– No te enrolles -cortó Fernanda- y dinos qué te han preguntado…
– Es lo curioso, porque…
Pero el carcelero de la gorra verde ya llegaba. Fernanda hizo como que se despedía de Mario hasta nunca más. Tina captó el truco.
– Dice que le han preguntado por una chica que estuvo en el albergue… -le sopló Fernanda al oído cuando Mario se alejó-. Esa que me dijiste que había desaparecido… Yo alucino. ¿Qué tenemos que ver con ella?
Nada en absoluto, admitió Tina. Pero le invadió la calma. Ese tema era aún más fácil de responder. Ya se lo sabía, y no era un asunto comprometido, a diferencia del otro. ¿Qué ha ocurrido con Soledad?, imaginó la inquisición. Y yo qué sé. No nos hicimos amigas. Le molaba más escribir que divertirse. Parecía extraterrestre. No tengo ni idea de dónde puede haber ido, quizá haya regresado a su planeta…
Fernanda había estirado las piernas en el diván, aprovechando que estaban solas. Mascaba el chicle como si se tratara de devorar a alguien a quien odiaba.
El lunes por la mañana Quirós regresó a la tienda. El tendero ya le había preguntado sobradas veces qué le había pasado en la cara y en aquel momento no lo hizo. Quirós compró yogures, una barra de pan, un cuarto de jamón, y una caja de bolsas de té de azahar. También adquirió revistas y fascículos de algo (con tal que fuera lectura, a ella le gustaría). Asintió brevemente a los comentarios del tendero sobre los sucesos de la noche del sábado («Habría que encerrar a todos esos gamberros racistas») y salió cargado con las bolsas. Las dejó en manos de la camarera del hostal y se marchó de nuevo: tenía cita en el ayuntamiento con el experto que Olmos había enviado, debía apresurarse.
Pero no se apresuraba. El jadeo le impedía acelerar en las obligadas cuestas. Y, como no había conseguido pegar ojo en toda la noche debido a un ahogo que había sufrido al tumbarse, se dormía andando. Pensó que quizá era consecuencia de la paliza. Cuando un hombre no sirve ni para soportar una paliza, ya no sirve para nada: eso se lo había oído decir a alguien, no recordaba a quién, pero lo creía a pie juntillas. Así era Quirós.
En sus buenos tiempos, lo del sábado no le hubiera hecho ni pestañear. Podía quedar magullado, pero eso era su exterior; por dentro ni se inmutaba. Bromeaba, incluso: solía presumir de que cosas así le servían para desempolvar el traje; ahora, en cambio, se lo manchaban. Lamentaba más el estropicio de la chaqueta que el de la cara, todo a causa de un brusco sangrado de nariz. Siempre llevaba una de repuesto (chaqueta, no nariz), pero no era lo mismo: esta era vieja, le quedaba pequeña (Pilar la había remendado ya un par de veces) y su color azul desentonaba con su uniforme de trabajo. Al menos, gracias a sus precauciones, el sombrero y las gafas seguían intactos.
Recordó una vez en que también había manchado la chaqueta. En este caso era la sangre de otro: Humberto Aldobrando, el aspirante a poeta. Cuando le aplastó la nuca con el pisapapeles con forma de ángel se ensució la manga derecha.
Aldobrando y Casella, dos buenos perros. Casella tenía mujer y dos hijas, era barbudo y gordo, Quirós lo había matado a orillas de un río. Aldobrando era rubio, guapito, con voz de capado, el típico «esnupi», divorciado, con una hija pequeña. Le gustaba escribir poemas y torturar niñas. Todos los «esnupis» eran iguales: les daba por leer, ser muy cultos, muy artistas. Aldobrando torturaba y filmaba, Casella vendía las películas y su hermano gemelo, que vivía en Alemania, hacía de contacto en Europa. Cuando estafaron a sus socios, estos contrataron a Quirós para que los liquidase. Al gemelo no pudo atraparlo, pero a Casella y Aldobrando sí. Por desgracia para ellos, estafaron a quienes no debían.
Jamás hubiese sospechado que un cerebro como el de Aldobrando pudiese tener materia, menos aún tan abundante, pero lo cierto es que se puso perdido y dejó rastros hasta en el techo, como un bebé abandonado dejaría su propia caca en las paredes. Por fortuna, de la investigación policial se hizo cargo Gaos. Si hubiese venido otro, quizá se habría visto metido en un buen lío. Pero Gaos era uno de esos policías que trabajaban para los mismos grandes señores que Quirós. Quirós hacía saltar la sangre y Gaos venía y la limpiaba. Era una suerte, porque Quirós nunca tomaba precauciones. Matar es como follar, le había dicho un día Hurtado, un ex socio: si no quieres que te caiga una condena de por vida, usa látex. Quirós lo sabía, pero no se le daban bien tales finuras, no solo porque era torpe sino porque, más que matar, apisonaba. Por eso necesitaba de policías como Gaos. Es verdad que Gaos se las daba de sabihondo y se burlaba de él, lo llamaba «pringado» y afirmaba que la diferencia entre ambos era que Quirós era una hormiga y él una serpiente: «Tú caminas y caminas, vas y vas, siempre en línea recta; yo zigzagueo», le decía.
En aquel momento Quirós zigzagueaba. Se había perdido por los empinados vericuetos del pueblo. Interrogó a un viejo, que señaló hacia arriba. «¿El ayuntamiento? Lo tiene usted ahí, mismamente.» Siguió subiendo.
Arrastraba una bola de plomo con los pies. Abría la boca para robar más aire. Sentía un palo encajado en el ano (hemorroides). Sudaba como un caballo. Se detuvo junto a una fuente a refrescarse la cara. La fuente estaba rematada por un manzano frondoso y bastante realista, pero hecho de piedra. Sin embargo, a Quirós le entraron ganas de comerse una de aquellas manzanas. Pensaba que, si lograba arrancarla, masticarla sería lo de menos. Pero ni siquiera lo intentó. Siguió subiendo.
La esposa de Aldobrando era Marta.
Cuando se divorció de Aldobrando, Marta se fue a vivir a una casita frente al mar en lo alto de un acantilado. Allí la visitó Quirós una tarde por orden de Aldobrando, ya que en aquella época, años antes de liquidarlo, trabajaba para él.
Ella misma le abrió la puerta. Era una mujer pequeña pero bien proporcionada, rubia, de ojos azules, vestida con una especie de traje de noche que le desnudaba la espalda. Parecía algo mareada. Quirós se quitó el sombrero. Dijo que venía de parte de su ex marido con un encargo específico: llevarse todo lo que le pertenecía. Separación de bienes, ni más ni menos. Marta ya lo esperaba, lo hizo pasar.
– Adelante -le dijo-. Estaba celebrando que estoy sola, pero no me gustaba celebrarlo a solas.
En el salón se oía una samba. ¿Le apetecía otra? ¿Otra qué? Caipirinha. Bebía caipirinhas. Pero él no podía permitírselo en horario laboral. Traía una lista. Empezó a recorrer la planta baja apartan do los objetos cuando los veía: un cenicero, dos cuadros de chicas con los ojos cerrados, discos, libros. Llévese también esa mierda, señaló Marta un dibujo enmarcado que dividía el cuerpo humano en zonas, como el de una res, y lo numeraba. «Dónde azotar sin peligro», rezaba el titulo; las nalgas recibían el número uno. Como no venía en la lista, Quirós lo dejó de lado. En cambio, se fijó en el pisapapeles con forma de ángel. Años más tarde lo usaría para matar a Aldobrando, pero en aquel momento se limitó a apartarlo. Aldobrando le tenía especial cariño. Todos los «esnupis» eran iguales: se entusiasmaban con objetos ridículos. Entonces, mientras dejaba el ángel junto a los demás objetos, sintió un llanto a su espalda.
No. No debía recordar a Marta.
Marta era una de esas cosas pulcras de la vida que se manchan con la memoria. Tenía que apartarla de su cabeza. Sabía que le resultaría difícil, ya que se había topado, precisamente, con los recuerdos reencarnados. Pero debía intentarlo.
La calle en la que se encontraba era muy ancha. Un perro se escabulló por una esquina. Era blanco como una sábana, pero no era Sueño ni podía serlo. Al fondo, en una pared, una puerta cerrada y un letrero con horarios. Había llegado. Era la entrada trasera del ayuntamiento, donde le habían dicho que acudiera. Le pareció que tardaba una eternidad en alcanzar aquella puerta. La abrió, se introdujo en un pasillo oscuro, desde una habitación le llegó una voz:
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