que nunca deseaba comprenderla sino ganársela, de modo que aquel instante se convirtió, para Quirós, en un soplo, un argumento vacío, algo que flota sin necesidad de superficie.

Pero ya había decidido lo que iba a hacer. Durante las semanas siguientes se entregó a una tarea infatigable. Visitó perreras, hoteles caninos, sociedades protectoras, anfiteatros anatómicos y laboratorios donde unos bichos eran sacrificados para salvar a otros. Habló con posibles testigos, recorrió calles y parques públicos. En las tardes de niebla vigilaba las proximidades de la casa de los Fuentes Waksman pensando que un perro, como un criminal, podía volver al lugar del delito. Elaboró una lista con los propietarios de canes blancos de Madrid. Puso decenas de anuncios, revisó muchos más. Por fin, tras cuatro meses de búsqueda infructuosa, hubo de admitir que, quizá, no iba a verse recompensado con el éxito. Sueño se había perdido para siempre. Sueño jamás volvería. Sueño había subido al cielo de los perros. Con todo, en ocasiones pensaba que aquella investigación no había hecho sino empezar. Cada cierto tiempo telefoneaba al portavoz de los Fuentes Waksman para asegurarle que no había abandonado. Los últimos meses le colgaban. Pero seguía buscando, y seguía llamando.

Luego vinieron los sueños. Soñaba que perseguía a un perro blanco. Lo veía quieto en el extremo de un callejón o lo alto de un monte (que parecía nevado, pero era el perro), incluso el borde del mar. Hacia ese punto se lanzaba Quirós diciéndose: «Esta vez te atraparé». Y el perro, fúlgido como un ángel, cegador, aguardaba hasta el último instante como diciéndole: «Esta vez dejaré que me atrapes». Pero cuando Quirós se abalanzaba sobre él, el animal desaparecía. Era como intentar tocar un arco iris. La burla se repetía a la noche siguiente, tan exacta como la órbita de los planetas. No comprendía por qué despertaba de aquellos sueños con escalofríos. Pero sabía que el mundo de los sueños era, tan solo, el mundo de los ricos para pobres. No le concedía demasiada importancia a las contradicciones y misterios de ambos mundos: se limitaba a trabajar para unos y a soñar los otros.

Aquella tarde, durante la siesta, Sueño le centelleó en el horizonte. Corrió, tendió la mano y el perro se disolvió en un revuelo de palomas. Despertó en una habitación desconocida. Estaba sudando, hacía calor, aún no había podido arreglar la ventana trabada.

En la terraza no había ninguna mujer esperándole. Se sentó en la única mesa libre que tenía sombrilla.

La terraza hacía esquina con una calle en pendiente que llevaba a la playa. Desde su mesa Quirós podía atisbar un trozo de oleaje, incluso un velero de velas blancas cabeceando con el viento. Por la pendiente subían, casi desnudos o envueltos en toallas, aquellos que ya habían renunciado al mar. Venían con paso cansino y semblante aturdido. Algunos traían heridas, como una niña que cojeaba con una rodilla en carne viva y contraía el rostro como si chupara un limón. En las demás mesas había turistas. Un trío de pelirrojas y un hombre de barba gris jugaban a las cartas, pero prestaban más atención a un guitarrista callejero de pelo pincho. Una esbelta nórdica parecía embelesada. Un gordito con bermudas hacía fotos. La señora de recepción asomaba la cabeza por la puerta del comedor, torcía el gesto y volvía a desaparecer. Las mesas las atendía un chico de cabello pajizo y expresión punteada de acné. Quirós echaba en falta a la camarera morena del mediodía.

De repente el barbudo se levantó y empezó a contonearse, provocando carcajadas estrepitosas en la pelirroja más joven. Quirós se preguntó si serían sus hijas y su mujer, pero se reían demasiado para formar una familia. El rostro del barbudo le recordó a uno de los hombres que había asesinado: Casella, se llamaba.

Casella, mira por dónde, tenía dos hijas, que junto a su esposa hacían tres, pero no eran pelirrojas. Llevaba un negocio de exportaciones entre las que se incluían películas snuff , pero su delito había consistido en pedirle dinero a quien no debía y entregárselo a quien menos debía aún. Al final había acabado debiéndolo todo. Se convirtió en un «excomulgado». A Quirós le habían dicho que lo hiciese de tal forma que Casella supiera que se lo hacían. Casella se ocultaba en un refugio de montaña y todos los días salía a pescar. Quirós lo sorprendió a solas en el río y usó una barra de hierro. Le habían sugerido treinta golpes, que era el número (con varios ceros) de pesetas que adeudaba, pero cuando ya llevaba dos y Casella se retorcía con los brazos astillados, se negó a prolongar el trabajo, más por cansancio que por otra cosa, y le encajó el tercer estacazo en la cabeza. Casella se comió su propia barba. Luego Quirós le contó eso a su cliente y lo hizo reír: el golpe había provocado que la barba se le hundiera dentro de la boca.

Pero aquellos eran otros tiempos. Ahora sus encargos, si los había, consistían en ridiculeces, a lo mejor debido a que se había hecho viejo. Seis meses antes le había dado un ahogo y un médico lo había despojado de café, alcohol y tabaco, todo a la vez, instándole asimismo a que moderara el sexo. El sexo, pensaba Quirós. Recordó que Pilar había enrojecido cuando él le refirió aquel último consejo.

Las pelirrojas y el barbudo habían iniciado una danza que el guitarrista alentaba. No se trataba de una escena especialmente interesante, pero Quirós hubiese mirado con más detenimiento las piernas de la más joven, y su culito empinado, de no ser porque, en ese preciso momento, el camarero cerró las sombrillas y el sol se abrió paso entre los callejones, rabioso de verano, deslumbrándolo pese a las gafas.

– ¿El señor Quirós? -oyó en la oscuridad. La mujer estaba envuelta en luz. -Lamento la demora. Me dormí.

– No se preocupe.

Era pequeña. No exactamente de corta estatura sino reducida, con una pequeñez que hacía pensar en una reproducción a escala de la mujer original que se encontraría en algún otro sitio. El cabello, de un rubio blanco, estaba muy peinado. Sus rasgos no eran bonitos sino extraños, con pómulos flacos y grandes ojos azules que le abultaban con sombras de insomnio. No vestía un atuendo playero sino un discreto traje chaqueta en tono perla. Quirós se sintió incómodo. Le habían dicho que era profesora, y había esperado una señora madura de expresión callosa, no aquella jovencita elegante con voz de confesionario.

– No sabe cuánto me alegro de que haya venido. Me encuentro algo nerviosa. Y asustada. De todos modos, intentaré contárselo ordenadamente. Si tiene alguna pregunta, no dude en interrumpirme. -Jugaba con el cierre de su bolso-. Me llamo Nieves Aguilar y soy profesora de secundaria en el colegio Valdelosa. Mi asignatura es Lengua y Literatura. Conocí a Soledad Olmos gracias a un cuento que escribió. Ya me habían hablado de ella: sabía que era una alumna con un gran coeficiente intelectual, casi superdotada, muy tímida. Pero dudo que hubiésemos entablado ninguna clase de relación de no haber sido por ese cuento. Suelo pedirles a mis alumnas que hagan redacciones. En Valdelosa creemos en la aplicación práctica de los conocimientos, aunque debo admitir que también pretendo que se diviertan. Soy consciente de que no consideran mi asignatura como algo primordial, así que trato de no hacerme la pesada. Odio ser pesada… Si ahora lo soy, me lo dice. He preparado esta historia para que no se me olvide ningún detalle, pero si usted cree que me enrollo, me corta. Como le decía, pedí a mis alumnas que escribieran algo. Casi todas eligieron lo mismo: hablar de sus vidas, de lo que les ocurría… Muy pocas son capaces de inventar nada. Y entonces tropecé con el cuento de Soledad. Se titulaba «La luz de la noche». Fue el primero que leí de ella. Se lo resumiré, si me permite, porque me parece fascinante… Ah, gracias. Tengo la boca seca… Y no está muy fría, menos mal.

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